Hay cosas que acompañan al hombre desde que es hombre. Por eso forman parte de nuestra historia como si nos fueran connaturales. Me refiero a actitudes como la rebeldía o la desconfianza. Ya el profeta Ezequiel tuvo que escuchar que el pueblo al que era enviado para cumplir su misión era un pueblo rebelde y obstinado. ¿Por qué rebelde? Porque no acababa de someterse nunca a la voluntad de Dios y a sus leyes; porque no acababa de aprender, después de tantos fracasos, que los caminos emprendidos de espaldas a Dios y a sus normas llevaban a la perdición.
Tal rebeldía era fruto de esa autosuficiencia diabólica que le hacía creerse no necesitado de nadie, capaz de darse normas a sí mismo y de llevar a cabo sus propios propósitos. La misma autosuficiencia que le hacía creerse Dios soberano le inducía a prescindir de Dios y a despreciar con altivez a sus mensajeros. No obstante esta actitud, Dios no ha dejado nunca de enviar a sus profetas para que les digan a esos rebeldes y olvidadizos seres humanos: Esto dice el Señor: esto me ha dicho el Señor que os comunique. Muchos seguirán sin hacer caso; otros responderán con insultos, desprecios, burlas y persecuciones; puede incluso que hagan desaparecer al profeta porque su sola presencia les resulta incómoda y perturbadora. Suceda lo que suceda, sabrán que allí hubo un profeta.
Si esto se dice de Ezequiel, mucho más se puede decir de Jesús, el venido de parte de Dios como Hijo del hombre y como Hijo de Dios. Que vino como hombre es indiscutible. Por eso pudo enseñar en la sinagoga de su pueblo; por eso provocó el asombro de los que le oyeron; por eso era conocido por sus paisanos como el carpintero, el hijo de María y hermano de Santiago, José y Judas; por eso desconfiaron de él como profeta. Se les antojaba incompatible ser carpintero y profeta, hijo de María y profeta, nazareno y profeta.
Ello explica que, a pesar de la admiración inicial provocada por sus palabras, cargadas de sabiduría y revestidas de autoridad, desconfiasen de él. Ni sus palabras, ni sus obras (esos milagros que se le atribuían) tuvieron fuerza suficiente para derribar sus prejuicios: el conocimiento (siempre imperfecto) que tenían de él y de la etapa de su vida transcurrida en Nazaret. Era precisamente ese conocimiento parcial (aunque real) el que les impedía aceptarle como profeta. Esto significó para él un verdadero desprecio. Jesús se sintió despreciado en su tierra. De ahí que diga, echándoles en cara su incredulidad y censurando su actitud: No desprecian a un profeta más que en su tierra, entre sus parientes y en su casa. Se hacía realidad histórica la sentencia joánica: Vino a los suyos y los suyos no lo recibieron.
Es históricamente constatable que Jesús encontró más oposición a su mensaje y actividad mesiánica entre sus paisanos y parientes. ¿Por qué? No hay otra razón que la del conocimiento parental o de paisanaje que actuaba como barrera o prejuicio difícil de superar. Sólo esto explica que un profeta sea menos apreciado o más despreciado en su tierra o en su casa. Y es que hay conocimientos que, sin ser falsos, pueden convertirse en un verdadero obstáculo para sucesivos reconocimientos. Aceptar a Jesús, el carpintero, como profeta era reconocer la verdad completa del que hasta entonces no se había manifestado en esta condición. Y todavía habrá lugar para nuevas manifestaciones de las que serán testigos sólo algunos privilegiados –como Pedro, Santiago y Juan en el monte de la Transfiguración-. En realidad, Jesús no se manifestará plenamente como Mesías e Hijo de Dios hasta el momento de la Resurrección.
Pero, sabiendo esto, que no desprecian a un profeta más que en su tierra, fue a su tierra, a Nazaret, quizá para confirmar esta apreciación, y se extrañó de su falta de fe. La incredulidad de sus paisanos, personas relativamente próximas, le causa extrañeza. No obstante, la razón la había enunciado él mismo. Y no pudo hacer allí ningún milagro, exceptuando la curación de algunos enfermos.
Resulta asombroso el poder fáctico que se concede a la incredulidad. Por falta de fe, Jesús no pudo hacer allí milagros. Y parece que le pidieron hacer los milagros que había hecho en Cafarnaúm y en otros lugares; pero no lo hicieron desde la fe, sino desde la desconfianza. Y es que la desconfianza tiene el poder de desactivar las fuerzas benéficas que se ofrecen en su beneficio.
La incredulidad tiene el poder de desactivar la beneficencia del mismo Dios, no su capacidad de hacer el bien, que permanece inmutable, sino su concreta activación, su ejercicio. Pero también aquí se pueden establecer diferencias. Hay faltas de fe, como las que Jesús encontró en sus discípulos –también hombres de poca fe-, superables y no paralizantes de su actividad benéfica y milagrosa. Dada nuestra fragilidad e ignorancia humanas, a Jesús no puede extrañarle nuestra falta de fe, pero quizá sí esa obstinación farisaica, casi «sobrehumana», a negarnos a reconocerle como al que viene de parte de Dios con un mensaje de salvación acompañado de efectos saludables.
Si el Hijo de Dios se ha encarnado es para que el conocimiento «humano» de Jesús nos ayude a reconocerle como tal Hijo; pero puede suceder, y de hecho sucede, que tal conocimiento se convierta en un obstáculo para el reconocimiento de su plena realidad que implica el reconocimiento de su divinidad. Pero sin este supuesto la biografía de Jesús será siempre una página de nuestra historia no del todo explicada o insuficientemente entendida. Ojalá que el Señor derribe las paredes de nuestras desconfianzas y nos abra al horizonte inabarcable de la fe.
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