09 noviembre 2023

DOMINGO XXXII ORDINARIO 12 de noviembre del 2023

 DOMINGO XXXII ORDINARIO

 

12 de noviembre del 2023

“Estén preparados, porque no saben ni el día ni la hora”


La parábola de las cinco vírgenes necias y de las cinco vírgenes sabias está comprendida dentro de la sección del Evangelio de Mateo llamada “discurso escatológico”, que abarca los capítulos 24 y 25. La palabra griega ésjatos significa “lo último”. La escatología es el tratado de “las cosas últimas”, es decir, lo que viene después de la muerte, el fin último del hombre y de la historia de la humanidad, tal y como la conocemos en el tiempo presente. En estos capítulos el Señor Jesús instruye a sus discípulos sobre estas “realidades últimas”.

Para ubicarnos en el contexto, hagamos un breve resumen de dicho discurso. En el capítulo 24 Mateo describe aquella ocasión en la que, al salir del Templo de Jerusalén, los discípulos le comentan extasiados sobre la majestuosidad y belleza del edificio. El sólido e imponente Templo parecía indestructible. El Señor Jesús aprovecha la ocasión para hacer un sorpresivo y dramático anuncio: «no quedará aquí piedra sobre piedra que no sea derruida» (v. 2).

El anuncio probablemente causó un impacto tremendo en los discípulos. ¿Cómo era posible que de la Casa de Dios no quedara piedra sobre piedra? De momento quedarían atónitos y sólo más tarde, estando el Señor Jesús enseñando en el Monte de los Olivos, «se acercaron a Él en privado y le dijeron: “Dinos cuándo sucederá eso, y cuál será la señal de tu venida y del fin del mundo”» (v. 3).

Es entonces que el Señor habla de los últimos tiempos: los discípulos serán sometidos a la confusión, se desatará una terrible persecución cuando llegue aquél día; algunos signos cósmicos impactantes precederán la inminente venida del “Hijo del hombre”.  Con su venida gloriosa al final de los tiempos, también conocida como la parusía del Señor, terminará la historia humana tal y como la conocemos actualmente, se dará la resurrección de los muertos y el juicio universal.

Sobre el cuándo sucederá todo esto el Señor no da fecha alguna y, más allá de hablar de los signos previos al final, se limita a pronunciar algunas parábolas cuya lección fundamental es una misma: lo que debe preocupar al discípulo no es el momento preciso, sino el estar preparado en todo momento, siempre en vela, ya que nadie sabe ni el día ni la hora.

El discípulo debe permanecer vigilante tal y como vigila un hombre para que el ladrón no robe su casa, debe velar como vela en el cumplimiento de sus deberes un administrador fiel en ausencia de su señor (24, 45ss), o como vela una virgen que se provee de suficiente aceite para su lámpara en caso tarde en llegar el esposo a recoger a la esposa, o como vela un siervo hacendoso que multiplica los talentos que le han sido confiados por su señor mientras este se ausenta.

Todos estos son relatos que insisten en la necesidad de la “vigilancia” en la que debe permanecer el cristiano, en espera de la parusía.

En el Evangelio de este Domingo el Señor Jesús, para elaborar su parábola, echa mano de una escena de la vida cotidiana: la boda judía. «Entre los judíos, el matrimonio legal se realizaba, después de algunas gestiones preparatorias, mediante dos procedimientos sucesivos, que eran los desposorios y las nupcias. Los desposorios no eran, como hoy entre nosotros, la simple promesa de matrimonio futuro, sino el perfecto contrato legal de matrimonio, o sea el verdadero matrimonium ratum. Por lo tanto, la mujer desposada era esposa ya, podía recibir el acta de divorcio de su desposado-marido, a la muerte de éste pasaba a ser viuda en regla, y en caso de infidelidad era castigada como verdadera adúltera conforme a las normas del Deuteronomio (22, 23-24). Esta situación jurídica es definida con exactitud por Filón cuando afirma que entre los judíos, contemporáneos de él y de Jesús, el desposorio valía tanto como el matrimonio. Cumplido este desposorio-matrimonio, los dos desposados-cónyuges permanecían algún tiempo todavía con sus respectivas familias. Semejante tiempo, habitual­mente, se extendía hasta un año si la desposada era virgen y hasta un mes si viuda, y se empleaba en los preparativos de la nueva casa y del equipo familiar. (…) Las nupcias se celebraban una vez transcurrido el tiempo susodicho y consistían en la introducción solemne de la esposa en casa del esposo. Empezaba entonces la convivencia pública y con esto las formalidades legales del matrimonio estaban cumplidas» (G. Ricciotti).

