La primera lectura presenta la destrucción del templo en Jerusalén y la deportación del pueblo judío a Babilonia, en el siglo VI antes de Cristo, como consecuencia de la infidelidad del pueblo a Dios y a la Alianza sellada con Él. A pesar de las continuas advertencias de los profetas, Israel no quiso convertirse de su mala conducta y volverse al Señor nuevamente.
Pero no debe entenderse que se trate de un “castigo de Dios”, Dios no quiso el mal para su criatura humana. Dios «creó al hombre para la incorruptibilidad, le hizo imagen de su misma naturaleza; mas por envidia del diablo entró la muerte en el mundo, y la experimentan los que le pertenecen» (Sab 2, 23-24).
Creado por Dios para la vida plena, es el propio ser humano quien al pecar introduce en el mundo la ruptura, el mal, la muerte, el sufrimiento, el temor. La desobediencia a Dios, en vez de elevar al hombre a “ser como Dios”, lo hunde en la miseria y lo despoja de su dignidad de hijo de Dios. El deseo de alcanzar una “vida autónoma gloriosa” en contra de Dios termina siendo un “acto suicida”, un acto de auto destrucción: «el que peca, a sí mismo se hace daño» (Eclo 19, 4). Por eso, en realidad no es Dios quien castiga al pecador con la muerte, sino el pecador y rebelde que al separarse de Dios y rechazar sus orientaciones trae sobre sí mismo la muerte, el daño, la destrucción y la desolación.
A pesar del rechazo de su criatura humana Dios permanece fiel a su amor. Él ama siempre, ama como sólo Él puede amar: Él «es Amor» (Jn 4, 8). Por ese amor siempre fiel quiso rescatar y reconciliar nuevamente consigo a quien de Él se había apartado, a quien por su desobediencia se había hundido en el polvo de la muerte. A tanto llega su amor que el Padre envía a su propio Hijo al mundo, para que todo aquel que crea en Él tenga acceso nuevamente a la vida eterna, por la comunión con Dios.
En un diálogo con Nicodemo (Evangelio), el Señor Jesús anuncia que esta reconciliación con Dios la ha de realizar Él por su crucifixión y glorificación.
Nicodemo era un fariseo, magistrado judío, sinceramente interesado en este Maestro, abierto a su mensaje y a sus milagros, pero temeroso de manifestarse así ante los demás fariseos: «Fue éste donde Jesús de noche y le dijo: “Rabbí, sabemos que has venido de Dios como maestro, porque nadie puede realizar las señales que tú realizas si Dios no está con Él”» (Jn 3, 2).
Para anunciar su crucifixión establece una analogía con un antiguo episodio: «como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así tiene que ser levantado el Hijo del hombre». Las serpientes venenosas mordieron a los hijos del pueblo elegido en su marcha por el desierto como consecuencia de su rebeldía: «El pueblo se impacientó por el camino. Y habló el pueblo contra Dios y contra Moisés» (Núm 21, 4-5). Por intercesión de Moisés y ante el arrepentimiento de los israelitas, Dios ofreció a los mordidos por las serpientes un extraño remedio: «dijo Dios a Moisés: “Hazte una serpiente venenosa [de bronce] y ponla sobre un mástil. Todo el que haya sido mordido y la mire, vivirá”» (Núm 21, 8).
Importante es la precisión que hace el inspirado autor del libro de la Sabiduría: «El que a ella se volvía, se salvaba, no por lo que contemplaba, sino por ti, Salvador de todos» (Sab 16, 7). De allí que el mismo autor llame a aquella serpiente de bronce «señal de salvación» (Sab 16, 6).
En aquel diálogo nocturno el Señor Jesús anuncia a Nicodemo que en Él se va a realizar plenamente lo que Dios había querido prefigurar mediante aquel episodio. El mismo Hijo es quien, cual nuevo Moisés, intercederá ante su Padre por toda la humanidad caída, y al mismo tiempo será Él quien como aquella serpiente de bronce será “elevado” «para que todo el que cree en Él tenga vida eterna». En la Cruz reconciliadora de Jesucristo la salvación que anunciaba aquél signo se hace realidad plena: el Señor Jesús, elevado en la Cruz, es la plena y universal «señal de salvación» para todos los hombres de todos los tiempos. Por Él Dios ofrece la salvación a la humanidad entera, salvación de la muerte que es fruto de la “mordedura” de la antigua serpiente (ver Gén 3,1ss), fruto de la seducción diabólica y de la rebeldía del hombre frente a Dios.
En el pasaje del Evangelio el Señor Jesús se presenta a sí mismo como fuente de vida eterna. La calificación “eterna” indica que la vida que Dios promete al hombre va más allá de la vida temporal, una vida que luego de la muerte física se abre a la eternidad de Dios.
