¿A quién vamos a acudir?
Llegamos al final del discurso del pan de vida. Durante el mismo Jesús, primero, ha alimentado nuestro cuerpo, enseñándonos que para poder repartir y que alcance para todos hay que estar dispuesto a compartir aun lo poco que tenemos. Y desde ahí nos ha invitado a elevar nuestra mirada al deseo de los bienes imperecederos, al deseo de otro pan, que él mismo nos da y que es su cuerpo entregado en sacrificio. Nos ha enseñado así que esos bienes imperecederos no se obtienen por la vía de la conquista, el esfuerzo o la violencia, porque no están al alcance de nuestras fuerzas, sino que son un don que alcanzamos por la vía paradójica de la entrega que Jesús mismo hace de su propia vida. De este modo nos ha introducido en una sabiduría, la sabiduría de la cruz, que trasciende la ciencia de este mundo. Y, llegados a este punto, Jesús nos cede la palabra, para que tomemos nosotros mismos una decisión. Del mismo modo que Yahvé no impone la salvación, sino que la propone mediante un pacto, así tampoco Jesús se impone por la fuerza (de ahí su renuncia a dejarse proclamar rey), sino que nos hace una propuesta, respetando en todo momento nuestra libertad.
En la primera lectura vemos este carácter propositivo y no impositivo de la acción salvífica de Dios, que no por eso deja de ser gratuita. Tras liberar al pueblo de la esclavitud y llevarlo a la tierra prometida, Dios propone al pueblo una alianza. A diferencia de las leyes necesarias de la naturaleza, la historia es el espacio de la libre acción humana. Y, por eso, el Dios de Israel se manifiesta ante todo en los acontecimientos históricos, en el ámbito en el que el hombre despliega su libertad, y propone una forma de relación que supone esa libertad por las dos partes. Dios es libre para salvar; pero el hombre, en este caso el pueblo, es libre para aceptar o rechazar la acción salvífica de Dios, aceptando o rechazando el pacto que le propone.
Jesús es el mediador de la nueva y definitiva alianza por medio de su propia sangre (cf. Hb 12, 24) y ahora, igual que en la primera, tenemos que tomar una decisión de aceptación o rechazo. El escándalo de la cruz, al que alude Jesús al hablar de su carne ofrecida y su carne derramada como pan y vino, y en el que los discípulos han de participar también de un modo u otro (y eso es lo que significa comer su carne y beber su sangre), es en última instancia el criterio de discernimiento entre los verdaderos creyentes y los que no lo son.
Aquí Jesús usa el término “carne” en un sentido distinto del que hemos visto en los domingos anteriores. Allí su carne (su humanidad) entregada en sacrificio es el pan, el verdadero maná, que hemos de comer para alcanzar la vida eterna. Pero esto sólo se puede comprender si nos dejamos guiar por el Espíritu que anima esa carne, esa humanidad entregada, y que nos conduce a la fe. Ahora, la carne “que no vale para nada” es el modo exclusivamente humano de mirar a Jesús, de comprender sus palabras e interpretar sus signos: el deseo de saciarse sólo de pan, la voluntad de hacerle rey para manipularlo sometiéndolo a nuestros intereses (económicos, políticos y cualesquiera otros) y, en definitiva, el rechazo del camino mesiánico de Jesús que conduce a la cruz.
Así pues, Jesús, el mediador de la nueva alianza, nos está llamando a realizar una elección de fe, que implica la aceptación de la cruz como paradójico camino de la victoria: “subir a donde estaba antes”. Podemos entender por qué “desde entonces, muchos discípulos suyos se echaron atrás y no volvieron a ir con él”. Y Jesús, al parecer, no hace nada para retenerlos, sino que al tiempo que respeta la libertad de cada uno, pone al descubierto las motivaciones profundas: “algunos de vosotros no creen”. En este momento de profunda crisis en su ministerio, se dirige también a los más cercanos, a los que ese abandono masivo no podía no afectar. Ellos también habían conocido a Cristo según la carne, se habían forjado ilusiones poco fundadas, habían soñado con un mesianismo triunfante. Ahora empiezan a ver claro que las cosas no van por ahí. Y tienen que tomar partido. La respuesta de Pedro, que trasluce la dificultad de esa decisión (“Señor, ¿a quién vamos a acudir?”), refleja también que ellos están empezando a ver a Jesús a la luz del Espíritu, y que su elección es realmente una elección de fe: “Tú tienes palabras de vida eterna; nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo consagrado por Dios”. En esta respuesta, que es una confesión de fe, descubrimos que, contra lo que muchos creen, esta no es una elección ciega. Pedro dice: “creemos y sabemos”. No es ciertamente un saber teórico, sino que brota de la experiencia: es un saber que es unsaborear, un experimentar de primera mano. Y esta experiencia es posible precisamente porque parte de una manifestación de Dios en la carne, que nos da la posibilidad de realizar una experiencia de Jesús, de escuchar sus palabras, que son espíritu y vida, de ver y comprender los signos que hace, de ser curados por Él. Pero es también una elección generosa, que exige renunciar al deseo de manipular a Dios, de hacer de Él nuestro rey, es decir, el talismán mágico que solucione nuestras necesidades materiales más inmediatas, el “Dios tapagujeros” al que recurrimos sólo cuando aprieta la necesidad. Esta elección de fe, lúcida y generosa nos hace participar de la nueva humanidad de Cristo, en el misterio de su encarnación, muerte y resurrección. Y este es el significado esencial de la Eucaristía: comer el pan que es su carne, vivir como vivió Él, dando la vida, si llega el caso hasta el extremo, para, pese a perder a los ojos de este mundo (de esa carne que no sirve para nada), participar de la resurrección, la vida eterna, que en la humanidad de Jesús se ha hecho ya presente en este mundo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Deja tu comentario