La parábola de los viñadores homicidas la pronuncia el Señor inmediatamente después de la parábola de los dos hijos, es decir, en el mismo contexto de la parábola anterior. Está dirigida, por tanto, a los miembros del sanedrín, a los «sumos sacerdotes y ancianos del pueblo» (Mt 21,23), a «los príncipes de los sacerdotes y los fariseos» (Mt 21,45) que se habían acercado a Él cuando enseñaba en el Templo para interrogarle sobre la autoridad con que enseñaba y realizaba sus obras.
La imagen del señor que arrienda su viña la toma el Señor de la costumbre existente en aquellos tiempos. En Galilea muchas tierras de labranza se encontraban en manos de “extranjeros” que iban “de viaje” o vivían incluso fuera de Israel. Existía hacia estos dueños un gran odio por parte de los judíos, lo que permite comprender la actitud agresiva de los viñadores hacia los enviados y finalmente el intento de apoderarse de las tierras asesinando al hijo, heredero de aquellas tierras.
¿Por qué creen que matando al hijo se quedarán con la tierra? Una cláusula normaba que una herencia sin heredero podía ser tomada por cualquiera, dándose preferencia a quien primero tomase posesión de ella. La parábola de la viña arrendada a unos labradores resume la historia de Israel, núcleo de la historia de la salvación de la humanidad. Al ver venir al hijo dan por supuesto que el padre ha muerto y que él viene a tomar posesión de su herencia. Muerto el dueño y muerto el heredero, ellos podrían tomar posesión de la viña legalmente. Este habría sido su razonamiento.
El uso de la imagen de la viña no era nuevo. Siglos antes el profeta Isaías había utilizado esta imagen aplicándola a Israel (1ª. lectura): «Mi amigo tenía una viña». El amigo representaba a Dios y su viña amada al pueblo de Israel. Dios, como un hombre enamorado de su viña, hizo todo lo que estaba a su alcance para que su viña produjese uvas de excelente calidad, dulces y sabrosas, y sin embargo su viña dio agraces, uvas muy amargas: «Esperó [Dios] de ellos cumplimiento de la ley, y ahí tienen: asesinatos; esperó justicia, y ahí tienen: lamentos». De este modo Dios denuncia por medio de su profeta cómo Israel, en vez de dar los frutos de justicia y santidad esperados, se apartó del buen camino para obrar el mal.
Otros profetas hacen uso también de esta misma imagen: «La viña del Señor es el pueblo de Israel» (Salmo responsorial; ver Jer 2,21; 12,10; Ez 17; Os 10,1). Por ello en la mente de todo israelita la imagen de la viña estaba fuertemente vinculada al pueblo de Israel, tanto así que Herodes hizo colocar en la parte superior del santuario en el Templo de Jerusalén, rodeándolo, una enorme vid labrada en oro, con racimos del tamaño de un hombre, según Flavio Josefo. Aquella vid simbolizaba al pueblo de Israel.
En resumen, al pronunciar el Señor Jesús su parábola todos comprendieron de inmediato que la viña era Israel y que el dueño de la misma era Dios.
Los siervos maltratados o muertos que venían a buscar los frutos representaban evidentemente a los profetas, enviados por Dios para reclamar a los viñadores los frutos de justicia que debía producir su viña amada. Los viñadores homicidas representan a los jefes religiosos de Israel, responsables de trabajar y hacer fructificar la viña con frutos de justicia y santidad. Sin embargo, en vez de ofrecer a Dios estos frutos de conversión, maltrataron y asesinaron a los profetas.
Pero los viñadores homicidas representaban no sólo a los líderes religiosos del pasado, sino también a los que el Señor tenía ante sí. Éstos terminarán matando al hijo amado del Padre —como anticipa el Señor en su parábola— llevando así la obra asesina iniciada por sus padres a su máxima malicia. La realización de esta parte de la parábola mira a un futuro cercano, cuando Él sea “sacado de la viña”, es decir, fuera de las murallas de Jerusalén, para ser crucificado.
Al identificarse el Señor con el hijo del dueño de la viña establece una diferencia fundamental con los grandes profetas que lo antecedieron. El Señor da a entender veladamente que Él es de la misma naturaleza divina de su Padre (ver Jn 5,18; Flp 2,6; Col 1,15-19).
La alegoría culmina con una pregunta dirigida por el Señor a los líderes religiosos que lo escuchan: «cuando vuelva el dueño de la viña, ¿qué hará con aquellos viñadores?». Sin comprender aún que los viñadores homicidas los representaban también a ellos, responden sin darse cuenta que a sí mismos se están condenando: «Hará morir sin compasión a esos malvados y arrendará la viña a otros viñadores, que le entreguen los frutos a su tiempo».
