Comentario para el Domingo XVIII de Tiempo Ordinario
El libro del Éxodo nos presenta la situación física y anímica de los israelitas en su travesía por el desierto: travesía hacia la Tierra de promisión –allí esperan encontrar abundancia, libertad y estabilidad-, pero en medio de grandes carencias: hambre, sed, enfermedades, inseguridad, muerte. La travesía se prolonga más de lo esperado. El camino se alarga y la realización de la promesa todavía se divisa a lo lejos. Es verdad que han salido de la esclavitud (ya no están sometidos al látigo de los capataces egipcios), que han logrado la independencia (ya no son un pueblo sometido), pero a costa de mucho sufrimiento.
Son un pueblo libre, pero nómada; un pueblo libre, pero hambriento, miserable, sin patria donde encontrar asiento. Por eso surgen las protestas contra los que les habían sacado de Egipto para traerles a ese desierto en el que se hacía tan difícil la supervivencia. La prolongación del camino acaba provocando la desconfianza en la promesa y con ella las protestas, dirigidas inmediatamente a sus dirigentes y conductores, pero que no salvan a Dios, pues Él es en último término el que les ha puesto en esta situación, el principal responsable. Sus guías no eran sino mediadores de la voluntad divina. Por eso sus protestas alcanzan al mismo Dios, que es el que ha ideado el plan.
Y empiezan a sentir añoranza de la vida pasada en la esclavitud, de las ollas de Egipto, de su carne y de su pan. Tan angustiosa es su situación que añoran incluso las seguridades vitales de una vida en la esclavitud. Dios parece reconocerles un cierto grado de razón, pues interviene en su favor proporcionándoles algunos suministros: esa resina del desierto que llamaron maná (pan del cielo) y algunas codornices llegadas en bandadas. Y Moisés, el orante, el intermediario, interpreta el fenómeno –probablemente natural, aunque también providencial- desde la fe, como un pan enviado por Dios para dar de comer a su pueblo que se hallaba en situación de emergencia nacional.
¿No hay en esta historia una alegoría de la vida misma: travesía sembrada de sufrimientos hacia una tierra (= cielo) de promisión que tarda en llegar y que por ello da lugar a muchas protestas? Tales protestas, lanzadas como dardos contra su Iglesia, alcanzan al mismo Dios.
El evangelio presenta a Jesús como objeto de la ansiedad de las gentes, que le buscan por tierra y por mar, porque les había dado pan hasta saciarse. Jesús era buscado, como suele suceder tantas veces, por lo que daba: pan, salud, consuelo, esperanza; pero sobre todo por la salud. Las aspiraciones de aquellas gentes hambrientas, enfermas e incultas no parece que fueran demasiado elevadas. Por eso, Jesús, además de responder a sus expectativas (porque sacia su hambre y cura sus enfermedades), se propone elevar sus aspiraciones y deseos; porque aspirar sólo a llenar el estómago y a recuperar la salud perdida no deja de ser una pobre aspiración humana.
El hombre es mucho más que estómago y cuerpo. Esta constatación explica las palabras que siguen: Trabajad (empeñaos, luchad, esforzaos) no por el alimento que perece, sino por el alimento que perdura dando vida eterna. ¿No es esto elevar la mente y las aspiraciones de aquellas gentes que parecían no buscar otra cosa que pan y salud? Jesús está invitando a pensar en la vida eterna a quienes sólo piensan en esta vida caduca, a pensar y a trabajar por lo que conduce a ella. ¿En qué consiste este trabajo que Dios quiere?
Jesús responde: en creer en el que Dios ha enviado, es decir, en él, puesto que él es el que Dios ha enviado. Creer en él es, por tanto, el trabajo que Dios quiere. En este punto se impone una pregunta obligada: ¿Es que la fe es un trabajo? ¿No es más bien un don, o una opción, o una adhesión? La fe es un don y una opción; un don y una adhesión. La fe es un don y un trabajo.
No hay incompatibilidad entre ambas visiones. La fe es algo recibido como regalo, pero es al mismo tiempo algo para cuyo mantenimiento y acrecentamiento se requiere trabajo, ese esfuerzo empleado en el aprendizaje, en el cultivo, en la fundamentación, en la armonización. Porque, para mantenerse creyentes, es preciso estar alerta, aprendiendo del que enseña, buscando razones para su sustento, armonizándola con los datos culturales del momento, ejercitándola y actualizándola, fortaleciéndola frente a las dudas y las oscuridades. Creer en tiempos de incredulidad exige mucho trabajo.
Y dado que la fe no puede disociarse de la razón –y es, por tanto, racional-, ha de estar provista de signos de credibilidad. Por eso no debe extrañarnos que le pidan signos: ¿qué signo vemos que haces para que creamos en ti? La petición de signos es legítima mientras no sea desproporcionada o rebase ciertos límites. No se puede creer a ciegas al primero que se proclama Hijo de Dios. Aquellos judíos que le piden un signo tienen ya su historia de fe y a ella se remiten: nuestros padres –le dicen- vieron signos en el desierto, signos de la presencia providente de Dios, y mencionan el maná como signo más elocuente.
Pues bien, este es el momento que Jesús aprovecha para presentarse ante ellos como signo del Padre en el mundo, pues él es el verdadero pan de Dios para el hombre: el que viene a mí –dirá- no pasará hambre, y el que cree en mí no pasará nunca sed. Esto sólo cabe verificarlo en la experiencia personal de los que acuden a él y lo reciben como verdadero pan de Dios. Pero tal experiencia es ya una experiencia de fe. No obstante, la saciedad que aporta esta experiencia será el gran signo de que Jesús es realmente quien dice ser, esto es, de que Jesús es realmente ese pan bajado del cielo para la vida del mundo.
JOSÉ RAMÓN DÍAZ SÁNCHEZ-CID
Dr. en Teología Patrística
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