05 noviembre 2023

La Misa del domingo 5 de noviembre

 El Señor Jesús se dirige «a la gente y a sus discípulos» para hablarles de «los escribas y los fariseos» y advertirles: «Hagan y cumplan lo que les digan; pero no hagan lo que ellos hacen, porque ellos no hacen lo que dicen».

De ellos dice que “se han sentado en la cátedra de Moisés”. De acuerdo al uso rabínico, sentarse en la cátedra o silla de alguien significaba primariamente ser el sucesor de un maestro y tener el derecho de enseñar con su misma autoridad. Posteriormente “la cátedra de Moisés” llegó a designar la sede de mayor honor en las sinagogas, reservada a quien presidía la asamblea.

Los fariseos (del hebreo perusim, que significa separados) eran una secta judía. En los tiempos de Jesús se calcula en seis mil el número de sus miembros. A esta secta se la relaciona comúnmente con los asideos (del hebreo hasidim, que significa piadosos) que en tiempo de los macabeos lucharon ferozmente contra la influencia pagana (1Mac 2,42). Entre sus miembros se encontraba la totalidad de los Doctores de la Ley, como también un cierto número de sacerdotes. Sus miembros trataban de mantenerse fervorosos en la oración y fieles en la práctica de la Ley de Moisés así como a sus tradiciones orales.

En los tiempos de Jesús los fariseos eran considerados hombres muy virtuosos. El Señor Jesús admira su celo (Mt 23,15), así como su solicitud por la perfección y por la pureza (5,20). Sin embargo, la excesiva importancia que dieron a sus tradiciones humanas terminó por ahogar el espíritu de la Ley (Mt 15,1-20). Por otro lado, hinchados en su soberbia por su ciencia y práctica legal minuciosa, terminaron por despreciar a los ignorantes (Lc 18,11) y excluir a los pecadores y publicanos del Reino de los Cielos, mientras ellos se consideraban justificados ante Dios por sus obras (Mt 20,1-15; Lc 15,25-30).

Luego de una larga preparación los escribas y muchos de los fariseos dedicados al estudio de la Ley lograban el título oficial de rabí en una ceremonia que incluía la imposición de manos. Por esta imposición se realizaba la transmisión de la potestad de enseñar, que según ellos se remontaba hasta Moisés en una cadena ininterrumpida. Asimismo afirmaban haber recibido de él la tradición y el encargo de custodiar la Ley, para enseñarla fidedignamente.

En cuanto estudiosos y transmisores de la Ley, el Señor Jesús enseña a sus oyentes que deben hacer y cumplir «lo que les digan». Su magisterio es bueno. Pero les advierte inmediatamente: «pero no hagan lo que ellos hacen, porque ellos no hacen lo que dicen». Lamentablemente aquellos fariseos, aún cuando enseñaban fielmente la Ley, no cumplían siempre lo que predicaban. La incoherencia podía apartar a muchos de la misma Ley, como suele suceder cuando alguien niega con sus obras lo que predica con los labios. El Señor establece una importante distinción: la incoherencia de la persona que predica la Ley no debe ser causa para rechazar la Ley, o las enseñanzas que se fundan sólidamente en ella. Por ello, el hecho que los mismos maestros de la Ley no cumplan lo que enseñan, no debe ser ocasión para apartarse de la Ley. Todo lo contrario, aún cuando fallen los mismos maestros, todos deben esforzarse en práctica las enseñanzas recibidas de ellos. La doctrina, independientemente de la incoherencia de quien la enseña, es buena y debe ser obedecida. El mal ejemplo, el escándalo que puedan producir o la incoherencia de los fariseos no debía ser excusa para los judíos para rechazar sus enseñanzas.

Seguidamente el Señor denuncia un grave vicio en el que solían caer los fariseos y maestros de la Ley: «Todo lo que hacen es para que los vea la gente». Ponen su valoración en su mucha ciencia, en su prestigio, en su “pureza legal”, y terminan buscando ser admirados, reconocidos, reverenciados, ensalzados, aplaudidos por sus obras. No se buscan más que a sí mismos. Con ello desplazaban a Dios del centro de sus vidas para ponerse ellos mismos en el centro de todo y de todos. Y en ese afán de llamar la atención «alargan las filacterias y ensanchan las franjas del manto; les gustan los primeros puestos en los banquetes y los asientos de honor en las sinagogas; que les hagan reverencia por la calle y que la gente los llame maestros».