LUCES PARA LA VIDA CRISTIANA
No pocas veces en situaciones de prueba, de angustia, de sufrimiento, de vacío y soledad, se alza desde lo profundo de nuestra alma atribulada una airada queja: “Dios mío, ¿dónde estás? ¿Por qué no vienes en mi auxilio? ¿Por qué no actúas?”
A esa queja Dios responde: «¿Qué más se puede hacer ya a mi viña, que no se lo haya hecho yo?» (Is 5,4). ¿Es que de verdad Dios hace poco o nada por nosotros? ¿O es que estamos tan ciegos que no nos damos cuenta de todo lo que Dios ha hecho y hace por nosotros?
Hoy y cada día es bueno para tomar conciencia y recordar todo lo que Dios ha hecho por su viña, todo lo que Dios ha hecho por mí, que formo parte de esa viña: Dios ha creado el universo entero y este mundo hermoso, ha creado al ser humano “a su imagen y semejanza” invitándolo a realizarse plenamente en el fiel cumplimiento de su Plan y a vivir la comunión de amor con Él por toda la eternidad.
Pero, ante tal don e invitación, ¿cuál fue la respuesta de su criatura? El rechazo, la negación a corresponder al amor de Dios, la negativa a cumplir su Plan lleno de sabiduría y amor, el deseo de echar a Dios fuera de la “viña”, fuera de la propia vida y de la convivencia social para afirmarse en sí misma y “ser como dios” pero sin Dios (ver Gén 3,5). De ese modo la viña amada dio agraces, introduciendo en el mundo creado la amargura de la muerte, del dolor y del sufrimiento.
¿Qué hizo Dios ante el rechazo de su criatura? En vez de destruir, abandonar o rechazar a su amada criatura buscó preparar nuevamente el terreno: eligió y se formó un pueblo, Israel, a quien envió a los profetas. Finalmente, envió a su propio Hijo: En Cristo, ¡Dios mismo se hizo hombre!
Ante esta respuesta amorosa de Dios, que ya de por sí es inaudita, podemos preguntarnos: ¿Qué más pudo hacer Dios por mí?
Pues hizo más aún: el Señor Jesús, luego de proclamar el Evangelio a todos los hombres, llevó su amor al hombre hasta el extremo, ofreciendo en el Altar de la Cruz su propia vida por nuestra reconciliación.
¿Qué más pudo hacer Dios por mí? Hizo más aún: resucitó, nos dio su Espíritu, nos dejó su Iglesia y en ella el Sacramento de la vida nueva, el Bautismo, el Sacramento de la Reconciliación, así como también ¡el Sacramento de su Presencia real en la Eucaristía!
Sí, también hoy, en cada Eucaristía, en el pan y vino consagrados, Cristo-Dios se hace presente, real y verdaderamente presente en tu vida y en la mía. ¡Es Dios que viene a nosotros y nuevamente se entrega por nosotros para nutrirnos de su Amor, para fortalecernos, para sostenernos en las pruebas y debilidades, para llenarnos de esperanza, de fe y caridad! ¿Qué más pudo haber hecho Dios por mí?
La pregunta ya no es, pues, “por qué no actúas en mi vida”, sino cómo correspondo yo a tanto don, a tanto amor, a tanta entrega. ¿Produzco yo los frutos de santidad, de caridad y de apostolado que Dios espera de mí? (ver Jn 15,8) ¿Se los entrego a Dios? ¿O produzco agraces, obras de pecado que amargan mi vida y la de los demás?
Dice el Señor: «La gloria de mi Padre está en que deis mucho fruto, y seáis mis discípulos» (Jn 15,8). Dice asimismo: «El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto» (Jn 15,5). Sólo nuestra permanencia en Cristo nos garantiza la fecundidad de las buenas obras, esos frutos “dulcificados” y madurados por la caridad.
¿Cómo permanezco unido a Él? Meditando sus enseñanzas para procurar ponerlas por obra (ver 1Jn 3,6.24), rezando todos los días (ver Lc 18,1), acudiendo inmediatamente al Sacramento de la Reconciliación si me he apartado de Él. Pero además hay otro medio fundamental: «El que come mi Carne y bebe mi Sangre, permanece en mí, y yo en él» (Jn 6,56). ¡La Eucaristía! Claro que comulgar el Cuerpo y la Sangre de Cristo exige tener un corazón bien dispuesto (ver 1Cor 11,27) y por otro lado, exige la firme decisión de amar y actuar como Él: «Quien dice que permanece en Él, debe vivir como vivió Él» (1Jn 2,6). Así, pues, nutridos de Cristo, obremos en las diversas circunstancias de la vida como Cristo mismo actuaría en nuestro lugar. ¡Entonces estaremos produciendo buen fruto!
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