Seis días antes de aquella Pascua judía el Señor Jesús pasó por Betania. Allí vivían sus amigos Marta, María y Lázaro. Muchos judíos al tener noticia de que estaba allí fueron para verlo. También iban a ver a Lázaro, a quien el Señor poco antes había revivificado de un modo impactante. Los sumos sacerdotes para entonces habían decidido dar muerte al Señor Jesús (Jn 11,53) así como también a Lázaro, «porque a causa de él muchos judíos se les iban y creían en Jesús» (Jn 12,10-11).
Luego de su estancia en Betania el Señor Jesús se encamina a Jerusalén. Estando ya cerca se monta en un pollino que había mandado traer a dos de sus discípulos (ver Mc 11,1ss). La muchedumbre por su parte organizó su entrada triunfal en la ciudad santa: «tomaron ramas de palmera y salieron a su encuentro gritando: “¡Hosanna! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor, y el Rey de Israel!”» (Jn 12,13).
En la ciudad de Jerusalén «había algunos griegos de los que subían a adorar en la fiesta» (Jn 12,20). El término helenés, “griegos”, tiene un sentido amplio: se refiere no necesariamente a griegos de nacionalidad sino a cualquier persona no judía, influenciada por los usos y costumbres helénicas. Estos “griegos” practicaban el judaísmo, no especifica el evangelista si en calidad de prosélitos o tan sólo como simpatizantes de la religión judía. Acaso impresionados por su entrada triunfal en Jerusalén, o por las cosas que se decían de Él, aquellos hombres se acercan a Felipe, uno de los apóstoles del Señor, para expresarle un deseo profundo: «queremos ver a Jesús».
¿Los mueve solamente la curiosidad? ¿O hay que pensar más bien que son hombres en búsqueda de la verdad, en búsqueda de la salvación ofrecida por el Dios de Israel? En realidad, sólo así tiene sentido la respuesta que el Señor da a Felipe y Andrés que se acercan al Maestro para transmitirle el pedido de aquellos representantes de los pueblos gentiles que lo buscan, que quieren verlo, que quieren “creer” en Él: «Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo de hombre» (Jn 12,23ss).“La hora” de Jesús es el momento en que Él tiene que ser elevado para atraer a todos hacia sí (ver Jn 12,32). Al ser crucificado el Señor podrá ser “visto” por todos aquellos que lo “buscan”. He allí la respuesta al pedido de aquellos gentiles: ha llegado el momento de mostrarse a todos, judíos y gentiles, el momento de ofrecer el “signo” por excelencia por el cual todos podrán creer que Él es verdaderamente el Hijo de Dios, el Salvador y Reconciliador del mundo.
Es “la hora” de su muerte reconciliadora, tantas veces anunciada por el Señor (ver Jn 2,4; 7,30; 8,20; 13,1; 17,1). En efecto, por su muerte en Cruz, por su plena obediencia al Padre y a sus amorosos designios (ver Jn 19,30), el Hijo del Padre triunfa sobre el pecado y sus terribles consecuencias, abriendo de ese modo las fuentes de la redención y de la reconciliación para la humanidad entera (ver 2ª lectura).
Aquella “hora” es al mismo tiempo la hora de su “pascua”, de su “paso” o “tránsito” por la muerte hacia su victoria gloriosa: por su Resurrección será nuevamente “glorificado” por el Padre. En el Señor Jesús la muerte llevará al triunfo definitivo de la Vida, triunfo del que hace partícipes a todos aquellos que creen en Él.
Para hablar de su muerte fecunda el Señor se compara a sí mismo con un grano de trigo: es necesario que para dar fruto Él se entregue a sí mismo, que “caiga en tierra” y que “reviente” como el grano. Sólo así podrá dar paso a una nueva vida, podrá producir “fruto abundante”, fruto de redención para la humanidad entera, fruto de vida eterna para todos los que crean en Él.
Quienes quieran beneficiarse de este fruto de redención y vida eterna han de “seguirlo”, es decir, han de participar ellos mismos de este dinamismo cruciforme que implica necesariamente un “morir para vivir”: «El que se ama a sí mismo se pierde, y el que se desprecia a sí mismo en este mundo se guardará para la vida eterna».
Por su Hijo, por su Sangre derramada para el perdón de los pecados, Dios ha realizado ya la nueva y eterna Alianza prometida a su pueblo a través de los profetas, de manera particular por Jeremías (1ª. lectura).
Si te pregunto: “¿Quieres ser feliz?” Me dirás: “¡claro que sí! ¡Es lo que más quiero!”
Yo si te vuelvo a preguntar: “¿Con qué fuerza anhelas esa felicidad? ¿Cuánto estás dispuesto a dar para ser feliz? ¿Qué precio estás dispuesto a pagar? ¿Estarías dispuesto a sacrificar todo lo que sea necesario con tal de alcanzar esa felicidad?”. ¿Cuál sería entonces tu respuesta?
Quizá serías un poco más cauto en tu respuesta y te preguntarías primero qué significa aquello de “Todo lo que sea necesario”. ¿Cuánto es “todo”? Cuando ese todo implica renuncias, sacrificios, dolor, sufrimiento, muerte, uno experimenta automáticamente una fuerte resistencia interior. ¿No es una locura ponerle la cruz delante a quien busca la felicidad? ¿No es un contrasentido decirle: he allí el camino que conduce a tu plena realización? Sin embargo, allí están las tremendas y exigentes palabras del Señor: «si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto. El que se ama a sí mismo se pierde, y el que se desprecia a sí mismo en este mundo se guardará para la vida eterna». Morir para vivir. El que gana, pierde, y el que pierde según los criterios del mundo, en realidad gana la vida eterna.
