Luego de asistir aquél sábado a la sinagoga con sus discípulos (ver Mc 1,21), el Señor se dirige a casa de Pedro y Andrés, junto con Santiago y Juan. Pedro y su hermano, naturales de Betsaida (Jn 1, 44), habían venido a residir a la importante ciudad de Cafarnaúm, acaso por razones de comercio pesquero.
En casa de Pedro estaba su suegra, con una fiebre alta (ver Lc 4,38) que la tenía postrada en cama. Los apóstoles se lo comentan al Señor, y Él la cura instantáneamente tomándola de la mano. San Lucas refiere que además «conminó a la fiebre, y la fiebre la dejó» (Lc 4,39). Su palabra no sólo tiene el poder de expulsar demonios, sino también de “expulsar” enfermedades.
La curación le devuelve asimismo la energía habitual, de modo que de inmediato «se puso a servirles». De este modo se hace visible a todos su dominio no sólo sobre la enfermedad, sino también esa fuerza que sale de Él (ver Mc 5, 30) para comunicar vitalidad a quien estaba enfermo. La restitución es total, tanto que no requiere de una recuperación posterior. Su dominio sobre la creación es absoluto.
El hecho de acercarse, tomarla de la mano y levantarla de su estado de postración puede tener un valor simbólico: Él, abajándose, muriendo en la Cruz y “levantándose” de entre los muertos por su Resurrección, ha venido al mundo a levantar a la humanidad enferma y postrada por el pecado, a devolverle la salud, a devolverle su capacidad de servir a Dios, de entrar en su amistad, de darle gloria mediante una vida humana plena y plenificada por la fuerza de Dios mismo. Él, Señor de la Vida, ha comunicado a su criatura humana, por la fuerza de su Espíritu, una vida nueva. Todo hombre o mujer sanado por el Señor es asimismo invitado a servir al Señor como un gesto de gratitud, servirlo sobre todo viviendo como Cristo enseña, es decir, amando como Él ha amado.
Luego de curar a la suegra de Simón el Señor aprovecha aquella jornada de descanso sabatino para hablarles a sus apóstoles de los misterios del Reino.
Su fama de taumaturgo ya se había difundido por toda la ciudad, de modo que al atardecer de aquel sábado, cuando «ya se había puesto el sol», es decir, cuando ya el reposo sabático había concluido y era lícito transportar los enfermos (ver Jn 5, 9.10), le traen numerosos enfermos y endemoniados para que los cure. Poco a poco se va congregando a la puerta de la casa de Pedro «toda la ciudad». Esta expresión es una típica hipérbole oriental para decir lo mismo que multitud muy numerosa. Uno a uno el Señor los cura a todos.
También «expulsó a muchos demonios; y como los demonios lo conocían, no les permitía hablar», es decir, les prohibía revelar su identidad mesiánica. El Señor no quería que los ánimos de la multitud se exaltasen, no quería que confundiesen su misión mesiánica con una misión política, razón por la que en otro momento también a sus apóstoles les pedirá que a nadie revelen que Él es el Mesías esperado. Sólo permitirá que lo aclamen como tal poco antes de su muerte en Cruz, al hacer su entrada triunfal en Jerusalén.
Ya de noche se retiran todos los que fueron en busca del milagro y de la enseñanza de Jesús. Jesús y sus apóstoles se retiran a dormir.
Pasada la noche refiere San Marcos que el Señor «se levantó de madrugada, se fue a un lugar solitario y allí se puso a orar».
Su diálogo íntimo con el Padre se ve interrumpido cuando Pedro y sus compañeros, al no hallarlo en casa, salen a buscarlo y, una vez hallado, lo instan a volver a casa arguyendo que «todo el mundo te busca». ¿Cómo no sentirse apremiado a salir al encuentro de la muchedumbre que anda en busca de Él, ya sea para escuchar su palabra o para encontrar en Él la salud? A pesar de la petición de Pedro, y consciente de que muchos lo esperan en su casa, el Señor responde: «Vamos a otra parte, a los pueblos cercanos, para predicar también allí; que para eso he venido».
Hay quienes traducen «que para eso he salido», y es que el verbo griego exerjomai se puede traducir tanto por venir como también por salir o partir. En todos los casos indica dejar un lugar para dirigirse a otro, ya sea por voluntad propia o por voluntad de otro. En un sentido inmediato podría entenderse que “para eso ha salido de la casa de Pedro”. Sin embargo, se puede percibir un sentido más profundo en las palabras del Señor: para eso “ha salido de Dios” y venido al mundo. Este sentido de la expresión del Señor Jesús es evidente en el Evangelio de San Lucas: «para eso he sido enviado» (Lc 4,43), por el Padre se entiende.
Con esta sentencia el Señor define su misión: ha sido enviado por el Padre para anunciar el Evangelio, tanto así que «todos los aspectos de su Misterio —la misma Encarnación, los milagros, las enseñanzas, la convocación de sus discípulos, el envío de los Doce, la Cruz y la Resurrección, la continuidad de su presencia en medio de los suyos— forman parte de su actividad evangelizadora» (S.S. Pablo VI, Evangelii nuntiandi, 6).
En obediencia al Padre el Señor Jesús, «Evangelio de Dios, ha sido el primero y el más grande evangelizador. Lo ha sido hasta el final, hasta la perfección, hasta el sacrificio de su existencia terrena» (EN, 7).
