1.- «Tan pronto como entró Pedro, Cornelio le salió al encuentro, cayó a sus pies y lo adoró. Mas Pedro lo levantó diciendo: Levántate que yo también soy hombre» (Hch 10, 25-26) Cornelio era centurión de la cohorte itálica, una de las más prestigiosas del imperio romano. Hombre profundamente religioso que temía al Señor y que «hacía muchas limosnas al pueblo y oraba continuamente a Dios». Un pagano que sentía en lo más íntimo de su alma la necesidad de amar y dar culto al verdadero Dios… Cristo lo había predicho: Vendrán de Oriente y de Occidente, para sentarse en la mesa de los hijos de Abrahán, de los hijos de Dios. Estamos ante uno de los momentos primeros en los que esa profecía maravillosa se cumple. En contra incluso de lo que pensaban los judíos, entre los que también estaban los mismos apóstoles. En efecto, Pedro, el primero de todos ellos, se va a oponer a la admisión de los gentiles de un modo casi instintivo. Él seguía pensando que no debía de entrar tan siquiera en la casa de un pagano, convencido de que ese acto le manchaba, le dejaba impuro ante Dios… Pero el Espíritu, la gran fuerza que mueve a la Iglesia, le empuja a vencer sus escrúpulos de judío observante. Y entra en casa de Cornelio. Y descubre atónito la buena disposición de aquel soldado romano, sus sinceros deseos de encontrar el verdadero camino.
«Levántate que yo también soy hombre» -responde Pedro ante esa actitud de humilde adoración-. Es un encuentro imborrable, un primer e importante paso para la difusión universal del Evangelio del amor y de la verdad. Gracias a esto, también nosotros, los paganos de la remota Hispania, escucharíamos un día la proclamación del mensaje cristiano.
«Tomó Pedro la palabra y dijo: Constato en verdad que Dios no tiene acepción de personas, sino que se complace en toda nación que le teme y practica la justicia » (Hch 10, 34-35). Al ver Pedro la de fe aquel puñado de paganos, se siente conmovido. Descubre en los hechos la magnanimidad grandiosa de Dios, su corazón grande, inmenso, tan lleno de amor y de deseos de salvación. En él no hay acepción de personas, no hay clases sociales, no hay favoritismos, no hay injusticias. Las puertas de su casa, la Iglesia Santa, están abiertas de par en par para todos los hombres que acepten, lealmente, su mensaje de liberación.
Los judíos pensaban que sólo los descendientes de Abrahán podían participar en los bienes que Dios daba a los hombres. Sólo ellos eran hijos del Altísimo. Pero esa cortedad de miras se cambia de modo insospechado, para dar cabida en las moradas eternas de Dios a todos los hombres, gentiles o no, de la tierra.
Sólo era necesario practicar la justicia y temor a Dios. Temor que no es miedo, temor que es amor reverencial y entrañable. Temor no de siervo que tiembla ante el látigo, sino temor de hijo amante que se entristece ante la posibilidad de causar una pena a su buen Padre Dios… También es necesario practicar la justicia. Dar a cada uno lo que es suyo, no aprovecharnos de nadie, por muy débil que sea. Cumplir con honradez las obligaciones personales de cada momento y circunstancia. Ese es el temor y esa es la justicia ante la que Dios se complace, derramando a manos llenas su gracia, su paz, su amor.
2.- «Cantad al Señor un cántico nuevo…» (Sal 97, 1) Las proezas de Yahvé impulsan al salmista a cantar e invitar a los demás a que se unan a su cántico. Ha sido tan manifiesta la omnipotencia divina que el alma se llena de gozo y rompe a cantar. Hemos de hacer nuestro ese sentimiento y dejar que nuestro corazón se una al canto que ensalza y celebra la gloria del Altísimo. Un canto nuevo, un himno inédito que descubra aspectos, insospechados quizás, de la grandeza del Señor.
Podríamos afirmar que la novedad es una característica propia del amor. Quien ama nunca se repite; aunque siempre diga las mismas palabras, su afecto será siempre vibrante y renovado. Cuando el amor es verdadero jamás la rutina podrá prevalecer. Sólo cuando el amor se extingue, aparece la tibieza y el aburrimiento. Pero no olvidemos que para que el amor permanezca siempre vivo hay que vivirlo de forma continuada. Unos amigos que no se tratasen durante un cierto período de tiempo, terminarían olvidándose. En el caso de nuestras relaciones con Dios, quien no lo trata por medio de la oración acaba considerando a Dios como un extraño en su vida.
«El Señor da a conocer su victoria…» (Sal 97, 2) Una de las formas de no decaer en el amor consiste en esforzarse por conocer mejor a la persona amada. Y eso es así porque sólo se ama aquello que se conoce. Es cierto que pudiera ocurrir que un mayor conocimiento engendrara indiferencia, o incluso desprecio, cuando no odio. Pero en el caso de Dios no puede ocurrir eso de ninguna manera… En efecto, Dios es la bondad y la perfección suma. De ahí que mientras más le conozcamos, más le querremos y le adoraremos. Él nunca nos defraudará, nunca veremos frustradas nuestras ilusiones ni nuestra esperanza. Él siempre llegará más allá de lo que nosotros hayamos imaginado o soñado.
