Celebramos hoy la gran solemnidad de Pentecostés. De tanto oír y hablar de fiestas y de tanto oír y leer los textos evangélicos, corremos el peligro de que perdamos la fuerza y la novedad de la fiesta y del mensaje que nos ofrece la Palabra de Dios. La experiencia de Jesús resucitado siempre es novedosa y sorprendente. Los discípulos se encontraban encerrados, asustados por miedo a los judíos (cf. v.19). De forma improvisada y misteriosa, Jesús se coloca en medio de ellos. Este encuentro cambia la vida de los discípulos, quienes se alegran al ver al Señor. Cristo, además, los ofrece su paz, los confía la continuación de su misma misión, sopla sobre ellos insuflándolos el Espíritu Santo y los da el poder de perdonar los pecados. Ya no estaban solos, tenían con ellos a Jesús, y con él los enemigos pierden su fuerza.
El evangelista quiere provocar un interrogante en nosotros. ¿Qué es lo que nos impide, personal y comunitariamente, el encuentro con Jesús resucitado?… Jesús no entró atravesando las paredes; Jesús estaba presente en la comunidad, vivo y resucitado; estaba ya antes, solo que a los discípulos les costó tiempo darse cuenta de su presencia. La experiencia de la resurrección de Jesús se encuentra siempre con las resistencias humanas y las puertas cerradas. ¿Cuáles son nuestras resistencias?… ¿Qué miedos nos impiden abrir nuestras puertas a Cristo resucitado?… Cerrar las puertas, de manera individual o comunitaria, es la indisposición del corazón a abrirse a Dios y al hermano. La experiencia de los discípulos puede ser nuestra experiencia. Como los discípulos, necesitamos el encuentro personal y comunitario con Jesucristo resucitado, conscientes de que por muchos que sean nuestros miedos y resistencias, la fuerza de Cristo es mucho más poderosa. No hay vida cristiana auténtica sin una experiencia personal y comunitaria de la resurrección de Jesús, y solo abriéndonos a esta experiencia serán nuestros los regalos que Jesús donó a los discípulos. Y el primer regalo de este encuentro con Jesús es una alegría profunda; así lo vivieron los discípulos y así lo vive toda persona que se abre a este encuentro, por muchas dificultades que tengan que pasar; basta con escuchar los testimonios y ver las expresiones de tantas personas que en medio de la persecución transparentan la alegría y la paz que solo el Señor puede dar. Si Cristo, fuente de esa alegría, está con nosotros, nada ni nadie nos la podrá arrebatar. Y con la alegría nos viene la paz, la paz que Él mismo nos ha comprado con su sangre y que ahora entrega como don. La paz de Cristo va ligada a la esperanza de un encuentro definitivo con él. Los dones se van engarzando como eslabones de una misma cadena: el encuentro con Jesús resucitado nos lleva a ser testigos de su resurrección y a participar de su misión, la misma que Jesús ya tenía y que ellos habían compartido. Afirmar que Cristo ha resucitado no significa cruzarnos de brazos, sino anunciarlo en el día a día y en los distintos ambientes en los que nos encontremos.
También nos regala el Espíritu Santo, capaz de convertirnos en criaturas nuevas, que nos fortalecerá para la misión, facilitará la comprensión de la identidad de Jesús y el sentido profundo de sus palabras… El Espíritu es el don supremo que Dios nos concede. Al recibir el Espíritu, ya no recibimos tan sólo los dones del Espíritu, sino que recibimos a Dios mismo, el don por excelencia, permitiéndonos vivir su propia vida, participar de su misma naturaleza y haciéndonos herederos de su gloria. Por eso la Iglesia nos propone para esta celebración en la que culminan las fiestas pascuales la oración: Ven, Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles. Envía, Señor, tu Espíritu, que renueve la faz de la tierra. Amén.
Vicente Martín, OSA
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