Se acerca la Pascua
Dos semanas escasas para el Triduo Pascual. Las lecturas de hoy nos recuerdan la inminencia de esa celebración central: la muerte y la resurrección de Cristo Jesús.
La carta a los Hebreos nos habla de sus «gritos y lágrimas» ante la certeza de su muerte. El evangelio nos recuerda otro momento de «crisis» de Jesús ante la «hora» dramática que ve acercarse, aunque triunfa su voluntad de obediencia al plan salvador de Dios, con la hermosa imagen del grano de trigo que, para dar fruto, tiene que enterrarse y morir.
Los discípulos de Jesús queremos unirnos a él en ese camino suyo hacia la «hora» de su «glorificación», que incluye la cruz y la nueva vida. En la oración colecta de hoy pedimos a Dios «que vivamos siempre de aquel mismo amor que movió a tu Hijo a entregarse a la muerte por la salvación del mundo».
Jeremías 31, 31-34. Haré una alianza nueva y no recordaré sus pecados
Leemos hoy la famosa página del profeta Jeremías, la primera vez que en el AT se anuncia que va a haber una «nueva Alianza», después del fracaso de la primera por parte del pueblo infiel.
Una Alianza que será profunda e interior: «meteré mi ley en su pecho, la escribiré en sus corazones», y realizará en verdad lo que había querido ya la primera: «yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo». Por parte de Dios, la misericordia: «cuando perdone sus crímenes y no recuerde sus pecados». Por parte del pueblo, el deseo de que sea fiel a Dios: «todos me conocerán».
El salmista, que esta vez es el autor del «Miserere», hace suyos los sentimientos de esta perspectiva positiva de Jeremías: «oh Dios, crea en mí un corazón puro», «renuévame por dentro», «devuélveme la alegría de tu salvación».
Hebreos 5, 7-9. Aprendió a obedecer y se ha convertido en autor de salvación eterna
Es breve pero impresionante este pasaje en que el autor de la carta a los Hebreos nos presenta un Mediador, un Sacerdote que sabe lo que es el dolor y el sufrimiento.
Si los evangelistas que narran la «crisis» de Jesús en Getsemaní ante la inminencia de su muerte hablan de miedo, pavor, tristeza y tedio, esta carta añade un dato dramático: «a gritos y con lágrimas presentó oraciones y súplicas al que podía salvarlo de la muerte». Y por su obediencia, «se convirtió en autor de salvación eterna».
Juan 12, 20-33. Si el grano de trigo cae en tierra y muere, da mucho fruto
En tres domingos sucesivos se nos presentan —en este ciclo B— otros tantos símbolos, a cual más expresivos, que nos permiten entender mejor el misterio de la Pascua del Señor: el templo que él reedificará en tres días, la serpiente levantada que cura a quien le mira con fe, y hoy el grano de trigo. En el evangelio de hoy hay también una alusión a la imagen de la serpiente: «cuando yo sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí».
Así Jesús nos va dando las claves para entender su muerte y resurrección. Hoy, con la metáfora tomada de la vida del campo: «si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo, pero si muere, da mucho fruto».
2
La seriedad del dolor de Jesús
Como preparación próxima a la Semana Santa, las lecturas de hoy nos presentan a Jesús que camina con admirable fortaleza a vivir su «hora» decisiva, en la que por solidaridad con los hombres se dispone a cumplir el proyecto salvador de Dios.
Ya los evangelistas nos hablan de sus momentos de tristeza y miedo en el Huerto. También el evangelio de hoy se puede decir que refleja otro momento, anterior al de Getsemaní, en que Jesús confiesa con emoción: «mi alma está agitada», y nos dice que lo primero que se le ocurre pedir es: «Padre, líbrame de esta hora». Aunque en seguida triunfa su obediencia: «pero si por eso he venido, para esta hora: Padre, glorifica tu nombre». Ya sabemos qué significa para Jesús esa «hora» y esa «glorificación».
La carta a los Hebreos nos asegura también que Jesús no caminó hacia la muerte como un héroe o un superhombre, con la mirada iluminada e impasible, sino que «a gritos y con lágrimas presentó oraciones y súplicas al que podía salvarlo de la muerte». Y añade la sorprendente observación de que «en su angustia fue escuchado», y que «a pesar de ser Hijo, aprendió, sufriendo, a obedecer». Por eso fue constituido salvador de la humanidad. Fue escuchado, no porque Dios le liberó de la muerte «antes» de sufrirla, sino «después», con la resurrección.