Según la misma costumbre judía las nupcias comenzaban al ponerse el sol. Acompañada por sus amigas y por un cotejo de vírgenes, es decir, jóvenes aún no desposadas, la esposa esperaba en su casa la llegada del esposo. Estas iban a casa de la esposa con una lámpara encendida, no tanto para alumbrarse en el camino como para aumentar la alegría de la fiesta.

El esposo, acompañado por un grupo de amigos y familiares, venía a casa de la esposa para llevarla a su casa. El traslado se realizaba en medio de un cotejo festivo. La esposa, hermosamente vestida y engalanada, era llevada en una litera. Los cantos jubilosos acompañaban al cotejo a lo largo del camino. Ya en la casa de los esposos se celebraba el banquete de bodas.

Esta estampa de la vida cotidiana la utiliza el Señor para aplicarla a su propia venida al final de los tiempos.

El esposo que tarda en llegar es el mismo Señor Jesucristo (ver Ap 19, 6ss). Su venida, entrada ya la noche, es su venida al final de los tiempos, su parusía.

Las diez vírgenes que estaban en casa de la esposa a la espera del esposo, con sus lámparas de barro encendidas de acuerdo al uso, representan a los discípulos y la necesidad de las obras para poder entrar en el gozo de su Señor. «La espera, al prolongarse, se torna insidiosa, porque hace descuidar la preparación que eventual­mente existía en un principio y olvidar la realidad de la “venida”. Además, el haber estado preparado sólo al principio no sirve de nada a quien no se encuentre preparado también en el último minuto, el de la “venida”» (Ricciotti).

De estas diez vírgenes cinco son calificadas por el Señor de “necias”. El término griego morai puede traducirse también por embotadas (de mente)estúpidastontasimprevisoras, imprudentes. Estas jóvenes no esperaban que el esposo podía demorar tanto, y al hacerse larga la espera, ya no les quedaba suficiente aceite para mantener encendida la lámpara. La lámpara sin aceite es la fe muerta, una fe que no ha sabido mantenerse viva por las obras de la caridad. Las vírgenes necias representan a aquellos que no se encuentran preparados para cuando llegue el Señor.

En contraposición están aquellas que el Señor califica de “prudentes”, del griego fronimoi, que también puede traducirse por inteligentessabias, previsoras. Son las que llevaron aceite extra para rellenar sus lámparas en caso demorase el esposo. Estas vírgenes representan a aquellos que se encuentran preparados para cuando llegue el Señor, preparados porque han sabido perseverar en las obras de caridad que nutren y mantienen viva la fe y esperanza en el Señor.

La puerta cerrada, la súplica de las vírgenes necias para que les abran y dejen entrar, y el rechazo definitivo del esposo expresado con aquella durísima fórmula de excomunión: «Les aseguro que no las conozco», preceden a la moraleja de la parábola que concluye con la seria admonición: «estén preparados, porque no saben ni el día ni la hora».

La tardanza, la demora, así como el desconocimiento del día y la hora, pero la certeza de que viene, deben alentar a una vigilancia incesante, ininterrumpida, a estar preparados en todo momento, a toda hora. El tiempo presente es «un tiempo de espera y de vigilia» (Catecismo de la Iglesia Católica, 672).

«Estén preparados, porque no saben ni el día ni la hora». Ésta es la gran lección que el Señor nos da también a nosotros, sus discípulos, con la parábola de las vírgenes prudentes y las necias.

Pero, ¿a qué “día y hora” se refiere el Señor? Si bien en el Evangelio se refiere a su venida gloriosa al final de los tiempos, lo más probable es que ese momento sea para nosotros el momento de nuestra propia muerte.

Pensar en la propia muerte no es algo que hagamos con frecuencia. Al contrario, lo normal es procurar evadir ese pensamiento por la inseguridad, por la angustia o miedo que nos produce. Muchos preferimos vivir el día a día “protegidos” por la ilusión de que la muerte nos llegará un día demasiado lejano, acaso ya de viejos, si no lo somos aún.

