Sombra
La desconfianza suele ser un mecanismo de defensa, que fácilmente adopta la forma de desprecio, como en este caso, y de descalificación gratuita.
Como tantos otros mecanismos de ese tipo, pretende defender, en realidad, del propio malestar, probablemente no confesado y ni siquiera reconocido. Es como si, al descalificar al otro, me “calificara” a mí mismo. En este sentido, la desconfianza, el desprecio y la descalificación suelen ser síntomas y, por tanto, mensajeros de la propia sombra no reconocida ni aceptada. Ello explica que, habitualmente, vayan acompañados de acritud. Es sabido que la sombra se detecta porque aparece crispación, según la conocida ley: todo aquello que me crispa está en mí.
Para salir de ese laberinto mortal, la puerta se halla en la aceptación de toda nuestra verdad, sin disimularla, maquillarla ni negarla. Porque la sombra no es mala; solo se convierte en algo hostil cuando la ignoramos y no la tenemos en cuenta. “La sombra solo resulta peligrosa -decía el psiquiatra Carl Jung- cuando no le prestamos la debida atención”.
Si, en lugar de dejarme llevar por ella, en actitudes defensivas y descalificadoras, la acepto, reconociendo mis sentimientos, notaré que la sombra, antes temida y rechazada, me humaniza, me baja del pedestal al que me había subido mi ego neurótico y me hace humilde. Solo ese camino nos regala la paz, que únicamente podemos encontrar cuando abrazamos toda nuestra verdad.
Y, al encontrarnos en la aceptación de toda nuestra verdad, habremos “encontrado” también a los otros. Porque la sombra aceptada y abrazada nos unifica y nos hace compasivos. Como diría el propio Jesús, cuando vemos la “viga” en el ojo propio podemos comprender la “mota” en el ojo del hermano (Mt 7,3). De ese modo, la energía antes devoradora se convierte en energía sanadora.
¿Sé que mi acritud y juicio o descalificación del otro es síntoma de mi sombra no reconocida ni aceptada?
Enrique Martínez Lozano
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