Es evidente la seriedad con que Jesús asumió su papel de redentor. Tenemos un Sumo Sacerdote que no se ha enterado de nuestros problemas leyendo libros, sino que ha experimentado en su propia carne toda la debilidad y el dolor del camino pascual. Eso nos da la convicción de que el dolor o el sufrimiento o la muerte no son la última palabra. El amor total, hasta la muerte, de Cristo, fue enormemente fecundo, como la muerte del grano de trigo en tierra.
¿Es así de firme nuestra fidelidad?
Si nos espejamos en ese Cristo Jesús a quien vamos a seguir muy de cerca estos días próximos, no nos extrañará que también nuestro camino incluya a veces momentos de dolor y de miedo.
No sé si nos toca alguna vez elevar súplicas con gritos y con lágrimas a Dios, para que nos ayude en nuestros momentos de crisis. Lo que sí es seguro de que tenemos experiencia de que ser buenos cristianos, y seguir las huellas de Cristo con el estilo de vida que nos enseñó, no es nada fácil.
A todos nos apetece más la salud, el triunfo, el éxito y los honores que la renuncia o el sacrificio o el fracaso. Cristo nos ha enseñado que el mundo se salva no con alardes de poder, sino por medio de la cruz, que en este mundo nuestro no tiene ciertamente de buena prensa ni popularidad. A pesar del aviso de Jesús, «el que se ama a sí mismo, se pierde», ¿a quién le viene espontáneo amar a los demás y perdonar setenta veces siete y poner la otra mejilla?
Puede sucedemos también a nosotros que tenemos el deseo de «ver a Jesús», como aquellos paganos que, por medio de Felipe, rogaban: «quisiéramos ver a Jesús». Tal vez les movía el deseo de conocer al Jesús de los milagros y de las palabras consoladoras y las manos que bendicen y curan. Y se encontraron con que Jesús, al saber de su petición, se define a sí mismo como el grano de trigo que cae en tierra y muere, para poder dar fruto. Nos gustaría también a nosotros «ver» a ese Jesús que guía, que consuela, que bendice. Pero, además de eso, nos encontramos con el Jesús que nos dice que «el que quiera servirme, que me siga, y donde esté yo, allí también estará mi servidor». O, como dijo en otra ocasión, «quien quiera seguirme, tome su cruz cada día y sígame».
El mundo de hoy nos ofrece otros caminos, que son más apetecibles, pero que no conducen a la salvación. Nuestra vocación cristiana nos ofrece muchos momentos de lucha contra el mal, el mal dentro de nosotros y el mal del mundo.
Una Alianza grabada en el corazón y coherente con la vida
La nueva Alianza que anunciaba el profeta, la que ha realizado de una vez por todas Cristo Jesús, es también para nosotros una Alianza interior, profunda, basada más en las actitudes y opciones íntimas que en las prácticas exteriores y los ritos, que tienen valor si responden a la actitud interior. También para los cristianos debería cumplirse el anuncio de Jeremías: «meteré mi ley en su pecho, la escribiré en sus corazones».
La Alianza anterior fracasó: «ellos, aunque yo era su Señor, quebrantaron mi alianza». A lo mejor no fallaron en la ofrenda de sacrificios y holocaustos y oraciones. Pero sí en su estilo de vida: prefirieron la moral más fácil de los dioses paganos vecinos, mucho más permisiva que la exigente normativa de la Alianza del Sinaí. Pero Dios no cejó en su plan de salvación, y por medio del profeta anunció una Alianza mejor, a la que invitaba a ser fieles, la que iba a consagrar Jesús, no por medio de sangre de animales, sino con la suya propia.
Esta Nueva Alianza, en la que participamos en cada Eucaristía, nos compromete a un estilo de vida coherente: no vaya a ser que también de nosotros se pueda quejar Dios de que la quebrantamos con nuestras obras. También nosotros podemos caer en la rutina o el formalismo, y por eso se nos recuerda hoy que el evangelio de Jesús debe estar impreso en nuestro corazón y personalizado y seguido con autenticidad.
El mejor fruto de la Pascua es que Dios conceda eso que pedíamos en el salmo: «Oh Dios, crea en mí un corazón nuevo».
En cada Eucaristía, cuando celebramos el memorial de la muerte salvadora de Cristo, participamos de la fuerza salvadora de la Nueva Alianza que él selló entre Dios y la humanidad en su cruz: «esta es la Sangre de la Alianza nueva y eterna, derramada por vosotros y por todos».
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