En su despedida Jesús nos dedicó las palabras que recoge el evangelio de Juan, un discurso centrado en explicar el significado de su vida y misión, de su pasión y muerte. El amor de Dios es lo único que da sentido a la vida de Jesús y lo que da sentido a nuestras vidas a menudo tan zarandeadas por circunstancias difíciles. El amor que viene de Dios es la roca firme sobre la que construir nuestros proyectos de vida, la brújula con la que dirigirnos, el motivo para levantarnos cada día y la causa de nuestra alegría. Cuando el Hijo de Dios entró en la historia los ángeles anunciaron la alegría, y cuando el Hijo de Dios resucitó esa alegría inundó y transfiguró todo el universo, todo lo creado. Es el gozo divino, su amor que restaura todo en Cristo, el pasado, el presente y el futuro de cada vida humana y de toda la historia de la humanidad. Jesús nos ha dicho: “nadie tiene amor más grande que quien da la vida por sus amigos”. El amor de Dios por la humanidad; es amor paternal en la presencia del Padre que envía y acompaña la misión del Hijo enviando su Espíritu; es amor maternal en la persona y el testimonio de María y es amor de amistad en Jesús, amigo de los hombres, amigo y hermano, nuestro redentor.
Jesús ha dado la vida por sus amigos. No somos esclavos sometidos, ni autómatas, sino amigos liberados del poder del pecado y del sinsentido. La familia no se escoge, pero los amigos sí. Dios nos escoge en Cristo para que seamos sus amigos. La amistad verdadera es motivo de gozo para quien la experimenta, tener un amigo o amiga del alma es tener un tesoro. En Jesucristo tenemos ese tesoro que nos espera para agraciarnos, para hacer juntos el camino de la vida y sortear juntos las dificultades.
En momentos de inquietud nadie debería llamar espectadores pasivos ni cobardes a quienes celebramos la eucaristía. Nada hay más responsable en estos tiempos que creer en el Dios de Jesús y actuar en coherencia a nuestra fe. Esta fe que originó los derechos humanos que defendemos y promovemos en el mundo entero. Esta fe que molesta a muchos poderosos porque les demuestra que cuando Dios se borra del horizonte, el hombre no llega a ser más grande, ni lo puede todo; sino que, pierde dignidad, se convierte sólo en el producto de una evolución ciega, del que se puede usar y abusar. Como nos recuerda la “ciudad celeste” del libro del Apocalipsis, esta fe no sólo atiende lo material sino lo espiritual, nos recuerda la meta de la humanidad en el Reino de Dios. Nos muestra que la revolución más eficaz es la que tiene lugar en el interior de cada corazón vuelto hacia Cristo, la que ha tenido lugar en la personas de los hombres y mujeres santos. Esta fe no es huida de responsabilidades, sino estímulo para comenzar a vivir ahora lo que viviremos en el reino de los cielos, en el domingo sin ocaso. “En la ciudad que no necesita sol ni luna que la alumbre, porque la gloria de Dios la ilumina y su lámpara es el Cordero”.
El evangelio no tiene recetas para salir de las crisis, pero de él se derivan valores y comportamientos que buscan gestionarlas mediante la transformación de los corazones y las mentes a la hora de abordar los momentos difíciles. Por eso comenzando el mes mayo, de la mano de María proponemos volver al evangelio, celebrar la efusión y las obras del Espíritu Santo, protagonista del tiempo de Pascua. Profundizar en la Palabra del NT es muy necesario en nuestros días. Con su testimonio y su voz, María sigue acompañando la misión de su Hijo y proponiéndonos su amistad. Acudamos a la intercesión de la Virgen María pidiéndole que nos enseñe a ser amigos de Dios, especialmente amigos de los que peor lo pasan; amigos que gozan o luchan juntos y juntos construyen el Reino. Amigos que recibiendo el Espíritu del Resucitado no se acobardan en su tarea de madurar, creer y testimoniar los efectos de la Resurrección para el mundo.
En momentos de inquietud nadie debería llamar espectadores pasivos ni cobardes a quienes celebramos la eucaristía. Nada hay más responsable en estos tiempos que creer en el Dios de Jesús y actuar en coherencia a nuestra fe. La misma fe que originó los derechos humanos; esta fe que molesta a muchos poderosos porque les demuestra que cuando Dios se borra del horizonte, el hombre no llega a ser más grande, ni lo puede todo; sino que, pierde dignidad, se convierte sólo en el producto de una evolución ciega, del que se puede usar y abusar. Profesar nuestra fe nos compromete como comprometió a María; pero también nos eleva, puesto que no sólo atendemos lo material sino lo espiritual del ser humano. Contemplar a María nos recuerda que la meta de la humanidad está en el Reino de Dios. Nos muestra que la revolución más eficaz es la que tiene lugar en el interior de cada corazón vuelto hacia Cristo, la que ha tenido lugar en las biografías de los hombres y mujeres santos. Celebrar la fe no es huir de responsabilidades, sino estímulo para comprometernos ahora con lo que viviremos en el reino de los cielos. La eucaristía nos congrega para darnos el Espíritu de Cristo desde el que configurar comunidades acogedoras, integradoras y misioneras.
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