Cuando el hombre busca a Dios, acaba encontrándolo. Cuando, una vez encontrado, el hombre trata de no separarse nunca más de él, entonces es posible una amistad única y excelsa, unas relaciones paternofiliales que son más que suficientes para hacer feliz al hombre, hasta los límites máximos en que ello es posible aquí en la tierra. Cuando eso ocurre todos los días son distintos, en todos los momentos brota del alma un amor joven y gozoso, un canto nuevo y maravilloso.
3.- «Queridos hermanos: Amémonos unos a otros, ya que el amor es de Dios…» (1 Jn 4, 7) San Juan, en su primera carta, no se cansa de repetir su exhortación al amor. Hoy añade una razón más, yo diría que la razón definitiva: Dios es amor. Es una frase que repetirá un poco más adelante en esta misma perícopa. Una frase que es una descripción perfecta, simple, clara y categórica de Dios.
Y porque Dios es amor hemos de amarnos mutuamente. Sed perfectos, dijo Jesucristo, en tono de mandato, como vuestro Padre celestial es perfecto. Sed misericordiosos, dirá además a modo de aclaración, como vuestro Padre de los cielos es misericordioso. Y en otra ocasión también habló de que hemos de amarnos como él nos amó. Es decir, que hemos de imitar a Dios en el amor. Él es nuestro modelo, nuestra meta definitiva.
De ahí que la única solución a todos los problemas del hombre esté en el amor. Es la única forma de realizarnos a nosotros mismos. Sólo amando, el hombre llega a su plenitud, sólo entregándose con generosidad a los demás… Ciertamente quien no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es amor.
«En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene: en que Dios mandó al mundo a su Hijo único…» (1 Jn 4, 9) Y no son palabras, no es una mera expresión más o menos lograda. No es una fórmula más, dentro de las innumerables tentativas que el hombre va inventando a lo largo de los siglos, para llegar a encontrar la satisfacción definitiva y total de sus íntimas ansias de felicidad. Este mandato viene de Dios, esta solución sobrepasa con mucho las posibilidades de inventiva y de realización que tiene el hombre.
Es algo tal importante que Dios, no se ha contentado con hablar, Dios lo ha enseñado con su ejemplo. Él se ha hecho hombre y de una manera práctica ha recorrido el camino que ha señalado a los hombres para recorrerlo, el camino del amor.
Una vez más vamos a intentarlo, vamos a creer de forma práctica y vital en la fuerza transformadora del amor. Vamos a contribuir a que el amor se extienda cada vez más, vamos a querernos, a comprendernos, a ayudarnos… Señor, tú puedes sostenernos en este renovado intento, tú puedes darnos un corazón nuevo. Un corazón que sepa de amores, un corazón que sea como el grano de trigo de que tú hablaste. Ese grano que se inmola a sí mismo y brota en una espiga granada. Hundir nuestro corazón en el surco abierto de cada instante, hacer que la tierra toda sea una inmensa sementera de amor.
4.- «…y vuestra alegría llegue a plenitud» (Jn 15, 11) Bajo la luz de la Pascua seguimos contemplando a Jesús que abre su corazón a los apóstoles, en la intimidad del Cenáculo. Como para el evangelista San Juan, aquellas palabras han de adquirir para nosotros una dimensión nueva y profunda después de que Cristo ha resucitado. Su victoria de entonces, preludio de la victoria final y definitiva, confiere a nuestro entendimiento una perspectiva más rica y luminosa para comprender lo que el Maestro nos dijo. El triunfo de Jesús fortalece además nuestra voluntad, enciende la ilusión y el entusiasmo de ser fiel a Jesucristo hasta la muerte, para recibir luego la corona de la vida. Declaración de amor son las palabras que el Señor nos dice hoy: «Como el Padre me ha amado, así os he amado yo… Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos. Vosotros sois mis amigos…». Palabras que abrasan el alma y que fueron, y son, una realidad viva y gozosa; palabras que resuenan ahora con la misma fuerza de la vez primera que se pronunciaron, con la misma intensidad, con la misma urgencia. Pablo expresa con vigor esa incidencia del amor de Dios en el alma y exclama: La caridad de Cristo nos urge. Sí, también a ti y a mí nos urge con su impulso arrollador el amor divino.
Pero el amor es cosa de dos. Dios nos ama con toda la grandeza infinita de su corazón. Sin embargo, el hombre puede quedarse insensible al requerimiento divino, puede decir que no, o lo que es peor puede responder que sí a medias, sin que esas palabras de correspondencia pasen de sus labios, sin decir que sí con el corazón, con las obras. Jesús nos pone sobreaviso: «Permaneced en mi amor. Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor; lo mismo que yo he guardado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor». Está claro, no basta decir que se ama a Dios, hay que demostrarlo con una vida coherente y fiel al querer divino.
La Pascua es el tiempo de la alegría, es tiempo de fiesta, es alborozo del espíritu. El Señor nos conoce, sabe cuánto añoramos la dicha íntima y verdadera. Para que la alcancemos nos ha prescrito, como un mandato nuevo, el mandamiento del amor: «Os he hablado de esto para que mi alegría esté en vosotros, y vuestra alegría llegue a plenitud». Este es el resultado de una fidelidad exquisita al Señor: una felicidad honda, la alegría inefable del mismo Dios, el gozo llevado hasta el culmen de su plenitud. Alégrate, hermano mío, alégrate. Surge de nuevo de tu vida muerta, di que sí al Señor que te habla de amor y recobra la dicha y la paz suprema.
Antonio García Moreno
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