El Evangelio de este Domingo comienza con una firme exhortación del Señor a sus apóstoles: «No tengan miedo a los hombres…». Busca afirmar su espíritu porque poco antes les había dicho: «Miren que yo os envío como ovejas en medio de lobos», anunciándoles que por su causa los entregarían a los tribunales y los azotarían en las sinagogas, que serían llevados ante gobernadores y reyes, que entregaría a la muerte «hermano a hermano y padre a hijo», en resumen, que serían odiados de todos y perseguidos por ser sus discípulos (ver Mt 10,16-25).
Si ampliamos el contexto, el fragmento que escuchamos este Domingo está enmarcado en un conjunto de instrucciones que el Señor Jesús da a sus apóstoles antes de enviarlos a anunciar el Reino a «las ovejas descarriadas de Israel» (ver Mt 10,5). Sin embargo hay que decir que varias instrucciones y advertencias trascienden esa misión inmediata y más bien apuntan a la misión univer¬sal que los apóstoles y discípulos deberán realizar una vez que el Señor Resucitado ascienda a los Cielos y envíe el Espíritu Santo sobre ellos el día de Pentecostés (ver Mt 28,19).
El Señor anuncia y advierte a sus apóstoles que en el fiel cumplimiento de su misión recibirán el mismo maltrato que Él sufrirá (ver Mt 10, 24-25). Lo que harán con el Maestro lo harán con los discípulos. Como testigos de Cristo, serán rechazados por aquel “mundo” que se opone a Dios y rechaza sus amorosos designios. ¿Cómo no temblar ante el anuncio de la oposición, del maltrato y de la muerte violenta que sufrirán muchos a manos de sus furiosos opositores y perseguidores? Evidentemente tal panorama asusta a cualquiera y por ello el Señor Jesús, viendo despertar el temor en sus corazones y sabiendo del miedo que experimentarían llegado el momento, los exhorta vivamente a no temer ni siquiera a la muerte misma pues si bien serán capaces de destrozar el cuerpo no podrán matar el “alma”.
Por alma, en griego psijé, ha de entenderse el ser en sí, la vida interior. Su vida quedará guardada por Dios, que resucitará para la vida eterna —con un cuerpo glorioso como el de Cristo— a quienes dan valiente testimonio del Señor en esta vida. Será en el día del Juicio final cuando el Señor ante su Padre se ponga de parte de aquellos que en esta vida se pusieron de su parte ante los hombres, garantizándoles de esa manera la entrada en el gozo eterno de Dios (ver Mt 25,34).
Mas a quien conociéndolo lo niega y reniega de Él, también el Señor le negará su intercesión ante el Padre. En efecto, el Señor advierte que a quien hay que temer es a aquél que puede “destruir con el fuego alma y cuerpo”. El texto griego dice literalmente: “destruir tanto el alma como el cuerpo en la Gehenna”. Gehenna era el nombre del valle que se hallaba al sur de Jerusalén, lugar donde se arrojaba la basura de la ciudad, así como los cadáveres de los animales muertos para ser incinerados. Un vertedero de desperdicios y despojos de animales es usado por el Señor como un símbolo muy fuerte para referirse a otro lugar al que sí hay que temer ir a parar en cuerpo y alma por negar al Señor ante los hombres.
El miedo natural a la muerte no debe detener a los apóstoles en la misión de dar testimonio del Señor y propagar sus enseñanzas y su Evangelio. El Señor los invita a superar el miedo mediante la confianza en Dios: Él, que cuida de cada uno, estará con ellos en la hora de la prueba, en el momento en que tengan que dar testimonio del Señor, incluso cuando tengan que arrostrar la muerte por su causa. Esta confianza es la que muestra Jeremías, el profeta, ante el acecho que experimenta también él por ser portador del mensaje divino para su pueblo: “el Señor está conmigo, como un guerrero poderoso; mis enemigos caerán y no podrán conmigo” (1ª. Lectura).
