25 julio 2023

Domingo 30 julio: El más preciado tesoro

 1.- “En aquellos días, el Señor se apareció en sueños a Salomón y le dijo: Pídeme lo que quieras” (1R 3,5) Salomón ha sucedido a su padre el rey David. Ahora es él quien se sienta en el trono de la casa de Jacob, quien rige los destinos del pueblo. El pasaje de hoy nos presenta al joven rey después de haber ofrecido un sacrificio a Yahvé, el Dios vivo de Israel. Por la noche, durante el sueño, Salomón tiene una visión. Dios se le presenta y le pregunta qué es lo que más desea, cuál es su mayor anhelo para concedérselo, sea lo que fuere.

Salomón responde: “Señor, Dios mío, tú has hecho que tu siervo suceda a David, mi padre, en el trono, aunque yo soy un muchacho y no sé desenvolverme. Tu siervo se encuentra en medio de tu pueblo, un pueblo inmenso, incontable, innumerable. Da a tu siervo un corazón dócil para gobernar a tu pueblo, para discernir el mal del bien…”. Salomón se ha olvidado en su petición de sí mismo, sólo está preocupado, hondamente, de su pueblo, de cómo regirlo con acierto, teniendo en cuenta el bien común de todos, sin dejarse llevar del favoritismo, ni de las apariencias. Ha preferido los bienes espirituales a los materiales. Buen ejemplo para cada uno de nosotros que tantas veces pedimos con una visión egoísta, sin mirar el bien de los demás, sin tener en cuenta una justa jerarquía de valores que pone lo espiritual por encima de lo material.

2.- “Al Señor le agradó que Salomón hubiera pedido aquello” (1 R 3, 10) Dios responde a la plegaria de Salomón: “Por haber pedido esto y no haber pedido para ti vida larga ni riquezas, ni la vida de tus enemigos, sino que pediste discernimiento para escuchar y gobernar, te cumplo tu petición: te doy un corazón sabio e inteligente, como no lo ha habido ni lo habrá después de ti…”. Y Salomón será el prototipo del rey sabio. Y junto con la sabiduría le vendrán los demás bienes a manos llenas. Su reinado será el de mayor esplendor, dejando un recuerdo indeleble en la mente y en el corazón de todo israelita. Pedir a Dios, rezarle con la confianza de que somos escuchados. Pero pedirle como cristianos y no como paganos. Sabiendo apreciar los valores del espíritu, buscando primeramente el Reino de Dios y su justicia, conscientes de que todo lo demás nos vendrá por añadidura. Siendo nosotros los últimos a la hora de pedir algo. Ante todo el Reino de Dios, la Iglesia, el Papa, los obispos y sacerdotes. Después el bien de la patria y el del mundo entero, nuestros familiares y amigos. Y por fin, nosotros mismos. Y Jesús, que es bueno, infinitamente, sabrá apreciar nuestro desinterés, nuestro deseo auténtico de ayudar, sin esperar nada de los hombres, a todo el que lo necesite.

3.- “Mi porción es el Señor, he resuelto guardar tus palabras…” (Sal 118, 57) A veces las frases del salmista nos llaman la atención por la honda intimidad que reflejan, por su fuerte sabor de sencillez y de sinceridad. Son expresiones que nos tocan el corazón, palabras que nos parecen propias, muy nuestras. Como si las estuvieran diciendo para que las repitiéramos con la misma fe y confianza, con el mismo fervor con que se pronunciaron la vez primera. “He resuelto guardar tus palabras”, nos dice el poeta inspirado. Una vez más he resuelto serte fiel. Una vez más quiero empezar. Y digo una vez más porque, en efecto, no es la primera vez que uno se determina a rectificar, que uno se resuelve a cumplir con fidelidad la voluntad de Dios. Esto que, a primera vista, pudiera parecer poco serio, una frivolidad, es sin embargo un asunto muy importante, una cuestión fundamental.

Sí, es fundamental rectificar cada día, es necesario levantarse una y mil veces, si una y mil veces tiene uno la fragilidad, o la malicia, de caer. Levantarse siempre y recomenzar con la esperanza y la ilusión puestas en el poder divino que es infinito, en su amor y benevolencia que no tienen límites. Hemos de estar seguros de que el deseo renovado de ser fieles, acabará haciendo realidad el anhelo que tenemos por ser mejores.

4.- “Que tu voluntad me consuele, según la promesa hecha a tu siervo” (Sal 118, 76) Yo estaré con vosotros hasta la consumación de los siglos, prometió el Señor a los suyos, a todos los que por su bondad infinita formamos parte de su Iglesia, de su Pueblo, de su Reino. Él sabía que las dificultades y las penalidades habrían de llegar, Él conocía los tiempos de persecución hasta el martirio, las épocas grises de la historia de la Iglesia. Lo mismo que la barca de Pedro estaba a punto de hundirse bajo el envite furioso de los vientos y de las aguas, así la Iglesia surca los mares procelosos de los siglos, en medio de incomprensiones y de calumnias, traicionada y vendida por sus mismos hijos. Pero al fin la Iglesia, pase lo que pase, sigue su ruta de salvación y lleva a cabo la redención de quienes le permanecen fieles.

