Creemos, como verdad revelada, que Dios es uno y único, que fuera de Él no hay otros dioses (1ª lectura). Como verdad revelada creemos también que Dios, siendo uno, es comunión de tres personas: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Tres personas distintas, no tres dioses distintos. Son un solo Dios, porque poseen la misma naturaleza divina.
Dios en sí mismo no es, por tanto, un ser solitario ni inmóvil: es Comunión divina de Amor; el Padre desde toda la eternidad se entrega al Hijo, el Hijo desde toda la eternidad acoge al Padre y se entrega también a Él en un dinamismo de mutua entrega y acogida que es la tercera persona de la Santísima Trinidad, el Espíritu Santo.
Pero, ¿cómo llegó a nuestro conocimiento este profundo Misterio, imposible de ser conocido y plenamente comprendido por la sola razón humana? Es el Hijo quien lo ha revelado: «A Dios nadie le ha visto jamás: el Hijo único, que está en el seno del Padre, él lo ha contado» (Jn 1,18). El Señor Jesús, el Hijo que por nuestra reconciliación se hizo hombre, ha revelado al Padre y al Espíritu Santo, ha revelado la unidad y comunión existente entre ellos.
En el Evangelio de este Domingo vemos al Señor Jesús que, antes de volver definitivamente al Padre, encarga a sus Apóstoles una misión muy específica: «Vayan y hagan discípulos de todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; y enseñándoles a guardar todo lo que les he mandado».
Bautizar, del griego baptizein, significa literalmente “sumergir”, “introducir dentro del agua”. También el Señor fue bautizado por Juan, sumergido en las aguas del Jordán. El de Juan era un “bautismo de penitencia”, ofrecido a aquellos que arrepentidos de sus pecados querían sumergir o sepultar en el agua su vida antigua para, purificados, renacer y resurgir a una nueva vida. El Señor insistió en ser bautizado por Juan, aún cuando en Él no había pecado alguno (ver Mt 3, 14-15).
En aquella ocasión el Bautista anunciaba que a diferencia de él, que bautizaba con agua, el Señor bautizaría «con Espíritu Santo» (Mc 1, 78). En efecto, el Bautismo ofrecido por el Señor Jesús es muy superior al bautismo de Juan, puesto que ya no es tan sólo un símbolo, sino que realiza verdaderamente aquello que simboliza: libera al hombre de la culpa original y perdona sus pecados, lo rescata de la esclavitud del mal y marca su renacimiento espiritual, comunicándole una vida nueva que es participación en la vida de Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo.
El Bautismo que el Señor manda conferir a los que crean en Él sumerge no sólo en agua (gesto simplificado y sustituido en la Iglesia latina con el gesto de la triple infusión con agua en la cabeza del candidato), sino en aquel otro “Bautismo” de Cristo, el de su Muerte y Resurrección (ver Lc 12, 50; Mc 10, 38). Por ello su valor trasciende absolutamente al de los antiguos ritos bautismales, tanto judíos como también paganos, que, aunque significaban una purificación interior y un cambio de vida, no eran más que abluciones incapaces de borrar realmente los pecados y, menos aún, de obrar una transformación radical del pecador. En cambio el Bautismo cristiano, por el poder de Cristo Resucitado conferido por el Señor a sus Apóstoles (ver Mt 28, 18-19), es un signo eficaz que a su vez comunica realmente el perdón de los pecados y confiere una vida nueva por el Espíritu Santo. Por una real transformación interior los «bautizados en Cristo» (Gál 3, 27) llegan a ser verdaderamente «hijos de Dios» (ver 1 Jn 3, 2).
El Señor manda a sus Apóstoles bautizar “en el nombre de…”. Esto quiere decir no sólo “en lugar de”, “en representación de”. En la mentalidad hebrea, el nombre de alguien sustituía a la persona misma. Al ser pronunciado o invocado el nombre de alguien sobre una cosa, ésta quedaba íntimamente ligada con la persona nombrada, pasaba a ser propiedad suya. Lo mismo sucedía con el nombre de Dios. Bautizar «en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» significa, por tanto, consagrar a la persona a Dios, hacerla pertenecer a Él totalmente, incorporándola a Aquel cuyo nombre era pronunciado, incorporándola a Dios, uno y trino. Verdaderamente el Bautismo cristiano «significa y realiza la muerte al pecado y la entrada en la vida de la Santísima Trinidad a través de la configuración con el misterio pascual de Cristo» (Catecismo de la Iglesia Católica, 1239).
Llama la atención que el ser humano, para ser feliz, necesite de los demás, de otros “tú” humanos como él. Nadie puede hallar la felicidad en la soledad. Antes bien, es a quedarnos solos a lo que tanto tememos, lo que menos queremos, pues una profunda tristeza y desolación inunda a quien carece de alguien que lo ame y a quien pueda amar.
Mientras que la tristeza inunda a quien se halla existencialmente solo, la alegría y la felicidad rebosan del corazón de quien experimenta el amor y la comunión con sus seres amados. Sí, el más auténtico y profundo gozo procede de la comunión de las personas, comunión que es fruto del mutuo conocimiento y amor. Sin el otro, y sin el Otro por excelencia, la criatura humana no puede llegar a ser feliz, porque es imposible que se realice como persona humana.
Sin duda parece muy contradictorio que la propia felicidad la encuentre uno no en sí mismo, sino “fuera de sí”, es decir, en el otro, en la comunión con el otro, mientras que la opción por la autosuficiencia, por la independencia de los demás, por no amar a nadie para no sufrir, por el propio egoísmo, aparta cada vez más del corazón humano la felicidad que tanto busca y está llamado a vivir. Quienes por cualquier razón optan por cerrarse a los demás terminan frustrados y amargados en su búsqueda de la felicidad, concluyendo equivocadamente que ésta en realidad no existe, que es una bella aunque inalcanzable ilusión para el ser humano. El fracaso en la búsqueda se debe no a que no exista, sino a que han equivocado el camino.
¿Y por qué el Señor Jesús quiso hablarnos de la intimidad de Dios? ¿Por qué es tan importante que el ser humano comprenda algo que es tan incomprensible para la mente humana? ¿Dios uno, y al mismo tiempo tres personas? Sin duda podemos encontrar una razón poderosa en la afirmación de Santa Catalina de Siena: «En tu naturaleza, deidad eterna, conoceré mi naturaleza». El ser humano es un misterio para sí mismo, y «para conocer al hombre, al hombre verdadero, al hombre integral, es necesario conocer a Dios» (S.S. Pablo VI). Conocer a Dios, el Misterio de la Santísima Trinidad, es conocer mi origen, es comprender el misterio que soy yo mismo, es entender que yo he sido creado persona humana por Dios-Comunión de Amor para participar de su misma vida y comunión, para participar de la misma felicidad que Él vive en sí mismo.
Así pues, lo que el Señor Jesús nos ha revelado del misterio de Dios echa una luz poderosa sobre nuestra propia naturaleza, sobre las necesidades profundas que experimentamos, sobre la necesidad que tenemos de vivir el amor de Cristo y la comunión con otras personas semejantes a nosotros para realizarnos plenamente. En efecto, creados a imagen y semejanza de Dios, creados por quien es Amor y para el amor, necesitamos vivir la mutua entrega y acogida que viven las Personas divinas entre sí para llegar a ser verdaderamente felices. Y el camino concreto para vivir eso no es otro que el que Jesucristo nos ha mostrado, el de la entrega a los demás, del amor que se hace don de sí mismo en el servicio a los hermanos humanos y en la reverente acogida del otro: «ámense los unos a los otros como yo los he amado» (Jn 15,12).
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