La palabra griega pentecostés traducida literalmente quiere decir: «fiesta del día cincuenta».
Antes de ser una fiesta cristiana era una importante fiesta judía de origen agrícola. Los judíos la llamaban también “fiesta de las semanas” o “fiesta de las primicias” (ver Éx 23,16; 34,22), pues en ella se presentaban al Señor las primicias de los frutos cosechados siete semanas después de haberse iniciado la siega. Para los judíos era, por tanto, una fiesta de acción de gracias a Dios por la cosecha.
Con el tiempo se convirtió en una fiesta que conmemoraba la promulgación de la Ley en el monte Sinaí. Por ello se la denominó también la fiesta del Sinaí o fiesta del Pacto. Se celebraba cincuenta días después de la pascua judía.
San Lucas (1ª. lectura) señala que fue en la fiesta judía de Pentecostés cuando el Espíritu prometido por el Señor Jesús fue enviado sobre los Apóstoles: «Cuando llegó el día de Pentecostés, estaban todos los creyentes reunidos en un mismo lugar». Desde entonces Pentecostés es, para los cristianos, la fiesta en la que se celebra el envío del Espíritu Santo sobre los Apóstoles reunidos en el Cenáculo en torno a Santa María, acontecimiento que tuvo lugar cincuenta días después de la Resurrección del Señor Jesús.
Análogamente podemos decir que el Don del Espíritu al hombre es “la primicia de la cosecha”, el fruto primero y precioso de la Pascua. Por medio del Espíritu Santo Dios finalmente realiza la promesa de una nueva creación: «os daré un corazón nuevo, infundiré en vosotros un espíritu nuevo, quitaré de vuestra carne el corazón de piedra y os daré un corazón de carne.» (Ez 36,26) Por el Don del Espíritu el creyente no sólo recibe un nuevo corazón, sino que además «el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Rom 5,5). De este modo el hombre nuevo, fruto de una nueva creación realizada por el Señor Resucitado, es capaz de amar como Cristo mismo, con sus mismos amores: al Padre en el Espíritu, a María su Madre y a todos los hermanos humanos.
Asimismo, la irrupción del Espíritu Santo en forma de viento y fuego remiten al Sinaí, al momento en que Dios se manifiesta al pueblo de Israel, le concede su Ley y sella su alianza con él (ver Ex 19,3ss). Pentecostés se presenta como un nuevo Sinaí, como la fiesta de un nuevo Pacto, una Alianza que Dios extiende a partir de ese momento a todos los hombres de todos los pueblos y naciones de la tierra. La universalidad de la reconciliación y salvación traída por el Señor Jesús, de la nueva Alianza sellada por Él con su propia Sangre en el Altar de la Cruz, queda de manifiesto por las numerosas etnias a las que pertenecen quienes escuchan el primer anuncio de los Apóstoles (ver Hech 2,9-11). El pueblo de Dios, que había encontrado en el Sinaí su primera configuración, se amplía entonces hasta superar toda frontera de raza y cultura. Este pueblo es la Iglesia, que es católica (palabra de origen griego, que significa “universal”) y evangelizadora desde su nacimiento.
Aquella “primicia de la Pascua”, el Espíritu Santo, fue entregado por el Señor a sus discípulos el mismo día de su Resurrección (Evangelio). En aquella ocasión el Señor sopló sobre ellos y les dijo: «Reciban el Espíritu Santo; a quienes ustedes les perdonen los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengan, les quedan retenidos». De este modo los hacía partícipes de su propia misión: «Como el Padre me ha enviado, así también los envío yo». El Espíritu Santo, Don del Padre y del Hijo, es fruto de la Muerte y Resurrección del Señor. Los ministros del Señor, revestidos de este modo con el poder de lo Alto y en nombre de Jesucristo, son enviados con la misión específica de hacer partícipes a todos los hombres de los frutos de su obra reconciliadora.
Esta misión la ratificó antes de ascender al Cielo, cuando les dijo a sus Apóstoles: «Vayan por todo el mundo» (Mc 16,15) y «hagan discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a guardar todo lo que yo les he mandado» (Mt 28,19-20).
Para poder llevar a cabo esta misión evangelizadora el Señor, antes de su Ascensión a los Cielos, había dado a los Once instrucciones precisas de esperar en Jerusalén el Don de lo Alto. Les dijo: «Recibirán la fuerza (dynamis) del Espíritu Santo, que vendrá sobre ustedes, y serán mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria, y hasta los confines de la tierra» (Hech 1,5.8; ver Lc 24,49). Esta dynamis o fuerza divina prometida por el Señor los trasformará en valientes y audaces apóstoles, testigos del Señor ante todos los hombres, así como en Maestros de la verdad que Él es y ha enseñado. Los Apóstoles no podrían cumplir con esta misión, que excedía absolutamente a sus solas fuerzas y capacidades, sin esta “fuerza de lo Alto”.