Y esto que ocurre a nivel colectivo, sucede también a nivel personal. Cada uno es una barquilla cuyas velas a veces se desgarran, cuya proa es azotada por el oleaje con tal fuerza que a menudo todo parece perdido… Que nunca jamás abandonemos la calma, que siempre tengamos el coraje de volver a empezar en nuestra lucha por ser fieles a Cristo. Sepamos que lo realmente terrible es perder la esperanza, pensar que lo nuestro no tiene remedio. Que siempre levantemos la mirada a Santa María, nuestra Madre, y volvamos a empezar.

5.- “Sabemos que a los que aman a Dios todo les sirve para el bien” (Rm 8, 28) A veces el lenguaje de san Pablo, inspirado por el Espíritu Santo, se hace categórico, seguro, indiscutible. Dios nos habla en este caso de algo que no tiene vuelta de hoja, de una verdad perenne, cierta, irrebatible. “Sabemos, dice, que a los que aman a Dios todo les sirve para el bien”.

Todo para bien. Absolutamente todo, bueno o malo, es algo ventajoso, algo que favorece, algo que alegra y que consuela. Incluso esas pequeñas o grandes contradicciones que a menudo la vida lleva consigo. También eso sirve para algo bueno y provechoso.

Sólo es preciso cumplir una condición: amar a Dios. A Dios y a todo lo que Dios quiere de cada uno de nosotros. Si viviéramos pendientes del Señor y de su santa voluntad, entonces viviríamos felices y serenos, también en medio del dolor y de la incomprensión. Seríamos conscientes de que todo es para nuestro bien.

6.- “A los que había escogido, Dios los predestinó a ser imagen de su Hijo para que Él fuera el primogénito de muchos hermanos” (Rm 8, 29) La voluntad de Dios se nos hace clara y concreta, sencilla y diáfana. Su deseo es que tratemos de llevar a nuestra vida la vida misma de Cristo. Nuestro Padre Dios desea que nos conformemos, palmo a palmo, con el pensamiento de Jesús, que nos identifiquemos con su persona, que reproduzcamos en nuestra vida y en nuestras obras la vida de Jesucristo.

Una vida hecha de pequeñas renuncias. Una vida de trabajo asiduo y bien hecho, una vida de íntima unión con Dios, de fidelidad exquisita a su Ley. Ser otros cristos, ser el mismo Cristo que pasa una vez más por nuestras calles y plazas. Eso es lo que Dios quiere, esa ha de ser la meta de nuestra existencia, el ideal hacia el que hemos de caminar, aún con tropiezos, cada día de nuestra vida entera.

7.- “El reino de los cielos se parece a un tesoro escondido…” (Mt 13, 44) Jesús pregunta a los suyos si entienden sus palabras. Una pregunta que se dirige también a nosotros. Son palabras tan sencillas y claras, que sería extraño que alguien no las entendiese. Es verdad, además, que son palabras muchas veces oídas. No obstante, siempre es conveniente recordarlas. Hemos de hacer como ese escriba de que nos habla Jesús, el cual rebusca en su viejo baúl para sacar de él lo antiguo y lo nuevo. Así consigue que toda su vida sea iluminada por ese rico arsenal de doctrina, de ideas y de recuerdos, que constituyen su más preciado tesoro.

El mejor tesoro, el más valioso don que el hombre puede codiciar, por muy grande que sea su ambición. Por eso el que lo encuentra, el que descubre su valor, ese lo sacrifica todo por obtenerlo. Nada vale como ese tesoro y quien lo consigue tiene ya todo cuanto se puede desear. Es el mayor bien que existe o que pueda existir. Una perla preciosa que colma las más grandes exigencias del corazón humano. Dios quiera que lo descubramos, ojalá deseemos poseer ese tesoro que el Señor nos ofrece, entrar en el Reino de los cielos. Cuando comprendamos lo que eso significa, entonces todo nos parecerá poco para llegar a poseerlo.

La alegría, la dicha, la felicidad, la paz, el gozo, el bienestar, el júbilo, la bienaventuranza. Ahora, ya en esta vida aunque sea de forma parcial e incoada. Una primicia que, sin serlo todo, es más que suficiente para que, aunque sea entre lágrimas, brille siempre una sonrisa y florezca la esperanza, también cuando todo nos haga desesperar. Inicio del gozo eterno que un día concederá Dios a quienes le permanezcan fieles, aún con altibajos, hasta el final. Entonces podremos abrir del todo ese cofre que contiene nuestro más preciado tesoro y disfrutar para siempre del Bien supremo, contemplando la Belleza sin fin y comprendiendo la Verdad esplendente que es Dios mismo.

Antonio García Moreno

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