La palabra filacteria viene del griego y significa “custodia”. Las filacterias eran unas cajitas en las que se metían unas membranas en las que se escribían las palabras de la Ley. Estas cajitas o custodias se ataban con tiras de cuero al brazo izquierdo, y también se llevaban colgadas en la frente. Esta costumbre obedecía a la exhortación que se leía en la Torá, al referirse a los preceptos de la Ley: «Átatelos a tus manos, para que te sirvan de señal; póntelos en la frente entre tus ojos» (Dt 6,8; ver Ex 13,9-16). Las membranas se usaban en el momento de la oración. El Señor denuncia cómo los fariseos, para aparentar ser más piadosos o religiosos que los demás judíos, llevaban estas filacterias mucho más “anchas”.

Sobre las franjas del manto o “flecos”, se recomendaba en la Ley colocar estos «flecos en los bordes de sus mantos» (Núm 15,38), «en las cuatro puntas del vestido» (Dt 22,12), como un recordatorio continuo que invitase a los israelitas al cumplimiento de los mandatos divinos. Los fariseos hacían más largos estos flecos para ostentar su superioridad sobre los demás israelitas en lo que se refería al cumplimiento de la Ley.

La mala costumbre de usar la Ley y la piedad para buscar la alabanza de sí mismos no terminaba allí. También denuncia el Señor cómo «les gustan los primeros puestos en los banquetes y los asientos de honor en las sinagogas». Era la actitud de andar buscando ubicarse a sí mismos en los puestos de mayor importancia para ostentar su pretendida superioridad en vez de mantener una actitud humilde y sencilla, incluso siendo importantes (ver Lc 14,7-11).

En las asambleas o banquetes los puestos de mayor importancia se daban principalmente por razón de la edad, pero también por razón de la dignidad del personaje, o por su sabiduría. Dado que era menos frecuente otorgar los puestos más importantes por motivos de dignidad, los fariseos buscaban que se les asignase a ellos estos puestos por considerarse “dignos”, “sabios”, superiores a todos los demás.

En las sinagogas tan sólo los “ancianos” estaban sentados cara al pueblo y con su espalda vuelta a la teba o armario que contenía los rollos de la Escritura. También estos puestos eran ambicionados por los fariseos.

Finalmente denuncia el Señor como toda esta ansia de reconocimiento les llevaba a querer «que les hagan reverencia por la calle y que la gente los llame maestros». El problema no está en que la gente espontáneamente los llame así, sino en buscar que lo hagan, esperarlo, o demandarlo para “alimentar” con ello su propia vanidad, su estima desmesurada, la soberbia que les hacía ponerse a sí mismos en el centro de todo, por encima de los demás y por encima incluso de Dios mismo. Así, cuando buscaban hacer todas estas cosas «para ser vistos» y reconocidos por los demás, no hacían sino recibir la gloria unos de otros y no buscar la gloria «que procede del Único» (Jn 5,44).

Los discípulos, en cambio, deben cuidarse de no buscarse a sí mismos, de no ceder a la vanidad, a buscar el reconocimiento humano, sino que deben mantener una actitud humilde aún cuando sean revestidos de gran autoridad y poder.

Dentro de las recomendaciones que da el Señor a sus discípulos están las siguientes: «no se dejen llamar “maestro”, porque uno solo es su Maestro, y todos ustedes son hermanos. En la tierra a nadie llamen “padre”, porque uno solo es el Padre de ustedes, el del Cielo. No se dejen llamar “consejeros”, porque uno solo es su Consejero, Cristo».

“Maestro” (= rabí), “padre”, “consejero”, son expresiones sinónimas en la manera de hablar hebrea. Significan lo mismo con diferencias tan solo de matiz.

En cuando al título de rabí, que se traduce como “maestro mío”, era el título más codiciado por los fariseos y doctores de la Ley. Un rabí o maestro era una importante autoridad en Israel, y con esa autoridad podía fijar un punto o añadir un elemento más de interpretación de la tradición y la doctrina judía.

