El Señor pronuncia una nueva parábola, una comparación con un ejemplo tomado de la vida cotidiana. El personaje principal de la parábola es el propietario de una viña. La viña evoca en primer lugar al pueblo de Israel, considerada como la “viña de Dios” (ver Sal 80,9-16; Is 5,1-4).
Llegado el tiempo de la cosecha el propietario requiere operarios que ayuden a sus siervos en la ardua tarea de la recolección de las uvas. Él mismo sale al amanecer a la plaza del pueblo, donde la gente necesitada de trabajo se reunía esperando a que alguien los contratase para la jornada. A horas tempranas el dueño de la viña encuentra un grupo de hombres y conviene con ellos en pagarles un denario por la jornada de trabajo.
Un denario era considerado un salario justo por un día de trabajo. El pago se realizaba al finalizar la jornada, pues en la Ley de Moisés estaba estipulado: al trabajador «dale cada día su salario, sin dejar pasar sobre esta deuda la puesta del sol, porque es pobre y lo necesita» (Dt 24,15; ver Lev 19,13).
El propietario de la viña vuelve nuevamente a media mañana, hacia mediodía y a media tarde a la plaza en busca de más operarios. A éstos les ofrece pagarles ya no un denario sino «lo debido».
Finalmente vuelve una vez más «al caer la tarde y encontró a otros, sin trabajo». Ni siquiera faltando una hora para que el sol se oculte el dueño de la viña cesa en su búsqueda. También a éstos los contrata para trabajar en su viña en lo que queda del día.
Sin duda estos últimos no esperaban recibir mucho por una hora de trabajo. Aún así, ante la necesidad de llevar algo a casa para el sustento de los suyos, poco sería mejor que nada.
Es a los últimos a los que el capataz manda pagar primero, y manda pagar no «lo debido», sino un denario. Desde el punto de vista de la justicia, aquellos hombres recibieron un pago inmerecido, fruto de la magnanimidad y generosidad del dueño de la viña.
También aquellos que habiendo soportado todo el peso de la jornada recibieron el denario, lo que en justicia les correspondía. No alabaron ni se alegraron por la generosidad y magnanimidad mostrada por el dueño de la viña con aquellos operarios contratados al final del día, sino que juzgaron como una injusticia que se les pagara lo mismo habiendo trabajado más. Llenos de amargura empezaron a hablar mal del dueño de la viña, manifestaron su queja y se pusieron a reclamar un pago mayor para ellos. El dueño de la viña, llamando a uno que acaso era el líder de aquel grupo de exaltados, le hace ver que no les hacía ninguna injusticia: se habían arreglado en un denario por la jornada.
Luego de manifestar que en justicia nos les debía más, evidencia la causa de aquel comportamiento inapropiado: «¿Vas a tener tú envidia porque yo soy bueno?». De este modo el propietario no sólo sale al paso del terrible subjetivismo de aquellos hombres mostrándoles la verdad objetiva, sino que con mirada penetrante va a la raíz del problema, que es de tipo espiritual: es la envidia lo que les lleva a amargarse por el gesto de bondad realizado por aquel señor.
Nuestra versión castellana traduce por “envidia” lo que en el original griego dice “ojo malo”. En la mentalidad semita el ojo era considerado como el reflejo o espejo de lo que hay en el corazón del hombre. Cuando los hebreos decían de un hombre que tenía ojo bueno, querían decir que tenía un corazón generoso y benéfico. Un hombre con ojo malo en cambio era aquel que tenía un corazón lleno de envidia: «Maligno es el ojo del envidioso» (Eclo 14,8). El hombre con “ojo malo” es incapaz de ver la bondad en el corazón ajeno. El hombre cuyo corazón está lleno de envidia es incapaz de alegrarse por el beneficio que recibe su prójimo. De este modo el envidioso «desprecia su misma alma» (Eclo 14,8), es decir, su veneno termina volviéndose contra él mismo.
