22 junio 2024

Comentario al Domingo XII de Tiempo Ordinario

 La escena que nos presenta el evangelio de Marcos comparece en todos los sinópticos y con una intencionalidad muy clara. El narrador quiere que nos preguntemos lo mismo que se preguntaron sin salir de su asombro los testigos del hecho narrado: ¿Pero quién es éste? ¡Hasta el viento y las aguas le obedecen! La pregunta lleva implícita la respuesta que se deja ver en la admiración que le sigue: Aquel a quien obedecen el viento y las aguas, puesto que se someten a su dictado, no puede ser otro que el Señor de esa naturaleza a la que pertenecen el viento y las aguas, ya se trate de su Hacedor o de su legislador, aunque lo lógico es pensar que el que ha puesto las leyes por las que se rige esa naturaleza es su mismo Creador.

Es lo que Dios quiere hacerle saber a Job cuando le habla desde la tormenta: ¿Quién cerró el mar con una puerta? Él es quien pone límite al mar, diciéndole: hasta aquí llegarás, pues es señor de esa naturaleza. Y lo es por ser su Creador.

El relato evangélico nos habla de un suceso que podían recordar y contar los que habían sido testigos del mismo, un suceso vivido. Lo sitúa al atardecer de un día cualquiera y en ese lago que presenció tantas actividades de Jesús. Es precisamente él el que toma la iniciativa y, dirigiéndose a sus discípulos, les dice: vamos a la otra orilla. Ellos, secundando las palabras de su maestro y dejando a la gente que les acompañaba se lo llevaron en barca hacia el lugar indicado. De repente –cuenta el narrador- se levantó un fuerte huracán, y las olas rompían contra la barca hasta casi llenarla de agua.

La situación se volvió desesperada, porque no sabían cómo hacer frente a la fuerza del viento y del agua, y empezaron a temer por sus vidas. Mientras tanto Jesús, que estaba a popa, dormía sobre un almohadón totalmente ajeno a la extrema gravedad por la que atravesaban. Entonces lo despertaron, no sin reprocharle su aparente despreocupación o negligencia: Maestro –le dicen-, ¿no te importa que nos hundamos?

Parecía no importarle, pero le importaba. Jesús se puso en pie, increpó al viento y dijo al lago: ¡Silencio, cállate! Y el viento cesó y sobrevino una gran calma. El viento, que había desatado la tempestad, respondía mansamente a la voz imperiosa de Jesús sometiéndose a su mandato como si dispusiera de voluntad. En sólo unos instantes había perdido toda su virulencia, recuperando el lago la calma anterior. Y la tranquilidad retornó de nuevo a los agitados corazones de aquellos avezados marineros. Había bastado una simple palabra – cállate– para operar esta repentina transformación. Y es en ese preciso momento cuando Jesús les dice: ¿Por qué sois tan cobardes? ¿Aún no tenéis fe?

La extrema gravedad de la situación había puesto de manifiesto dos cosas: su cobardía y su falta de fe. La cobardía es una actitud que tiene su asiento en la debilidad humana y que se pone especialmente de manifiesto cuando nos vemos obligados a hacer frente a fuerzas que nos sobrepasan o a superar acontecimientos para los que carecemos de recursos. Pero los discípulos de Jesús se acobardan porque se sienten solos y desvalidos frente a la adversidad, es decir, porque carecen de fe y, por tanto, de ese fundamento en el que poder apoyarse.

Y es que la fe nos permite no sentirnos nunca solos, sea cual sea la circunstancia en la que nos encontremos, disponer de esa fuerza o ese recurso extraordinario que no hallamos en nosotros mismos por razón de nuestra propia naturaleza –siempre débil por comparación con otros fenómenos más imponentes de la misma-. La fe, por tanto, puede infundirnos el valor que a nosotros nos falta en esas circunstancias de la vida en que arrecia la adversidad y el peligro se nos antoja insuperable. Es el valor añadido que proporciona la confianza en un poder superior, un poder capaz de doblegar el oleaje del mar, la fiereza del viento y el agua embravecidos.

La cobardía es, pues, consecuencia no sólo de la fragilidad humana, sino de la falta de fe, de esa fe que otorga un plus de valor que viene del que es fuente de todo poder y a quien el viento y las aguas indomables obedecen. Lo que aquellos discípulos, espantados y asombrados, descubren experimentalmente es lo mismo que se pide a todo creyente: que pongan su confianza en el que tiene poder para someter las fuerzas de la naturaleza porque es Señor y legislador de la misma y que crean en él como aliado y amigo, ese aliado al que se puede recurrir en toda ocasión y del que no cabe esperar otra cosa que beneficios y salvación.

Nuestras vidas se ven con frecuencia asediadas por múltiples peligros –algunos reales y otros imaginarios- que desatan todos nuestros miedos: miedo a lo desconocido, miedo a la enfermedad y al dolor, miedo a la inutilidad y al fracaso, miedo al desprecio o al juicio de los demás, miedo a la marginación o al vacío social, miedo a la muerte o al infierno. Todos estos miedos esconden desconfianza en nosotros mismos, en las demás o en Dios.

Pues bien, Jesús nos invita a confiar en él. La fe, es verdad, no elimina las situaciones de peligro, ni hace desaparecer las contradicciones de la vida, pero permite afrontarlas con serenidad, como la de quienes se sienten firmemente sostenidos por unas manos fiables o sólidamente asentados en un fundamento inconmovible. Para el creyente Dios es su suelo firme, su refugio y su asidero; y lo es incluso estando en el trance de la muerte, es decir, transitando por esa experiencia en la que todo parece resquebrajarse; pues en semejante trance Dios sigue siendo nuestro asidero.

JOSÉ RAMÓN DÍAZ SÁNCHEZ-CID
Dr. en Teología Patrística

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