Reflexión del Evangelio
El evangelio de este domingo nos narra la aparición de Jesús resucitado después de lo acontecido a los discípulos de Emaús.
Pero, cuando leemos meditativamente el texto, va creciendo en nosotros un interrogante: ¿se está hablando de un hecho pasado o de algo que está sucediendo ahora mismo, en nuestras personas y circunstancias, 21 siglos después?
Lo cierto es que nos surgen a los cristianos de hoy los mismos interrogantes y dudas que entonces: ¿Todo eso de Jesús resucitado no será una imaginación piadosa, y, por tanto, Cristo un fantasma de novela ficción? ¿La cruz no fue sino un tremendo fracaso debido a casualidades trágicas e imponderables, que acabaron con el Galileo y el futuro de su mensaje? ¿Qué tuvo que ver Dios Padre en todo ello, y si lo tuvo, no fue un desentenderse culpable de la muerte de su Hijo y de la suerte de la humanidad? ¿Qué futuro nos queda?
Preguntas tremendamente actuales en medio de nuestro proceso cultural de secularización, de las inseguridades y los miedos que nos afectan como comunidad de creyentes; el reto de tener que revisar y afrontar la imagen que tenemos de Dios y de su modo de obrar, que no coinciden con nuestras expectativas, procesos y ritmos; la responsabilidad de tener que seguir anunciando al Resucitado y seguir viviendo del Resucitado y como Él.
El evangelio de Lucas nos responde. La comunidad primitiva era como nosotros. No un grupo de personas especialmente crédulas y supersticiosas que ansiaban, en el fondo, autoengañarse tras el shock de la crucifixión, inventándose la resurrección de su Maestro. Cuando Jesús se les presenta, la rección es de asombro, miedo, e, incluso, la alegría posterior al reconocimiento los desborda y deja atónitos.
Jesús está ahora vivo, es el mismo, pero no ya lo mismo. Tiene otro nivel de vida, de vivir su corporalidad y sus relaciones, lo que el evangelio de Juan llama su “glorificación”. Pero es Él con su historia concreta de donación y entrega, marcada indeleblemente en las llagas de sus manos y pies. Y no solo está vivo, y por eso la resurrección no es un simple revivir, ni una reencarnación, sino que es el Viviente, el Hijo del Dios viviente, partícipe de su misma gloria. También es el Vivificador, porque tiene toda capacidad para salvar, transmitir la vida divina a las personas, unir a Él como la vid a los sarmientos dando el Espíritu Santo sin medida.
¿Por qué pide de comer, si ya no necesita del alimento? Porque el comer, además de ser un signo de su realidad corporal, no fantasmal, es un testimonio y espacio de comunión. Al comer con sus discípulos, Jesús restaura la “común-unión” que se vivió por su parte en la última Cena y que fue traicionada por los suyos en su entrega y abandono en manos de sus enemigos.
Las comidas con el Resucitado, que nosotros prolongamos en nuestras eucaristías, nos indican que, como Él pidió al Padre, somos uno y compartimos su vida, su entrega, sus esperanzas, su resurrección en los caminos de la historia, como un pueblo en salida, en marcha hacia la plenitud final.
“Entonces les abrió el entendimiento para comprender las Escrituras. Y añadió: Así estaba escrito: el Mesías padecerá, resucitará entre los muertos al tercer día y en su nombre se predicará la conversión y el perdón de los pecados a todos los pueblos, comenzando por Jerusalén”. El destino trágico de Jesús no fue una casualidad, ni el designio de un Dios cruel, cuyo honor ofendido exigía la sangre de la víctima. Era la muestra de cómo Dios, Padre, Hijo y Espíritu, se habían tomado, en serio y a fondo, la salvación y plenitud de todo el ser humano, de todos los seres humanos y de todo lo humano, creación incluida. Como dirá el evangelio de Juan: “Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en Él, sino que tengan vida eterna” (Jn 3, 16)
Tal vez, lo que nos falta a los cristianos y cristianas de hoy, a nuestras comunidades, es la capacidad de sorpresa, asombro y alegría por atrevernos a afrontar (porque se trata del reto de la fe) la realidad del Resucitado y la nueva vida que surge en nosotros de la comunión con Él en amistad y seguimiento. Como dijo un místico cristiano ortodoxo: “El único pecado es no reconocer la presencia del Resucitado aquí y ahora y sus consecuencias”.
¿Cómo entiendo yo la resurrección de Cristo? ¿Qué consecuencias tiene su resurrección para mí? ¿Qué consecuencias tiene su resurrección para la Iglesia y para el mundo?
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