02 febrero 2024

Domingo V de Tiempo Ordinario: comentario al Evangelio

 Decía san Pablo: El hecho de predicar no es para mí motivo de soberbia. Decía esto porque fácilmente puede llegar a serlo: una actuación pública desde un estrado, sobre todo si va acompañada de aprobación y de aplausos, puede convertirse con frecuencia en ocasión de envanecimiento en las propias habilidades para el razonamiento o el discurso. Por tanto, en motivo de orgullo. Pero san Pablo descarta este móvil: si predica, no es porque le guste, sino porque no tiene más remedio. La predicación va ligada a la evangelización, que es tarea inexcusable del evangelizador.

A san Pablo le han encomendado el oficio de evangelizar, y de esta labor se le pedirá cuentas. De ahí la imperiosa necesidad de anunciar el evangelio: ay de mí –dirá también- si no evangelizare. Aquí hay que descartar, por tanto, el gusto o el disgusto; porque, ya sea que le guste o le disguste, el evangelizador tiene el encargo de predicar y no puede no hacerlo. Es su obligación. No predicar sería en él una dejación de responsabilidad en la que muchas veces podemos caer los sacerdotes por diferentes motivos: para congraciarnos, para complacer a la gente, para evitar tensiones, malas caras o reproches, o simplemente por relajación.

Luego en este terreno, como en otros, no debemos movernos por el gusto o el disgusto. No se trata de incomodar o de fastidiar. El que predica no tiene por misión provocar fastidio en los oyentes a quienes dirige la palabra, pero tampoco darles gusto. Su tarea es otra. El objetivo del que anuncia el evangelio debe ser, en primer lugar, darlo a conocer, dar a conocer esta buena noticia que, no por buena, deja de resultar incómoda y exigente muchas veces; y en segundo lugar, hacer que ese anuncio convenza, penetre, transforme los corazones de los oyentes, despertando o robusteciendo la fe de los mismos. Éste es el oficio del predicador y ésta es su paga: gozar dándolo a conocer y cumplir el oficio con la conciencia del deber cumplido. Y vivir en la esperanza de participar un día de sus bienes.

Ya hemos dicho que el evangelio es buena noticia, fundamentalmente porque anuncia bienes, y por encima de todos el bien de la salvación, que es la síntesis de todos los bienes. Parece lógico pensar que el que anuncia la existencia y la promesa de tales bienes pueda esperar también participar algún día de ellos.

Tal es la paga que san Pablo espera obtener del cumplimiento de este oficio, ejercido muchas veces a su pesar: con fuerte oposición, en circunstancias adversas, rendido, tal vez con fiebre, entre gritos de desaprobación en ocasiones, con la sensación de no ser escuchado, en medio de la indiferencia o la frialdad, sintiendo los latidos del menosprecio. No es lo mismo predicar en un meeting, donde todas las frases se ven coronadas por aplausos y gritos de júbilo que predicar ante un público extremadamente crítico, o desinteresado, o apático y distraído. Todas estas situaciones son posibles, y san Pablo pasó por ellas. Pero no le impidieron seguir predicando, aunque tuviera que cambiar de lugar y de auditorio. Y es que tenía esta sentencia grabada a fuego en su conciencia: ¡Ay de mí si no evangelizare!

Los destinatarios de la evangelización serán siempre hombres con una experiencia muy similar a la de Job: hombres que tiene de la vida la experiencia de un jornalero que suspira por la sombra cuando aprieta el calor, que aguarda su salario, porque lo que ofrece la vida nunca es suficiente, a quien asignan noches de fatiga y de insomnio, que siente cómo se le escapa la vida, porque sus días corren más que la lanzadera y se consumen sin esperanza de poder recuperarlos, que piensa que cualquier tiempo pasado fue mejor, porque sus ojos no volverán a ver la dicha que vieron o porque su vida se ha ido como un soplo. ¿Quién no haría suyo el soliloquio de Job si dejase hablar espontáneamente a su corazón? En tal situación, la buena noticia del evangelio resuena con especial nitidez, pues es noticia de salvación.

Pero volvamos los ojos al relato evangélico. En la actividad de Jesús al menos la salvación (o salud) acompañaba a la noticia; pues no solía haber predicación sin curaciones. La actividad curativa de Jesús era signo inequívoco de que Dios deseaba el bien del hombre, puesto que Jesús actuaba como enviado de Dios: el bien de la salud frente al mal de la enfermedad; el bien de la salvación frente al mal del pecado (y sus malos efectos) y de la muerte. Si las curaciones formaban parte de la evangelización de Jesús, ¿por qué no ha de formar parte de la evangelización la curación de esa llaga que tantos hermanos nuestros sufren todavía hoy: el hambre, la malnutrición, la miseria, la epidemia? Una campaña como la de Manos Unidas tiene su lugar en este marco. La buena noticia del evangelio es esencialmente la que nos habla del amor de Dios, amor salvífico. Y expresión de este amor será siempre el socorro y la ayuda a las personas más necesitadas de nuestro mundo.

JOSÉ RAMÓN DÍAZ SÁNCHEZ-CID
Dr. en Teología Patrística

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Deja tu comentario