¡Impuro, impuro!
Ya conocemos cómo las normas religiosas judías, similares a las de las demás culturas de la época, regulaban la presencia social de aquellos que tenían supuestas enfermedades contagiosas. De un modo particular se trataban todas las dolencias que tenían que ver con la piel, y que eran especialmente visibles. El judaísmo justifica desde su concepción religiosa que, también estas dolencias que aparecen de forma inesperada, responden al pecado personal del enfermo o de sus antepasados. Y el pecado, que contagia siempre impureza, se soluciona con el aislamiento. Nadie como los leprosos experimenta el dolor de la soledad y el desarraigo. Sus necesidades básicas pueden ser cubiertas, pero el estigma social de señalamiento y marginación rompe su vida por completo. Es una soledad impuesta por un juicio externo y superficial. Los sacerdotes señalan la separación y solo ellos pueden reintegrar en el supuesto caso de curación. La primera lectura resume los dos capítulos (13 y 14) que el Levítico dedica a esta enfermedad.
Ser leproso no es únicamente una declaración exterior, sino que se termina convirtiendo en una definición de identidad. El enfermo camina repitiendo a gritos lo que marca su existencia: “impuro, impuro” (Lev 13,45). Y esa realidad no solo le separa de Dios, al que rechazó con el pecado que ahora le enferma, o de los demás: también le aísla de sí mismo. ¿Qué sentirá? ¿Cómo se hablará? Afortunadamente la lepra en nuestro mundo está prácticamente curada, pero los aislados y separados, los señalados o estigmatizados siguen siendo muchos. Por diferentes causas: políticas o ideológicas, culturales, de violencia física o psicológica, quizá por motivos religiosos. Puede que también nosotros nos sintamos en ocasiones completamente solos y sintonicemos con aquellos condenados a vivir en cuevas apartadas. El cartel de “impuro” que nos cuelgan o nos auto-imponemos nos pesa demasiado… Escuchemos las voces de fuera, acojamos los gritos de dentro. Acoger es el primer paso para iniciar el camino de la sanación.
Ante todo, la caridad, como imitadores de Cristo
Pablo se hace eco en la segunda lectura de una problemática surgida en la comunidad de Corinto. ¿Pueden los nuevos cristianos comprar y consumir la carne que en los templos paganos se ha sacrificado a los falsos dioses, y que ahora se vende para todos los públicos?
El Apóstol no mira lo práctico o lo individual: no habría problema porque para los creyentes no significa nada. Pero se fija, desde la caridad, en el escándalo que eso podría provocar entre los más pequeños o en quienes deseen crear polémica.
El bien común está por encima del bien personal. Pablo, con esta decisión, invita a los cristianos de Corinto a subordinar las propias opciones o decisiones en beneficio de la comunidad. Se trata de salir del propio aislamiento individualista para construir juntos una comunidad más fuerte y creíble.
Y la frase con la que acaba el texto, “sed imitadores míos como yo lo soy de Cristo” (11,1), es reflejo del espíritu misionero y comunitario que ha orientado su entrega. A nosotros siempre se nos llama a imitar al Maestro, el modelo que nos saca de nuestra “autorreferencialidad” y nos empuja a construir Iglesia en camino y misión, en dinámica de crecimiento e integración.
El Reino empieza por la compasión de Jesús
El texto de la curación del leproso es particularmente dinámico y ágil. Los verbos se amontonan en los primeros versículos y nos permiten convertirnos en espectadores que se dejan impresionar por un encuentro que, de entrada, es ilegal. Ni Jesús ni el enfermo respetan la separación: el uno porque reconoce en Jesús a quien le puede devolver lo perdido; el otro porque “extiende la mano y toca” (1,41). Con Jesús no hay normas sino personas, no hay enfermos sino hermanos, no hay caminos de pecado sino oportunidades de reintegración.
Porque el leproso no pide ser curado expresamente, sino “limpiado”, reincorporado a la vida comunitaria, que alguien lo mire en profundidad y declare que es digno más allá de su dolencia. Y Jesús certifica esa dignidad con gestos profundamente humanos: acercarse, escuchar, tocar… Justo aquello que la ley, que hablaba en nombre de Dios, prohibía terminantemente. Por encima de las normas religiosas que oscurecen la grandeza de las criaturas, está la humanidad que devuelve a cada persona la belleza escondida.
Jesús no pronuncia frases mágicas. Solo un verbo, “quiero”, que se une al “querer” expresado por el enfermo. Sus voluntades y deseos confluyen, van en la misma línea del “querer” de Dios que en el origen creó a su imagen y semejanza, y regaló belleza y dignidad a la obra de sus manos.
Tras la curación, los caminos de Jesús y del leproso anónimo (cualquiera puede ocupar su lugar) se separan. El enfermo, que ha vivido en primera persona la salvación y sanación, vuelve al pueblo de donde había sido expulsado y se convierte en testigo.
Recuerda que los profetas anunciaron la llegada del Mesías como aquel que curaría todas las dolencias y males. Y afirma que él lo ha conocido, por eso no puede callarlo. Sin duda el Reino de Dios ya ha llegado. Anuncia con pasión y sin miedo a Cristo, y el que había sido marginado, se integra en la nueva Iglesia y construye comunidad.
Jesús, sin embargo, “se queda en los lugares despoblados” (1,45), quizá donde están los más frágiles y abandonados que necesitan escuchar y experimentar la Buena Noticia. Allí hay un lugar para nosotros, para los más desamparados, para quienes temen a la comunidad o han sido expulsados de ella, los que aún no quieren acercarse al Compasivo. Ellos son y serán sus preferidos, quienes tras dejarse tocar tienen la misión de convertirse en testigos convincentes de la fuerza del Reino.
¿Quiénes son hoy aquellos a quienes nosotros, y la sociedad, marginamos o descartamos? ¿Cómo me acerca la compasión y la humanidad al reino que comienza Jesús? ¿De qué forma puedo comprometerme más en la comunidad eclesial? ¿Cómo dar testimonio de lo que el Señor ha hecho y sigue haciendo en mi vida?
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