Para acoger el don de la vida eterna es necesaria la mirada de la fe: la alcanzará quien cree en Él. Quedará curado de la mordedura venenosa de la antigua serpiente quien mira a Cristo elevado en la Cruz. No basta, sin embargo, tan sólo posar los ojos sobre Él. Para San Juan “ver” y “creer” son sinónimos. Al Señor Jesús hay que “verle” como Hijo de Dios, como Salvador, como Dios mismo que salva y reconcilia mediante la Cruz: «Cuando hayáis levantado al Hijo del hombre, entonces sabréis que Yo Soy» (Jn 8,28). A la “visión” de la serpiente de bronce corresponde ahora otro modo de visión, la mirada profunda de la fe que permite ver más allá de la apariencia y reconocer en el Señor alzado en la Cruz al Mesías e Hijo de Dios.
Esta fe no exime de las obras, sino que implica actuar en consecuencia y coherencia con la fe que se profesa con los labios. La fe auténtica es una fe integral, es fe en la mente y fe en el corazón que se vuelca en la acción.
«Como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así tiene que ser levantado el Hijo del hombre», le dice el Señor Jesús a Nicodemo. El episodio al que hace referencia es aquel en que los israelitas en su marcha por el desierto fueron mordidos por serpientes venenosas a causa de su rebeldía frente a Dios (ver Núm 21, 4-9). El pueblo vio en ello un castigo divino. Una visión antropomorfizadora hace que muchas veces veamos como “castigo divino” lo que en realidad no es sino consecuencia del mismo pecado del ser humano. En cambio, Dios no quiere el castigo ni la muerte del malvado, sino que cambie de conducta y viva (ver Ez 18, 23), Él «quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento pleno de la verdad» (1Tim 2, 3-4).
En aquella ocasión Moisés intercedió a favor de su pueblo y suplicó a Dios que liberase a los israelitas del fruto de su rebeldía. Dios respondió: «Hazte una serpiente [de bronce] y ponla sobre un mástil. Todo el que haya sido mordido y la mire, vivirá».
El Señor Jesús da a entender que aquello no era sino una figura de lo que en Él se habría de realizar plenamente. Como aquella serpiente de bronce, también Él sería elevado en un madero. Quien lo mira es liberado del efecto mortífero del veneno del pecado: no morirá para siempre, sino que tendrá una nueva vida y tendrá la vida eterna.
Pero, ¿de qué mirada se trata? No ciertamente de una mirada superficial y retenida por la incredulidad o las dudas, sino de la mirada profunda y penetrante de la fe, aquella mirada que nos permite reconocer en el Crucificado al Reconciliador y Salvador del mundo, al Hijo de Dios mismo.
Sólo esa mirada de fe nos abre al mismo tiempo a la comprensión del amor inaudito que Dios nos tiene: «tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 3, 15). ¿Es posible comprender o intuir el amor que Dios nos tiene y su magnitud? ¡Cuánto debe amarnos Dios, para habernos llamado a la vida, para invitarnos a participar de su misma comunión de amor divina! ¡Cuánto debe amarnos Dios que a pesar de nuestras rebeldías, rechazos e infidelidades, no nos trata como merecen nuestras culpas (ver Sal 103[102], 10) sino que en cambio nos ha entregado a su propio Hijo para nuestra reconciliación y salvación! En verdad, «por el grande amor con que nos amó, estando muertos a causa de nuestros delitos, nos vivificó juntamente con Cristo y con Él nos resucitó» (Ef 2, 4-6).
Dios nos invita hoy a mirar con fe a Aquel que por nosotros ha sido clavado y elevado en el Altar de la Reconciliación. Al mirar al Señor crucificado con la mirada penetrante de la fe, encontramos en Él el perdón de los pecados, la reconciliación, la curación de nuestras heridas más profundas, la liberación del odio, el aliento para ponernos de pie si caemos, la fuerza interior para seguir avanzando en medio de las dificultades cotidianas así como para perseverar firmes en medio de las pruebas más duras. Al mirarlo con fe se nutre nuestra esperanza de participar con Él algún día en su misma victoria, de alcanzar la vida eterna por la participación en su misma resurrección. Al mirarlo con fe nos experimentamos inundados de su amor, despertando en nosotros el deseo y propósito de amar como Él a Dios, a Santa María su Madre y a todos los seres humanos.
Dirijamos esa mirada de fe cada día al Señor elevado y glorificado en la Cruz, glorificado y elevado a la derecha del Padre por su gloriosa resurrección, y que nuestra mirada jamás se aparte de Él. Y que esa mirada nos lleve a la obediencia de la fe, a siempre y en todo a hacer lo que Él nos diga (ver Jn 2, 5).
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