Luego de Él los Apóstoles serán los primeros en anunciar el Evangelio de Jesucristo, enviados por Él.
También San Pablo es un Apóstol elegido por el Señor. El da testimonio de que la misión de anunciar el Evangelio la ha recibido directamente del Señor, misión de la que se experimenta responsable: «¡ay de mí si no anuncio el Evangelio!». Impulsado por ese celo y sentido del deber San Pablo se hace «todo para todos, para ganar, sea como sea, a algunos».
Luego de una agotadora jornada apostólica que incluye la predicación de su Evangelio, la curación de muchos enfermos y la expulsión de muchos demonios, el Señor Jesús se levanta al siguiente día muy de madrugada, cuando todo está aún muy oscuro y todos duermen, para dirigirse Él solo a un lugar apartado: «allí se puso a hacer oración».
El Señor Jesús nos enseña la importancia que tiene para Él la oración, “robándole horas al día” para dedicarle un tiempo al diálogo íntimo con el Padre. En el cumplimiento de su misión, que consiste principalmente en predicar la Buena Nueva a las ovejas perdidas de Israel (ver Mc 1,38; Mt 15,24), la frecuente oración o diálogo íntimo con el Padre aparece como algo prioritario para Él. En otra ocasión enseñará a sus discípulos lo que Él mismo vive, la necesidad que Él mismo experimenta: «es necesario rezar siempre y sin desfallecer» (Lc 18,1).
Es a partir de su sintonía profunda con el Padre, que reclama y se nutre de ese diálogo continuo con Él, que el Señor es capaz de ordenar rectamente sus actividades según el divino Plan: a pesar de que Pedro lo urge a regresar a casa donde muchos lo esperan para ser curados de sus enfermedades, Él en cambio decide ir «a otra parte, a los pueblos vecinos, para que también allí predique; pues para eso he venido».
Por más duro que suene, su prioridad no es curar a los enfermos de sus males, o liberar a los endemoniados de los espíritus inmundos, o saciar la curiosidad de las multitudes que empiezan a buscarlo por la fama de gran profeta que va adquiriendo, sino la fidelidad a la misión que el Padre le ha encomendado. Él ha venido al mundo a anunciar la Buena Nueva de la reconciliación, y prioriza su acción de acuerdo a su misión principal. No podemos dejar de resaltar la importancia fundamental de dicho anuncio, pues ¿de qué hubiera servido su encarnación, su muerte y resurrección, así como su ascensión, sin esa predicación y anuncio? El don de la Reconciliación operada por el Señor Jesús (ver 2Cor 5,18-19) necesita del anuncio, de la proclamación de la Buena Nueva, de la predicación, para ser comprendido y acogido por el hombre (ver Rom 10,17).
Al rezar muy de madrugada el Señor nos enseña que con la oración se preserva del desgaste y desfondamiento que trae consigo la actividad, que sin oración y sin una continua referencia al Padre se convierte en un peligrosísimo activismo. El Señor nos enseña que el recto obrar se nutre de la oración como de su raíz, y hace de la misma acción que se orienta al cumplimiento del Plan divino una oración incesante, una alabanza o “liturgia” continua.
El que verdaderamente es discípulo de Cristo, jamás deja de rezar porque obedece al ejemplo y a la voz de su Maestro, que ha dicho: es preciso «orar siempre sin desfallecer» (Lc 18,1). La oración es para el creyente una necesidad, necesidad que responde a una sed de Dios que busca saciar en el encuentro con Él. Consiste en un tejido armonioso que se entreteje de momentos fuertes de oración y de oración continua. Los momentos fuertes de oración como el diálogo íntimo con el Señor en el Santísimo, la meditación de su Palabra en espíritu de oración, la participación atenta en la Santa Eucaristía, la celebración de la Liturgia de las horas, nutren la oración continua, oración que es vivir en continua presencia de Dios y hacerlo todo por Él. No deja de rezar quien buscando obedecer en todo a Dios hace de toda su actividad una incesante alabanza a Él (ver 1Cor 10,31).
Si el Señor Jesús se daba el tiempo para rezar, no dejando la oración “para el final del día” como tantas veces solemos hacerlo nosotros, sino rezando antes de iniciar sus exigentes y diarias actividades, ¡cuánto más debemos nosotros buscar el tiempo necesario para tener momentos fuertes de oración a lo largo del día! Si andamos en búsqueda de la reconciliación para nosotros mismos —el perdón de nuestros pecados, la curación de nuestras heridas más profundas, la armonía y paz interior, la alegría y gozo continuo, la fuerza para la lucha, etc.— y si queremos llevar a otros el don de la reconciliación, entendamos de una vez por todas que ello es imposible sin la oración perseverante. Para estar reconciliados y para poder cooperar con el Señor Jesús en la tarea de la evangelización reconciliadora de la humanidad, el trato íntimo, la oración diaria y perseverante es esencial. Organízate especialmente los días que más cosas tengas que hacer, para que nunca te falte un tiempo para rezar. Y si tienes que levantarte “muy de madrugada” para orar antes de que empiece el ritmo incesante de actividades, ¡haz ese sacrificio, que será ampliamente recompensado por el Señor!
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