No deben buscar ser llamados “rabí” «porque uno solo es su Maestro», es decir, todo magisterio religioso tiene por fuente y maestro absoluto a Dios mismo. Ante Dios, único Maestro, «todos ustedes son hermanos», iguales entre sí. El “rabí” no es creador ni dueño de la doctrina que transmiteEs un simple servidor y por lo tanto no puede arrogarse dignidad alguna o superioridad ante los demás por “su” enseñanza o sabiduría. Los discípulos de Cristo llamados al ministerio y a la función magisterial debían servir al Evangelio y no apropiarse de él ni servirse a sí mismos de él para ser reverenciados y tenidos como superiores a los demás. No niega Cristo el magisterio religioso, sino que advierte contra la soberbia y vanidad que lleva a olvidar que uno es tan solo un servidor y no dueño de la verdad divina (ver Lc 17,10).

En este mismo sentido les dice que no se hagan llamar “padres”. Evidentemente el Señor no quiere negar el que, por ejemplo, se dé a los progenitores el nombre de padres (Mt 12,49). Se trata en este caso de un título honorífico. En un principio el título de “padres” estaba reservado tan solo a los patriarcas de Israel. Posteriormente este título honorífico se aplicó también a los rabís u otros personajes especialmente distinguidos. En Israel la autoridad de estos padres era decisiva. Ellos interpretaban y fijaban la doctrina religiosa. Porque eran maestros excepcionales de Israel se les daba este título de honor. Su reputación y estima ante el pueblo era suma. El Señor quiere que sus discípulos eviten a toda costa buscar esa estima personal, la gloria para sí mismos, olvidando que tan sólo son servidores de la verdad religiosa recibida de Dios, y no su fuente última.

Por último, les dice que no se hagan llamar “kathegetai”. Este término griego, que en la versión litúrgica castellana se traduce por “consejeros”, puede también traducirse por “conductores”, “guías”, “directores”, haciendo referencia a la vida moral y religiosa de Israel. Es aquí donde el Señor Jesús se coloca a sí mismo como el único “Consejero” de Israel.

A modo de conclusión, el Señor Jesús propone la norma de conducta que debe guiar a quienes sean nombrados para los primeros puestos, los puestos de magisterio, de gobierno, de guía u orientación para su Pueblo: «El primero entre ustedes sea servidor de los demás». La jerarquía no debe ser buscada para honor o engrandecimiento de la persona, debe aceptarse y ejercerse en espíritu de humilde servicio o diaconía para con los demás.

¿Quién de nosotros no ha escuchado la historia de algún escándalo producido por algún sacerdote, o alguna persona consagrada? A veces se trata de un escándalo sexual, y en los últimos tiempos la prensa ha difundido con gran despliegue algunos que otros casos de pedofilia. Las historias se han multiplicado, y aunque hayan pasado décadas, se toman por ciertas aún cuando no se puedan comprobar. En fin, escándalos siempre ha habido, y siempre habrán, porque todos somos frágiles, y también la Iglesia, que es santa porque su Fundador es santo, está compuesta de pecadores, que somos todos nosotros.

Ahora bien, ¿cuál es y cuál debería ser nuestra reacción ante estos escándalos?

Muchos toman estos escándalos como motivo o excusa para apartarse de la Iglesia, y, en consecuencia, para dejar de oír sus enseñanzas y dejar de nutrirse de sus sacramentos. Piensan que porque algunos miembros no actúan en coherencia con las enseñanzas de la Iglesia, hay que rechazar también a la Iglesia, pues pareciera que toda ella está corrupta.

El Señor Jesús nos da una gran lección también a nosotros, ante los escándalos que puedan suscitarse en la Iglesia, ante los escándalos protagonizados lamentablemente por algunos de quienes precisamente deberían dar el mejor ejemplo: «Hagan y cumplan lo que les digan; pero no hagan lo que ellos hacen, porque ellos no hacen lo que dicen». Nos pide hacer una distinción: la doctrina puede ser impecable, aún cuando quien la predica viva lo contrario. No debemos apartarnos de la doctrina de nuestra fe, de las enseñanzas de la Iglesia, y de la Iglesia misma, aún cuando algunos nieguen con sus obras los que predican con sus labios.

