(Gén 22,1-2.9a.10-13.15-18; Rom 8,31b-34; Mc 9,2-10)
Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros? (Rom 8,31).
El segundo domingo de Cuaresma es como un paso hacia la Pascua del Señor, esto es, la entrada de Jesús en su gloria, que será la culminación de la obra salvadora de Dios en favor de los hombres: ¡el hombre en el cielo!; ¡el hombre junto a Dios!; ¡el hombre hecho partícipe de los atributos de Dios: de su vida inmortal dichosa! Quien se sienta a la derecha de Dios es el Hijo de Dios, pero es también hombre como nosotros. Esto es sólo posible como obra de Dios, no como logro del hombre.
Así es como cobra todo su sentido la personalidad de Abrahán, nuestro padre en la fe y padre de los creyentes (de las tres grandes religiones monoteístas) cuyo itinerario personal se entrelaza con el plan salvador de Dios para la humanidad. A él le promete Dios hacerlo padre de un gran pueblo, que, con el correr de los siglos, se perfilará como la humanidad entera. Para llevar a cabo sus designios, Dios se adapta a la condición humana encuadrada en el tiempo y en el espacio, y se amolda al ritmo humano de progresión sociológica, cultural e incluso económica.
Dios pide a Abrahán que renuncie a su pasado, a su patria y a su familia, dirigiendo sus pasos a Canaán, para fundar un gran pueblo. Como garantía sólo le es dada la promesa de Dios, pues ni siquiera tiene descendencia ni expectativa de tenerla.
Agradó al Señor la fe de Abrahán, que presto se puso en camino, y Dios cumplió su promesa dándole un hijo, Isaac. Y cuando el muchacho crecía prometiendo fecundidad, el Señor somete a Abrahán a una prueba tremenda. Le había pedido que renunciara a su pasado; ahora le pide que renuncie a su futuro (Comentario al Antiguo Testamento I, La Casa de la Biblia, 80), es decir, a poner su confianza en la realidad tangible del hijo (pues la obra que Dios pretende llevar a cabo con él trasciende a las leyes de la naturaleza), sino tan sólo en la palabra fiel de Dios. De manera que Dios le pide a Abrahán que le ofrezca a su hijo en sacrificio.
Abrahán –una vez más- no duda (aquí estoy Gén 22,1.11) y se dispone a sacrificar a su hijo (Dios proveerá Gén 22,8). Es la culminación del itinerario de la fe de Abrahán (Sagrada Biblia, CEE, n. a Gén 22,1-19). Dios se da por satisfecho: Abrahán ha hecho cuanto está en sus manos, fiarse de Dios, que no es poca cosa, aunque parezca lo contrario. (¿Qué hubiéramos hecho nosotros?) Pues ¡ésta es la obra que Dios nos pide:la fe! (Jn 6,29). En palabras del mismo Jesús: Convertíos y creed en el Evangelio (Mc 1,15). O tal vez podríamos decir: “Creed en el Evangelio de tal forma que el Evangelio os haga personas nuevas” (como la levadura transforma la masa).
La transfiguración del Señor muestra a los tres testigos escogidos que algo nuevo y sorprendente va a ocurrir pronto en Jesús: su glorificación por la resurrección, el encuentro de dos mundos: el de Dios y el del hombre. La voz del Padre lo confirma como su Hijo enviado al mundo. Que habrá de resucitar para ir al Padre supone que debía morir (algo que no encaja en la concepción que los discípulos tenían del Mesías) ofreciendo su sacrificio redentor en favor de los hombres. Al contrario que a Isaac, Dios no perdonó a su Hijo por nosotros (Rom 8,32), pues era la única manera de llevar a cabo nuestra redención. Dios no quiere que el hombre muera sino que viva, donde morir y vivir adquieren un sentido nuevo a la luz de Cristo resucitado.
La conclusión de esta reflexión la pone el apóstol san Pablo: estamos –viene a decir- en las manos de Dios, ¡las mejores manos! Fiémonos de Él, démosle nuestra confianza, como hacen los mártires, traducido a nuestro vivir diario.
Modesto García, OSA
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