Toda nuestra vida es una búsqueda de la verdad. Queremos conocer la verdad de las cosas que nos rodean, la verdad de las personas, nuestra propia verdad, pero sobre todo hay en el corazón humano una sed por conocer la Verdad más importante, a Dios como Verdad, principio y fin de toda Verdad. San Agustín expresaba esta sed con las siguientes palabras bien conocidas: «Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto, hasta que descanse en ti» (ConfesionesI, 1,1).
Podemos reseñar aquí brevemente tres formas distintas de conocer:
La primera forma de conocer la realidad consiste en dominarla. Conocemos algo en la medida en que lo dominamos o ejercemos una influencia sobre ello. Este modo de conocimiento, que puede ser muy positivo en el ámbito de las ciencias experimentales, es desastroso en el ámbito de las relaciones personales. No es difícil sucumbir a la tentación de relacionarnos con los otros ejerciendo sobre ellos una influencia o dominio, pretendiendo que sean como nosotros queremos o que piensen de acuerdo con nuestras ideas, imponiendo nuestro modo de entender la vida, nuestro modo de entender el bien y el mal, la felicidad, la diversión,… A veces esto se proyecta también en nuestra relación con Dios, intentando dominarlo, ponerlo de nuestra parte, en lugar de ponernos en sus manos incondicionalmente con confianza.
Otro modo de conocer es tratar lo conocido de forma indiferente, sin que afecte en nada a nuestra vida. Tampoco este modelo es el que debe regir nuestras relaciones interpersonales ni nuestra relación con Dios. Sin embargo, tampoco este modo de proceder nos es ajeno, sobre todo cuando hacemos que Dios pase a un segundo plano o somos indiferentes a su presencia. Esto parece echar por tierra toda una historia en la que Dios mismo se ha esforzado por salir a nuestro encuentro y darse a conocer en una relación auténtica marcada por el amor, en la que el único objetivo es compartir con nosotros su felicidad.
Finalmente, un tercer modo de conocer consiste en poner en juego todas nuestras facultades, todo lo que somos, nuestro corazón; cosiste en entrar en relación con la realidad dejándose afectar y transformar por ella. En el mundo de las relaciones personales, familiares y sociales, este es el modo de conocimiento propio de una persona madura, que sin duda ha pasado por otras etapas, pero que ha logrado superarlas, aunque todavía le quede mucho camino por recorrer. Este es el modo auténtico por el que llegamos a conocer un poco la Verdad de Dios; este es el único camino para establecer con él una relación profunda y verdadera. Pascal decía que «para conocer a una persona es necesario comprenderla, y para comprender a Dios, es necesario amarlo». Toda la existencia terrena de Jesús trata de quitar los obstáculos que nos apartan de Dios para restablecer con él la comunicación rota. Toda su vida es una revelación de Dios, especialmente su encarnación, muerte y resurrección. En ella se nos revela el misterio trinitario, misterio que trata de entablar con cada ser humano una relación personal, amorosa, y de convertir a la humanidad entera en una comunidad de amor, en una familia donde reine el amor, la armonía y la paz.
Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo está en el origen de nuestras vidas, es él quien las sostiene y su meta definitiva. No es indiferente, ni accidental ni superfluo saber que Dios es Padre, Hijo y Espíritu Santo, sino que en la Trinidad encontramos un verdadero modelo de vida y de conocimiento de la realidad.
En Jesucristo, Dios se muestra como «una comunidad» de amor en la que hay un gran respeto de las diferencias. Así es el amor verdadero: respetuoso. El Padre no es el Hijo y el Espíritu, pero tampoco pretende suplantarlos. El Hijo no es el Padre ni el Espíritu, pero también respeta la alteridad que se da el seno mismo de la Trinidad. Lo mismo hace el Espíritu Santo. Algo semejante sucede en sus relaciones con nosotros: la Trinidad nos respeta porque nos ama; Dios no nos suprime, no nos sustituye, no nos suplanta, no nos impone su voluntad o su ley por la fuerza, sino que nos deja libres; hacerse amar por la fuerza no tendría sentido. Y si nuestras decisiones nos llevan al fracaso, nos tiende la mano para volver sobre nuestros pasos y retomar el camino de la vida.
La primera lectura de este domingo nos sitúa en un contexto en el que el pueblo elegido por Dios se había rebelado contra él porque no soportaba no poder verle con los ojos físicos. La fabricación del becerro de oro le daba al pueblo una especie de dominio sobre Dios. La primera vez que Moisés se había encontrado con Dios fue ante la zarza ardiente conoció la preocupación del Señor por su pueblo. Pero, después de este pecado de idolatría, ¿cómo era Dios?, ¿cómo reacciona ante la infidelidad humana? Y Moisés tuvo el atrevimiento de pedirle que le mostrara su gloria. Dios accedió en parte a esta petición y pasó ante él diciendo: «Señor, Señor, Dios compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia y lealtad». Estas palabras son como la carta de presentación del mismo Dios. En ella resalta su compasión, misericordia, clemencia y lealtad.
En la segunda lectura san Pablo habla del Señor como un «Dios de amor y de paz». Su presencia se hará palpable en quienes tienen y mismo sentir y se esfuerzan por ser artesanos de la paz. Quienes viven según los valores del Evangelio sintonizan con el misterio de Dios; conocen a Dios por una cierta connaturalidad con él.
El pasaje evangélico de este domingo recoge una de las afirmaciones que más ha ayudado a difundir el significado del amor en la historia del cristianismo: «Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Unigénito, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna». Para salvarnos, Dios nos ha dado lo más querido. De este modo nos ha mostrado la grandeza de su amor. Por el Antiguo Testamento ya sabíamos que Dios ama al mundo. Pero el Nuevo Testamento nos revela la grandeza de este amor. Si Cristo no hubiera muerto por nosotros podríamos conocer que Dios nos ama, pero no hasta qué punto. Muchos cristianos han encontrado en estas palabras la paz del corazón.
Creer en Jesús en adherirse a él, apegarse a su persona, confiar en él.
La salvación consiste en vivir en paz con Dios, con uno mismo y con los demás; es decir, vivir como hijos de Dios y como hermanos de los otros.
La vida eterna es más que la vida biológica; nos remite a otra dimensión de la vida; es la vida del Espíritu Santo en nosotros. Tener vida eterna es compartir la vida íntima de Dios.
Que toda nuestra vida esté impulsada por el deseo de conocer y amar cada día más este Dios Trinidad, así como por el firme propósito de imitarlo en la medida de nuestras posibilidades.
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