A todos y a cada uno
Es difícil sintetizar con menos palabras tanta y tan intensa actividad. En este breve texto Marcos nos presenta una visión de conjunto y sumaria del ministerio de Jesús, algo así como uno de sus días “de diario”, en el que se agolpan el sentido y las dimensiones fundamentales de su persona y misión: lo particular y lo universal, la acción y la contemplación, la inserción y la itinerancia.
El arranque del texto ya nos da una preciosa indicación: Jesús sale de la sinagoga, en la que ha predicado. Jesús no es sólo un predicador. Sale del lugar sagrado, va a donde viven, trabajan y sufren los hombres, para seguir transmitiendo su Palabra. Ya sabemos que se trata de una palabra viva y eficaz, por lo que no todo se va en sermones ni en doctrina, sino que esa Palabra anunciada sigue después actuando.
Tampoco es una palabra dicha “en general”, sino que busca el encuentro personal, cara a cara, con las personas concretas de carne y hueso, con sus problemas y sus penas. Por eso se mencionan nombres, situaciones, relaciones bien determinadas: la casa de Simón y Andrés, la suegra del primero, su postración. El gesto de tomar por la mano es índice de esa atención personal con la que Dios, en Jesucristo, se dirige a nosotros. Y si Jesús levanta de esa postración y sana y cura, no se trata de algo que tenga sólo un significado médico, sino que habla de una restauración interior que habilita para una nueva forma de vida: la suegra de Simón inmediatamente se puso a servirles.
Tampoco debemos entender esta concreción del encuentro personal como la afirmación de un cierto intimismo, que excluye por principio el encuentro con las masas. A veces se escuchan voces críticas y hasta despectivas hacia los acontecimientos eclesiales masivos (como Jornadas de la Juventud u otros similares), pero estas voces, si bien pueden señalar peligros reales, tienen a su vez el peligro de desconocer los múltiples encuentros de Jesús con las multitudes. Cristo ha venido por todos y por cada uno. El “cada uno” no excluye el “todos”, del mismo modo que el “todos” no debe excluir a nadie, sino que debe llegar de modo personalizado a “cada uno”. En el texto de hoy se repite con insistencia ese “todos” que habla de la universalidad sin fronteras de la misión de Jesús: “todos los enfermos y endemoniados”, “la población entera”, “todo el mundo te busca”, “toda Galilea”. Nos es difícil saber cómo atendía Jesús de forma personalizada a esas multitudes, pero podemos colegir que el encuentro personal con una enferma (la suegra de Simón) hizo de reclamo para que “todos” los que padecían por cualquier causa acudieran a Él, que, lejos de rehuirlos, se dedicó a atenderlos. Las críticas a los acontecimientos masivos suelen basarse en la tentación del relumbrón, del éxito fácil, del aparentar… Pero esos peligros, con ser reales, se pueden exorcizar: Jesús prohíbe hablar a los demonios, espíritus inmundos que lo conocen y lo tientan (como en el desierto) invitándole tal vez a subirse al carro de la fama fácil… Pero Él los manda callar, vence la tentación, y sana por dentro, disponiendo no al espectáculo, sino al servicio. Al fin y al cabo, también la reclusión en las relaciones cercanas tiene sus peligros, como huir de los grandes problemas y buscar refugio de la intemperie en el calor de las distancias cortas. Pero la medida del hombre no es la que marca el recorrido de sus piernas, y Jesús no ha venido a encerrarse en el pequeño círculo, sino que busca el encuentro, una vez más, con cada uno, pero también con todos.
Combinar lo universal y lo concreto no es un equilibrio fácil. Pero es esencial: es el equilibrio del amor, que hace de cada rostro concreto sacramento de Dios, al tiempo que abre sin límites a las necesidades de todos. Pero, ¿es esto realmente posible, teniendo en cuenta lo limitados que somos? No olvidemos que la encarnación ha significado que el Verbo de Dios ha asumido esa misma limitación. De ahí que Jesús tenga que alimentar su vida en la comunicación intensa con Dios, su Padre. El equilibrio de universalidad (masas) y concreción (encuentro personal) se logra equilibrando también la acción intensa (predicación, curaciones) con la oración en soledad, a la que Jesús se entrega con generosidad y por necesidad vital, robándole horas al necesario descanso. En Jesús no sucede (como nos pasa tanto a nosotros) que lo urgente hace descuidar lo fundamental.