La misión, lo que deberán llevar a cabo enfrentando y superando todo miedo y temor, es ésta: «Lo que les digo de noche díganlo ustedes en pleno día, y lo que escuchen al oído pregónenlo desde la azotea». En los tiempos de Cristo los pueblos de Tierra Santa tenían sus pregoneros. Los techos de las casas eran planos y las órdenes de los gobiernos locales eran proclamadas desde las casas más altas, convirtiendo así la azotea en lugar de proclamas públicas. Tales proclamas se hacían por lo general por las tardes, cuando los hombres retornaban de sus labores campestres. Una llamada larga, ahogada, invitaba a los residentes a escuchar lo que el pregonero posteriormente comunicaba a todos. El Señor, que sin duda había escuchado con frecuencia las proclamas del pregonero del pueblo, hace uso de esta realidad de la vida cotidiana para dar a entender a sus apóstoles que deberán ellos proclamar a viva voz y a los cuatro vientos todo lo que Él les enseñó, incluso en la mayor intimidad o de forma velada. Su doctrina, lejos de ser una doctrina secreta reservada a un grupo de “iniciados”, es para todos y está destinada a ser conocida universalmente.
¿Es posible que exista una lámpara encendida que no alumbre? ¿Puede existir un pregonero mudo? Si callase, ¡dejaría de ser pregonero! Tampoco un cristiano puede dejar de irradiar a Cristo o callar su anuncio. Un cristiano que no irradia a Cristo, un cristiano que no anuncia a Cristo y su Evangelio, ¿es verdaderamente cristiano? Aquel o aquella que en verdad se ha encontrado con Cristo, aquel o aquella que le ha abierto las puertas de su casa (ver Ap 3,20; Lc 19,9), aquel o aquella en quien Él habita y permanece (ver Jn 15,4-5), necesariamente irradia y refleja a Cristo. No puede ser de otro modo.
El que es de Cristo anuncia a Cristo. Lo hace con el testimonio de su propia vida, de una vida cristiana intensa, coherente, comprometida, que aspira a vivir la caridad de Cristo en todo lo que hace, que aspira a la santidad haciendo las cosas ordinarias de la vida de modo extraordinario, de todo corazón, como para el Señor (ver Col 3,23). Lo hace también con su palabra, hablando a otros de Cristo y de su Evangelio. ¡Nadie se sienta tranquilo si no anuncia a Cristo, si no lo da a conocer a los demás con sus labios! Pues no es suficiente “ser buenos” pero mudos cristianos: es necesario, es urgente ser también apóstoles, ser pregoneros de su mensaje. «¡Ay de mí si no evangelizare!» (1Cor 9,16), decía San Pablo, experimentando esa enorme urgencia y necesidad de comunicar a otros el don de la reconciliación, la salvación traída por el Señor Jesús. ¿Cuántos quedarán sin oír la buena Nueva si yo no le presto mis labios y mi corazón al Señor en la tarea evangelizadora que Él ha confiado a Su Iglesia, de la que todos los bautizados formamos parte? (ver Mt 28, 19-20; Rom 10,14-15)
El anuncio de Cristo y de su Evangelio, que hay que proclamar abiertamente “desde la azotea”, no siempre goza de popularidad. Cualquier cristiano al anunciar el Evangelio se encontrará con reacciones favorables como también adversas. La oposición, el rechazo, la burla, el desprecio, la calumnia, la difamación, la persecución, son experiencias que forman parte de la vida del discípulo de Cristo, como formaron y forman parte de la vida de tantos apóstoles y cristianos a lo largo de la historia, como formaron parte de la vida de Cristo mismo.
Al sobrevenir estas pruebas, ¿cómo no experimentar el temor? ¿Cuántas veces el miedo al “qué dirán”, a la burla, al rechazo, nos ha llevado a esconder y ocultar nuestra fe, nuestra condición de cristianos católicos? Si nos dejamos vencer por el miedo o la vergüenza, negamos a Cristo, abierta o encubiertamente. Por ello es tan importante vencer los miedos y temores que experimentamos en la vida cristiana: miedo de seguir al Señor, miedo de no saber adónde nos llevará, miedo a que nos pida dar más, miedo a la oposición y rechazo que encontraré en el camino, incluso en la propia familia o en el círculo de amigos más cercanos.
Ante la oposición o dificultades que encontraremos en el camino el Señor nos invita a confiar en Él, a vencer nuestros temores, a lanzarnos sin miedo: «¡No tengan miedo a los hombres!» La confianza en Dios, en su Presencia, en su providencia y acción, nos da mucha seguridad y es el mejor remedio contra el miedo que paraliza o lleva a huir. El miedo se diluye en la medida en que la confianza en Dios se hace fuerte. El Señor nos ha garantizado Él que estará siempre con nosotros en la adversidad. (ver Mt 28,20; Jn 16,33; Jer 1,8). Si Él está con nosotros, nadie podrá contra nosotros (ver Rom 8,31; Jer 20, 11).
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