En la parábola el propietario de la viña representa al Padre eterno. Él sale una y otra vez en busca del hombre, en busca de todos aquellos que quieren trabajar en su viña y recibir el denario al final del día. Aquellos contratados al amanecer y a las diversas horas del día serían los judíos, mientras “los gentiles” serían los llamados al atardecer. Puede aplicarse también a todos los hombres que van siendo buscados por Dios en las diversas horas o etapas de la vida y se dejan encontrar por Él. El pago del denario viene a ser la incorporación de aquellos hombres en el Reino de los Cielos, su participación en la felicidad de la vida eterna.
La parábola resalta la absoluta libertad y bondad de Dios en la distribución de sus bienes. Dios es justo en su obrar cuando paga lo convenido a quienes trabajaron todo el día, y brilla por su magnanimidad, compasión y misericordia cuando da lo mismo a quien sólo ha trabajado una hora al final del día. Incluso el pago justo dado a los primeros es un don que brota de su bondad y generosidad.
LUCES PARA LA VIDA CRISTIANA
Llama la atención la reacción de los jornaleros, que protestan porque a los últimos se les paga lo mismo que a los que trabajaron desde la mañana. Se quejan porque consideran injusto que a ellos, habiendo trabajado más, se les pague igual. El dueño de la viña pone de manifiesto lo que en realidad se esconde detrás del reclamo aparentemente justo: «¿Vas a tener tú envidia porque yo soy bueno?» (Mt 20,15).
La envidia es la tristeza que se experimenta ante el bien o prosperidad del prójimo, así como también el gozo ante el daño o mal que sufre. San Agustín calificaba la envidia como el «pecado diabólico por excelencia», y San Gregorio Magno afirmaba que «de la envidia nacen el odio, la maledicencia, la calumnia». ¡Cuántos llevados de la envidia inventan historias, divulgan o exageran defectos del prójimo, se dedican a dañar o destruir su buena fama o reputación!
Las causas de la envidia son innumerables. Basta que otro tenga más dinero o belleza, más fama o fortuna en la vida, más habilidad en esto o en lo otro, mejores notas o mayores triunfos, mayor inteligencia, dones, talentos, capacidades que nosotros no poseemos, etc., para que experimentemos en el corazón un movimiento de envidia.
La envidia no sólo se da entre desconocidos, también se da entre amigos o hermanos. No pocas veces escuchamos a los niños protestar llorosos o airados ante sus padres: “¿Por qué a él sí y a mí no? ¡Qué injusto!” ¡Cuántas veces reclamamos también nosotros de la misma manera ante todo lo que juzgamos como una “injusticia” que se nos hace, o que nos hace “la vida” cuando favorece a otros con éxitos, logros, una aparente felicidad, mientras que a nosotros nos toca luchar y sufrir tanto!
La envidia produce numerosas heridas, rencores, resentimientos, que van envenenando el propio corazón y van difundiendo ese veneno por doquier. Muchas veces buscará destruir a aquellos a quienes considera más favorecido, por ejemplo, dirigiendo contra ellos o ellas una crítica incesante, cargada de amargura, que busca resaltar, exagerar o inventar defectos para destruir su buena reputación y fama e indisponer a todos los que pueda contra la persona envidiada.
El envidioso se encierra cada vez más en su propio egoísmo. El estar mirándose primero a sí mismo lo vuelve mezquino, lo hace incapaz de alegrarse cuando el otro progresa o recibe beneficios que él no. Como está siempre centrado en sí mismo y en su propio interés, percibe un beneficio hecho a otro como una afrenta e injusticia que se comete contra él, tal y como vemos en el Evangelio.
¿Cuál es el remedio a este terrible mal, a este pecado diabólico que sin duda a todos nos afecta, en mayor o menor medida? He aquí la recomendación de Fray Luis de Granada: «si quieres una muy cierta medicina contra este veneno, ama la humildad y aborrece la soberbia, que ésta es la madre de esta peste. Porque como el soberbio ni puede sufrir superior ni tener igual, fácilmente tiene envidia de aquellos que en alguna cosa le hacen ventaja, por parecerle que queda él más bajo si ve a otros en más alto lugar».
Y si quieres asemejarte más aún al Señor, pon por obra también este otro sabio consejo de aquel mismo maestro espiritual: «no te debes contentar con no tener pesar de los bienes del prójimo, sino trabaja por hacerle todo el bien que pudieres, y pide a nuestro Señor le haga lo que tú no pudieres».
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