La última dimensión que nos revela el texto de Marcos es el de la itinerancia. Jesús entra en las aldeas, en las casas, pero no se ata a ningún lugar en exclusiva, se mantiene libre y en camino. El “todos” de aquella ciudad (Cafarnaum) se abre a un todos más amplio, “toda Galilea”, que es la primera etapa para alcanzar a “todo Israel” y a “todo el mundo y a toda criatura” (Mc 16, 15).
El cuadro que nos ha presentado Marcos no debemos verlo como un escenario que contemplamos como quien ve una obra de teatro o una película. Si somos creyentes y discípulos de Jesús tenemos que vernos incluidos en este relato. (Y si no lo somos, se nos invita a meternos en él.) En primer lugar, hemos de vernos entre los enfermos y endemoniados que buscan a Jesús para ser curados. El índice de que hemos sido tomados de la mano y puestos en pie, como la suegra de Pedro, está en nuestra actitud de servicio. Un creyente que no sirve a sus hermanos lo es sólo de boquilla. Ha podido admirar la doctrina de Jesús en la sinagoga, pero después no ha salido con Él, al encuentro de las necesidades reales de sus hermanos. Las formas de servicio son múltiples, tantas como vocaciones cristianas. El servicio es una dimensión esencial de toda vocación humana, como nos recuerda Job: «el hombre está en la tierra cumpliendo un servicio». Y si Jesús nos cura, significa que restablece en nosotros esa dimensión esencial. De ahí que la curación (la liberación, el perdón…) que buscamos y obtenemos de Cristo no tiene un sentido puramente individual, sino salvífico: no obtengo el favor de Dios como quien recobra la salud en el médico o le toca la lotería, para después seguir viviendo para mí, como si nada. Somos curados-para, para el servicio de nuestros hermanos. La suegra de Pedro sirve a su manera. También los apóstoles están en el texto en actitud de servicio: son mediadores entre Jesús y las masas: el «le dijeron» que se repite dos veces nos lo indica. El discípulo de Cristo no puede no ejercer esa función de mediación, que favorece el encuentro con el Maestro. También nosotros debemos hacerlo en la relación interpersonal, con las personas de carne y hueso, con nombre y rostro con lo que estamos de tantas formas en contacto. Pero también, si tenemos oportunidad, debemos procurar hacerlo mirando a esta humanidad inmensa tan necesitada de la Palabra que cura y salva. Las Jornadas que mencionamos antes, otras formas de comunicación de masas, incluyendo esta red que nos acerca tanto, son medios válidos para tratar de dirigirse a todos, a los más posibles. Todo esto son vías válidas para realizar en nuestra vida ese «le dijeron» apostólico.
E igual que Jesús, no podremos cumplir nuestra misión si, renunciando a algo de ese tiempo que se nos antoja tan nuestro, tan importante y tan escaso, no lo consagramos a lo más necesario, a la oración en soledad, al tú a tú con Dios.
¿Será en cambio la itinerancia algo válido sólo para unos pocos? Pues parece que no todo cristiano está llamado a abandonar su patria para anunciar el Evangelio, yendo de un lado a otro. En realidad, también esta dimensión es cosa de todos. Pues todos estamos llamados a no estancarnos, a no quedarnos parados, sino a salir de nosotros mismos, a caminar, a crecer, a ir descubriendo día a día, guiados por la Palabra encarnada que es el mismo Cristo, horizontes, dimensiones, exigencias nuevas, que nos abran cada vez más a la universalidad del Evangelio. En este sentido, las palabras de Pablo en la segunda lectura no son sólo palabras dirigidas a los que se dedican directamente a la actividad apostólica. Ese «¡ay de mí si no anuncio el evangelio!» nos afecta, de nuevo, a todos y a cada uno, según la propia vocación. Porque el mandamiento principal, el mandamiento del amor es precisamente lo que nos lleva hacernos libremente esclavos y servidores, a hacernos débiles con los débiles, todo a todos, para de esta manera ganarlos para el Evangelio, es decir, para, mediante el servicio, «decir» a todos dónde encontrar a Jesús, decirle a Jesús: «todo el mundo te busca».
José María Vegas, cmf
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