Buscaré la oveja perdida (Ez 34, 16). Cristo tiene que reinar (1Cor 15, 25). Venid, benditos de mi Padre (Mt 25, 34)
Con la Fiesta de Cristo Rey cerramos el Año Litúrgico, después de haber celebrado los misterios de su Vida, Pasión y Muerte. La liturgia de este domingo nos invita a dirigir nuestra mirada al comienzo de la eternidad, fiesta escatológica, que tiene lugar al final de los tiempos, en la que contemplamos a Cristo en funciones de rey, con plenitud de poderes, para sentenciar definitivamente a toda la humanidad. Y si es fiesta, para nosotros ha de tener un sentido de gozo y de alegría, porque confiamos en que podremos esperar aquello de venid vosotros, benditos de mi Padre, heredad el reino… (Mt 25, 34).
En la liturgia católica todo tiene un sentido eminentemente popular, comunitario: símbolos, fórmulas, ritos, fiestas… Entre éstas, ninguna como la de Cristo Rey, cualesquiera que sean los sentimientos que susciten las instituciones monárquicas en las sociedades. La figura de Cristo, reinando en los corazones de los fieles, pero también en la sociedad, en las instituciones, inspirando a los gobernantes todos, es la que tuvo en mente el Papa Pío XI al establecer esta fiesta en 1925.
Cristo, Rey del mundo invisible de las conciencias, pero también del mundo visible para que se haga realidad esa proclamación solemne en el Prefacio de la misa: “un reino de verdad y de vida, de santidad y de gracia; un reino de justicia, de amor y de paz”, reino éste que el hombre, haciendo mal uso de la libertad que le regaló Dios, lo convierte con harta frecuencia, en algo parecido a un infierno… ¡Ojalá que los hombres todos, especialmente quienes detentan el poder, se den cuenta siempre de las responsabilidades que tienen! Y ¡ojalá que los súbditos tomen conciencia de los deberes que les incumben!
Cristo es Rey por derecho de creación: el mundo se hizo por medio de Él (Jn 1, 10); y por derecho de conquista: El Hijo de hombre… ha venido a dar su vida en rescate por muchos (Mt 20, 28). Cristo es Rey, porque en Él se da el triple poder de: legislar…, de juzgar… y de premiar o castigar.
Nosotros somos sus súbditos y a mucha honra. “Los cristianos -decía Rousseau- nacieron para ser esclavos”, pero lo que él no sabía era que “servir a Dios es reinar con Él”. ¿Dónde tenía este personaje los ojos para no ver que no hubo hambres más libres que todos aquellos cristianos que, por ser fieles a su Rey y su Dios, se opusieron a cuanto degradaba su verdadera dignidad? Precisamente, el pasado día 6 en toda España se celebraba la fiesta de los 497 mártires que quisieron proclamar su fe cristiana en la persecución de 1936; y aquí, en esta Basílica, el domingo, día 8, recordábamos a los 97 agustinos, entre ellos y en su mayor parte, moradores de este Monasterio. Vengan los Rousseau de turno y reconozcan si aquellos héroes eran libres para proclamar con su vida la fe en Cristo Rey.
En el evangelio hemos contemplado al Señor sentado en su trono, impartiendo justicia. No temamos; seremos juzgados por un Dios que se definió como Amor y las materias serán precisamente el amor y el servicio. “En el atardecer de nuestras vidas -decía un gran amigo de Dios, san Juan de la Cruz- seremos examinados sobre el amor”, un amor y servicio a Dios y al prójimo. Pero, fijaos que en el examen que haga no va a emplear la palabra amor; es claro que se supone en el listado que presenta a los examinandos: Tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, fui forastero y me hospedasteis, estuve desnudo y me vestisteis, enfermo y me visitasteis, en la cárcel y vinisteis a verme (Mt, 25, 35-36). Justamente, las obras de misericordia, obras que brotaron de un amor misericordioso. La sentencia condenatoria que dictará Cristo a los que están al otro lado tendrá como causa de su condena la omisión de las mismas obras de misericordia que habían practicado los del otro grupo.
Es impresionante la motivación última: lo que hayamos hecho o hayamos dejado de hacer con todas esas personas lo hemos hecho o lo dejado de hacer con Él mismo: conmigo lo hicisteis (Mt 25, 40). Anticipemos la pregunta final: ¿hemos amado, hemos descubierto a Cristo presente en la persona de nuestros hermanos, hemos descubierto a los enfermos y a los fracasados? Resulta que Él estaba todo el tiempo ahí cerca, en la persona de cualquiera de nuestros hermanos; el mismo Jesús que en el día final será el pastor que separará a las ovejas de las cabras. Lo que hicieron unas con sus hermanos y lo que dejaron de hacer las otras, en definitiva, se lo hicieron o lo dejaron de hacer a Él en la persona a la que acogieron o abandonaron.
Con toda razón se dice que ésta es una de las páginas más incómodas del Evangelio. Se entiende demasiado. Cada uno de nosotros no podemos poner cara de extrañados o aducir que no lo sabíamos; ya no lo había avisado Él. Aún más, nos ha dicho cuáles van a ser las preguntas del examen final.
Teófilo Viñas O.S.A.
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