Quien escribe estas líneas es un sacerdote que, como todos, se sabe frágil y limitado. La doctrina que proclamo es impecable, porque sólo soy transmisor y servidor del Evangelio que he recibido de Cristo a través de la Iglesia. Y aunque muchos me puedan considerar un sacerdote bueno, yo también estoy en la lucha de ser cada día más coherente con la fe que predico, y de eso se trata. El mal ejemplo que a veces podemos dar no debe servir jamás de excusa a nadie para rechazar el Evangelio, la doctrina enseñada por la Iglesia, sino que debe convertirse en un aguijón y acicate para vivir esa enseñanza con más empeño, para yo convertirme en ejemplo de coherencia para los más débiles, para quienes se apartan de la Iglesia por algún mal ejemplo dado por uno o varios católicos. Muy cómodo, muy fácil y cobarde es decir: “yo no voy a la Iglesia porque todos son unos hipócritas”, y esgrimiendo la conducta incoherente de otros para sentirse justificados para renunciar a la fe y vida cristiana, o para vivirla “a su manera”, sin la Iglesia y lejos de ella. Lo valiente, lo difícil, el reto que el Señor mismo nos pone es adherirnos cada uno de nosotros a las enseñanzas de quienes nos transmiten el Evangelio fielmente, a pesar de que ellos mismos puedan un día caer y ser causa de escándalo para muchos. Comprendamos la debilidad humana, también la nuestra, y no dejemos que ella nos aparte del Señor y de su Iglesia, fundada sobre la roca que es Pedro.

No podemos olvidar que probablemente la gran mayoría de los sacerdotes y consagrados se esfuerzan diariamente por ser santos y hacen muchísimo bien. Sin embargo, son aquellos relativamente pocos que causan escándalo con su mal obrar los que obtienen mayor difusión de la prensa. Por eso, ante el escándalo de aquellos que dicen y no hacen, que con sus acciones han producido grandes heridas a la Iglesia toda, y quizá a nosotros personalmente, sea nuestra opción adherirnos con firmeza al Evangelio que incluso ellos han proclamado, y vivirlo nosotros intensamente, para ser luz en medio de las tinieblas. De mí y de ti depende que incluso aquellos que se han apartado de la Iglesia por el antitestimonio de algunos, puedan volver a encontrarse con el Evangelio de Jesucristo y con Jesucristo mismo, Aquél que es la única fuente de nuestra vida, amor y felicidad. Seamos nosotros, apóstoles del Evangelio de Jesucristo, a pesar de nuestras incoherencias. Procuremos nosotros ser obedientes a sus enseñanzas, cada día menos incoherentes, cada día menos hipócritas. Así seremos, con la ayuda de la gracia, cada día más fieles y cada día más santos.

575: Muchas de las obras y de las palabras de Jesús han sido, pues, un «signo de contradicción» (Lc 2, 34) para las autoridades religiosas de Jerusalén, aquéllas a las que el Evangelio de S. Juan denomina con frecuencia «los judíos», más incluso que a la generalidad del pueblo de Dios. Ciertamente, sus relaciones con los fariseos no fueron solamente polémicas. Fueron unos fariseos los que le previnieron del peligro que corría. Jesús alaba a alguno de ellos como al escriba de Mc 12, 34 y come varias veces en casa de fariseos. Jesús confirma doctrinas sostenidas por esta élite religiosa del pueblo de Dios: la resurrección de los muertos, las formas de piedad (limosna, ayuno y oración) y la costumbre de dirigirse a Dios como Padre, carácter central del mandamiento del amor a Dios y al prójimo.

581: Jesús fue considerado por los judíos y sus jefes espirituales como un «rabbi». Con frecuencia argumentó en el marco de la interpretación rabínica de la Ley. Pero al mismo tiempo, Jesús no podía menos que chocar con los doctores de la Ley porque no se contentaba con proponer su interpretación entre los suyos, sino que «enseñaba como quien tiene autoridad y no como los escribas» (Mt 7, 28-29). La misma Palabra de Dios, que resonó en el Sinaí para dar a Moisés la Ley escrita, es la que en El se hace oír de nuevo en el Monte de las Bienaventuranzas. Esa palabra no revoca la Ley sino que la perfecciona aportando de modo divino su interpretación definitiva: «Habéis oído también que se dijo a los antepasados... pero yo os digo» (Mt 5, 33-34). Con esta misma autoridad divina, desaprueba ciertas «tradiciones humanas» (Mc 7, 8) de los fariseos que «anulan la Palabra de Dios» (Mc 7,13).

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