Siguiendo las instrucciones del Señor los Apóstoles permanecieron en el Cenáculo orando en torno a Santa María hasta el día en que «vieron aparecer unas lenguas, como de fuego, que se repartían, posándose encima de cada uno. Se llenaron todos del Espíritu Santo y empezaron a hablar en lenguas extranjeras, cada uno en la lengua que el Espíritu le sugería» (Hech 2, 2-4). El Espíritu Santo es, por tanto, el gran protagonista de la evangelización.
Finalmente, si en Babel todos quedaron confundidos y sin poder comprenderse los unos a los otros al empezar a hablar en distintas lenguas (ver Gén 11,1-9), en Pentecostés sucede todo lo contrario: aunque venían de diversos pueblos y hablaban distintos idiomas, de pronto todos eran capaces de comprender a Pedro, porque lo escuchaban hablar cada cual en su propia lengua. El Espíritu Santo ha transformado la confusión en comunión. Él es la Persona divina que reconcilia, que une en una misma comunión y en un mismo Cuerpo a quienes son tan diversos entre sí (2ª. lectura).
LUCES PARA LA VIDA CRISTIANA
«He venido a arrojar un fuego sobre la tierra y ¡cuánto desearía que ya estuviera encendido!» (Lc 12,49). Son éstas las palabras que pronunció el Señor en la perspectiva de su próxima Pasión, Muerte y Resurrección. ¿Y cuál sería ese fuego que quería arrojar sobre la tierra, sino el de su Espíritu, el Fuego del Divino Amor? Sí, ¡con ese Fuego es que se encienden y arden los corazones en el amor a Dios y a los hermanos humanos con el mismo amor de Cristo!
¿Y cómo este Don llega a encender nuestros corazones? ¿No es acaso por la predicación? En efecto, es por eso que San Francisco de Sales escribía en su prólogo al Tratado de Amor a Dios que cuando el Señor Jesús «quiso dar comienzo a la predicación de su Ley, envió sobre los discípulos reunidos, que Él había escogido para este ministerio, lenguas de fuego, mostrando de este modo que la predicación evangélica estaba enteramente destinada a poner fuego en los corazones». Ésa es la experiencia de los discípulos de Emaús, que luego de reconocer al Señor en la fracción del Pan, se dijeron uno a otro: «¿No estaba ardiendo nuestro corazón dentro de nosotros cuando nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?» (Lc 24,32).
Así, pues, es por la predicación evangélica por la que se enciende este fuego en los corazones. Y del mismo modo, los discípulos reciben estas como lenguas de fuego, para que ellos mismos con la santa predicación pudiesen seguir el insigne ejemplo del Maestro, que explicando las Escrituras y lo que ellas referían sobre su Persona, dejó ardiendo con este fuego santo los corazones de sus discípulos.
En Pentecostés los discípulos recibieron en forma de lenguas de fuego este Don e inmediatamente, inflamados por el ardor apostólico, se pusieron a predicar con ‘parresía’, con ardor y coraje, la Buena Nueva que había de encender el mundo entero. ¡A nosotros nos toca hoy implorar y acoger ese Don divino! ¡A nosotros nos toca hoy dejarnos inflamar con ese Amor que es derramado cada día en nuestros corazones por el Espíritu Santo (ver Rom 5,5), para que ardiendo de celo por el Evangelio nos dispongamos a transformar los corazones humanos con sólo tocarlos con esas como “llamas en forma de lenguas de fuego”!
¡Es hora de evangelizar con nuevo entusiasmo y ardor, con nuevos métodos y medios, con empeño y constancia, sin miedo ni temor!
En este empeño por evangelizar el mundo entero no olvidemos que no podemos dejar de lado una verdad esencial: Nadie da lo que no tiene. Si el fuego del Espíritu no arde en mi corazón primero, cada día y con ardor incontenible, ¿cómo voy a comunicar ese fuego y encender otros corazones? El primer “campo de apostolado” soy yo mismo, por tanto, ocupémonos seriamente por tener una vida espiritual intensa, una vida de intensa relación con el Espíritu, condición sin la cual no podrá arder en nuestros corazones ese fuego que impulsa al apostolado valiente y audaz. ¡No descuidemos nuestra oración diaria y perseverante! ¡No dejemos de lado la perseverante lectura y meditación de la Sagrada Escritura, especialmente de las palabras y vida del Señor Jesús! ¡No dejemos de visitar al Señor en el Santísimo e implorarle allí que nos renueve y fortalezca interiormente con la fuerza divina de su Espíritu! ¡No dejemos de encontrarnos con Él cada Domingo en la Santa Misa! ¡No dejemos de crecer en nuestro amor filial a Santa María, para que en unión de oración con Ella y dejándonos educar por su ejemplo tengamos siempre las disposiciones interiores necesarias para poder acoger al Espíritu en nosotros!
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