Pero lo cierto es que no sabemos cuándo la muerte tocará a nuestra puerta, y ese cuándo puede ser hoy mismo (Ver Lc 12,20). Por más jóvenes que seamos, o saludables que estemos, un accidente inesperado puede acabar con nuestra frágil existencia de un momento para otro.

Steve Jobs, fundador de Apple, compartía en el 2005 su propia experiencia con un numeroso grupo de jóvenes egresados de la Universidad de Stanford. Entonces les decía: «Cuando tenía 17 años, leí una sentencia que decía algo así como “si vives cada día como si fuera tu último, algún día ciertamente acertarás”. Esta sentencia causó una fuerte impresión en mí, y desde entonces, en los últimos 33 años, me miro al espejo cada mañana y me pregunto a mí mismo: ¿si hoy fuera el último día de mi vida, querría hacer lo que estoy a punto de hacer hoy día? Y cada vez que la respuesta era un “no”, por muchos días consecutivos, sabía que necesitaba cambiar algo. Recordar que todos moriremos pronto, es la herramienta más importante que jamás haya encontrado para hacer las grandes decisiones en la vida. Porque casi todo, todas las expectativas externas, todo orgullo, el miedo al ridículo o al fracaso, todo eso desaparece frente a la muerte, dejando sólo lo que es verdaderamente importante. Recordar que vas a morir es la mejor manera que conozco para evitar la trampa de pensar que tienes algo que perder. Ya estás desnudo. No hay ninguna razón para no seguir tu corazón». Steve Jobs, luego de una larga lucha contra el cáncer, falleció el 5 de octubre del 2011. Para él llegó ya aquél “ultimo día”.

¿Recordamos nosotros que algún día moriremos? ¿Hago yo del “recuerdo de la muerte” un instrumento poderoso para tomar decisiones importantes en mi vida con el fin de cambiar el mundo según el Evangelio? ¿Hago yo de la “memoria de la muerte” un incentivo poderoso para hacer esos cambios necesarios en mi propia vida, pequeños o grandes, para ganar el Cielo y conquistar la eternidad?

Quienes no vivimos como aquellos «hombres sin esperanza» (1Tes 4, 13), quienes «creemos que Jesús ha muerto y resucitado» (1Tes 4, 14), creemos también que «Dios… nos resucitará también a nosotros mediante su poder» (1Cor 6,14). Los cristianos sabemos que la muerte es una “pascua”, un paso de esta vida a la Presencia del Señor. Los cristianos creemos que luego de la muerte seremos juzgados (ver Heb 9, 27), y que ese juicio será un juicio sobre el amor: ¿cuánto he amado? ¿Cuánto me he hecho semejante a Jesús por el amor, por la caridad? Quien sea hallado “revestido de Cristo” por la caridad, pasará a esa fiesta que jamás tendrá fin (ver Mt 22,1-14). Si en cambio vamos pasando la vida “adormilados”, “dormidos”, sin aprovisionarnos del “aceite” de las buenas obras necesario para mantener encendida la lámpara de la fe, nos exponemos a nosotros mismos a escuchar aquellas terribles palabras del Señor: «En verdad te digo que no te conozco».

La memoria de la muerte, así como pensar en el Encuentro que viene después de ese tránsito, debe ser para todo cristiano un estímulo constante para vivir de acuerdo a las enseñanzas de Jesucristo, para amar más, para amar como Jesús y para, desde ese amor, ayudar a la transformación de muchos corazones y del mundo entero.

Así pues, recuerda que un día morirás, y que ese día puede ser hoy mismo. Un día sin duda acertarás tú también. Procura tú también hacer de ese recuerdo un fuerte estímulo para vivir con sensatez, con la lámpara de la fe encendida y nutrida por el aceite de las obras de la caridad. No dejes pasar este día para convertirte más al Amor. No te acostumbres a decir: “¡mañana!”, para mañana decir nuevamente: “¡mañana, mañana!”. ¡Hoy es el día favorable! ¡Hoy es día de misericordia! Sí, Dios te ha prometido misericordia, pero no te ha prometido el mañana.

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