Esta exigencia choca en nosotros con una especie de “ley de la mezquindad”, de la mínima exigencia en todo lo que se refiere a la vida cristiana, al seguimiento del Señor Jesús. Nos cuesta dar más, “darlo todo”, tenemos miedo de “morir a nosotros mismos”, es decir, a todo lo que en realidad nos lleva a la muerte para de allí emprender el camino que conduce a la Vida mediante la conformación con Cristo, aspirando así al horizonte de una vida plena, auténtica, intensa, santa. Bajo el imperio de esta “ley” reducimos las exigencias de la vida cristiana al mínimo, lo suficiente como para mantener la conciencia “tranquila”, adormecida. Nos creemos lo suficientemente buenos como para no ver por qué tengo que ser mejor.
La ley de la mezquindad nos lleva a querer alcanzar el Infinito sin tener que renunciar a lo que es tan fugaz, a querer revestirnos de Gloria sin tener que presentar la dura batalla y sin tener que subir a la Cruz. Cuando en nosotros domina esta ley somos como barcos que quieren alcanzar el ansiado puerto de la felicidad pero sin tener que soltar las amarras de sus inmediatas y palpables seguridades. O también como águilas que anhelan volar muy alto, que sueñan con conquistar el infinito cielo azul pero sin tener que romper las cadenas o cortar los finos hilos de seda que le impiden alzar el vuelo. Finalmente, por la ley de la mezquindad somos como granos de trigo que querrían dar muchísimo fruto pero sin antes tener que hundirse en la tierra y reventar para dar paso a una nueva vida.
Tras las huellas de nuestro Señor, en la “sequela Christi”, entendemos que el generoso sacrificio y el don de sí mismo son ineludibles para todo aquel o aquella que quiera guardar su vida y estar con Cristo por toda la eternidad: no hay cristianismo sin cruz. Pero ojo: no es que la visión que el Señor nos presenta sea una visión negativa. El cristianismo no es una religión negadora del ser humano, de todo lo que hay en él de grandioso, de auténtico, de verdaderamente humano, ¡todo lo contrario! Se trata de la lógica del “gana-pierde”: sólo quien muere a todo lo que es muerte, conquista la vida verdadera. El creyente que muere a todo lo que en sí lo lleva a la destruirse a sí mismo, a sus vicios y pecados, al hombre viejo y a sus obras de muerte, renace y florece a una vida nueva, verdadera y plenamente humana. En cambio, quien en ese aferrarse tercamente a sus vanas seguridades se resiste o se niega a morir a sí mismo, queda solo, se vuelve estéril, no dará finalmente fruto ni para sí mismo ni para los demás.
Dios, que ha impreso ese deseo de felicidad en nuestros corazones para que lo busquemos (ver Catecismo de la Iglesia Católica, 27), quiere tanto la felicidad para nosotros que Él mismo se ha hecho hombre para enseñarnos el camino. El Señor Jesús, a quienes andan en búsqueda y no se han dejado vencer aún por el desengaño y escepticismo, nos ofrece la felicidad verdadera, auténtica. Él conoce al ser humano, conoce nuestros anhelos más profundos y, lo más importante, sabe qué tenemos que hacer para saciarlos (ver Jn 4,10.14; Jn 15,9-11).
Y ahora se presenta ante cada uno de nosotros esta ineludible pregunta: ¿de verdad le creo al Señor Jesús? ¿De verdad creo que Tú, Señor, tienes para mí esa felicidad que tanto ando buscando? ¿Te creo tanto que estoy dispuesto a darlo todo para recorrer ese sendero exigente que Tú mismo seguiste, el sendero de la Cruz que lleva a la gloria, el sendero del grano de trigo que cae en tierra y muere para dar fruto abundante?
Creerle al Señor es esencial. Debemos tener absoluta certeza de que las cosas son como Él dice, de modo que toda nuestra vida, nuestras cotidianas decisiones y acciones se orienten en la dirección que Él nos señala. El creyente que en concurso con la gracia divina y en obediencia amorosa al Plan de Dios se dona continuamente a sí mismo en el servicio evangelizador y solidario a los demás, entregando generosamente su tiempo, sus energías, sus dones e incluso su vida misma, tiene la certeza y garantía de que no quedará solo jamás y de que su entrega florecerá en una cosecha abundante, tanto para esta vida como para la vida eterna.
¡Confiemos en el Señor! ¡Hagamos lo que Él nos dice! (ver Jn 2,5) ¡Vivamos una vida cristiana radical, intensa y comprometida! Y si el Señor acaso te pide alguna renuncia o sacrificio para liberarte de esas ataduras que te impiden avanzar en el camino hacia la plenitud, ¡abrázate a la cruz con fuerza, con decisión y coraje! ¡Reza intensamente! ¡Sé paciente! Aunque te cueste, aunque te duela, ofrece ese sacrificio al Señor confiado de que el fruto que de ello verás brotar en el futuro será abundante y el gozo infinito.
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