1.- SÍ AL MENOS UNA LÁGRIMA… “Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros?”. Estas palabras son como un desafío, un reto audaz que San Pablo lanza a la cara de sus enemigos. Un grito de guerra, un grito de victoria. “¿Quién nos separará del amor de Cristo? -se pregunta-. ¿La tribulación, la angustia, la persecución, el hambre, la desnudez, el peligro, la espada…?”.
Pablo es consciente de las dificultades que hay en su vida, de las persecuciones que sufre, de las calumnias que han propagado contra él, de la incomprensión de los que podían y debían haberle comprendido. Él sabe que hay muchos que desean su muerte, está seguro de que terminará sus días en la cárcel, condenado injustamente a muerte, a una muerte violenta, al martirio.
Y sin embargo, se siente seguro, tranquilo, sereno, decidido, audaz, contento, feliz. Él sabe que vive entregado a la muerte cada día, todo el día, como oveja de degüello. Pero él dice: “En todas estas cosas vencemos por aquél que nos amó. Porque persuadido estoy de que ni la muerte, ni la vida, ni poder alguno por grande que sea, podrá separarnos del amor que Dios nos tiene y que nos ha manifestado en Cristo Jesús”.
“El que no perdonó a su Hijo, -sigue el Apóstol-, sino que lo entregó a la muerte por nosotros…” Ahí está la clave de ese optimismo desaforado. Haber creído en clamor de Dios, este es el secreto de esa esperanza siempre viva, de esa audacia sin límites, de esa personalidad arrolladora. Dios nos amó hasta el extremo del amor. Lo dijo Jesús: “Nadie tiene amor más grande que aquel que da la vida por el amado”. Y Dios entregó su vida por los hombres. El Padre Eterno no escuchó la súplica del Hijo que pedía, con lágrimas y sudor de sangre, que pasara aquel terrible cáliz, aquella dolorosa pasión. Y el Hijo aceptó los planes del Padre y caminó decidido, sin resistencia alguna, hacia el tormento supremo del abandono y del dolor.
Ante estos hechos, ¿cómo podemos permanecer insensibles, cómo podemos caminar de espaldas a Dios, cómo podemos vivir una vida tan mediocre y aburguesada, cómo podemos olvidar a quien tanto nos ama? No hay respuesta adecuada. Sólo cabría decir que somos unos pobres miserables, indignos de tanto amor. Y si al menos dijéramos eso, si al menos sintiéramos un poco de dolor de amor, si al menos derramáramos alguna lágrima de arrepentimiento…
1.- TRANSFIGURACIÓN.- Jesús se retira con los más íntimos a la montaña. Lo más probable es que se tratara del monte Tabor, alta colina que destaca en las planicies de Galilea, atalaya desde la que se divisa a lo lejos el reflejo azul del lago de Genesaret y el verde valle de Yiztreel. Las cumbres, esto lo saben bien los montañeros, invitan a la contemplación: Allí el espíritu se eleva y Dios parece estar más cerca. Es lugar propicio para la oración, para comunicarse con el Creador, esplendente en la altura, visible casi en la grandeza majestuosa de los hondos abismos y de las escarpadas rocas.
La grandiosidad de la cima del Tabor se llenó con la luz que Cristo irradiaba. Toda la gloria que se ocultaba tras los velos de la humanidad se dejó ver por unos instantes. Fue tanto el resplandor de aquella transformación que los apóstoles quedaron extasiados, como fuera de sí, sin saber con certeza lo que pasaba. Un gozo inefable les colmaba por dentro, y a Pedro sólo se le ocurre decir que allí se estaba muy bien, y que lo mejor era hacer tres tiendas. Y no moverse de aquel lugar. Estaban en la antesala del Cielo, recibían una primicia de la visión beatífica. El recuerdo de aquello es siempre un estímulo para los momentos oscuros, cuando la esperanza haya muerto y necesitemos que florezca de nuevo.
Moisés y Elías acompañaban a Jesús glorioso y hablaban acerca de su pasión, muerte y resurrección. Un juego de luces y sombras hacía entrever el duro combate que el Rey mesiánico había de librar, y también su gran victoria sobre la muerte y el dolor, su definitivo triunfo que alcanzaría a quienes siguieran sus pisadas de sangre y de luz… La voz del Padre resuena desde la nube: Este es mi Hijo amado, escuchadle. El Amado, el Unigénito, la impronta radiante del Padre Eterno. Con razón se admiraba San Juan del grande amor que Dios tiene al mundo, cuando por él entregó a su mismo Hijo, aun sabiendo que lo clavarían en la Cruz. Pero aquella fue la inmolación que nos trajo la salvación y remisión de nuestros pecados.
Cómo no escuchar la voz de quien tanto nos amó, atender las palabras de quien murió por salvarnos. Oír su doctrina luminosa, hacerla vida de nuestra vida. Subir a la montaña escarpada de nuestros deberes de cada día, grandes o pequeños; escalar con ilusión los riscos de cada hora, con la esperanza cierta de llegar a la cumbre y contemplar extasiados la gloria del Señor.
Antonio García-Moreno
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