El Evangelio de este Domingo comienza relatando una experiencia interior del Señor Jesús, quien al contemplar a la muchedumbre que sale en su busca, siente compasión de ellos “porque estaban cansados y abandonados, como ovejas que no tienen pastor.”
La versión que escuchamos traduce por “sentir compasión” el verbo griego splanjnizomai. Siente compasión quien “padece con”, quien experimenta como propio el dolor ajeno, quien se hace sensible al sufrimiento del prójimo. Esta compasión es más que un mero sentimiento de lástima. El verbo griego subraya un fuerte estremecimiento interior, un conmoverse hasta las entrañas. Característica fundamental de esta conmoción interior es que no se queda inactivo, sino que produce una reacción, mueve a una acción eficaz nutrida de caridad en favor de la(s) persona(s) afectadas por el mal, sea cual fuere.
Este verbo es usado en las Escrituras para hacer referencia a la compasión que Dios experimenta en relación al ser humano. Dios verdaderamente se conmueve “hasta las entrañas” al ver a su criatura humana en la situación de abandono en la que está sumida, como consecuencia de su propio pecado y rechazo de Dios. Tanta es la conmoción y compasión que el Padre experimenta que le ha llevado a enviar a su propio Hijo, quien siendo Dios se hizo hombre para reconciliar y sanar a su criatura humana, para elevarla nuevamente a la participación de la vida divina. La compasión que experimenta el Señor Jesús en diversos momentos (ver Lc 7,13; Mc 6,34; Mt 14,14) es la conmoción interior que Dios mismo experimenta ante su criatura humana. Cristo es Dios que se compadece ante la miseria humana.
La primera reacción del Señor al ver a la muchedumbre “como ovejas sin pastor” es la de invitar a sus discípulos a rogar “al dueño de la cosecha que mande trabajadores a recogerla”, dado que “la cosecha es abundante, pero los trabajadores son pocos”.
La comparación habla de un tiempo de madurez y de abundancia de la cosecha. En Cristo ha llegado ya la plenitud de los tiempos, con Él ha llegado el tiempo de cosechar los abundantes frutos de reconciliación que procederán de su Pasión, Muerte y Resurrección (2ª. Lectura).
Ante la abundancia de la cosecha han de pedirle al “dueño”, es decir, a Dios que envíe más obreros para ayudar en la recolección de la mies. La oración de petición es fundamental. También Moisés, siglos atrás, había elevado a Dios esta oración: «Que el Señor… ponga un hombre al frente de esta comunidad, uno que salga y entre delante de ellos y que los haga salir y entrar, para que no quede la comunidad del Señor como rebaño sin pastor.» (Núm 27, 15-17) Esta oración hallaría su pleno cumplimiento en Cristo, el Pastor que Dios se escogió para pastorear a su pueblo y conducirlo a la Vida eterna. Pero si bien Él es y será por siempre el Único y Supremo Pastor, el mismo Señor llama y elige de entre sus discípulos a quienes han de prolongar su misma misión de guiar y apacentar al pueblo que Dios se ha escogido y formado (1ª. Lectura), en su nombre y revestidos de su mismo poder.
Luego de invitar a todos sus discípulos a la oración llamó a “los doce”, les dio autoridad para expulsar espíritus inmundos y curar toda enfermedad y dolencia, y los envió a proclamar que “el Reino de los Cielos está cerca”. El Señor no sólo invita a la oración, que es lo primero y esencial, sino que responde con la acción. El ministerio confiado a “los doce” brota de la compasión de Cristo y es a la vez respuesta a esa oración.
Les dio poder. ¿De qué poder se trata? Es el poder que posee el Señor Jesús, poder divino, poder sobre toda enfermedad, sobre el pecado, sobre la muerte, sobre el maligno y el mal. El Señor les comunica su mismo poder divino para que con grandes milagros pudiesen sustentar la verdad de su anuncio.
Una vez revestidos de su poder “los doce” fueron enviados por el Señor con una misión específica: proclamar a los hijos de Israel que el Reino de los Cielos está cerca. Es el mismo anuncio que Juan el Bautista y también Jesús habían hecho hasta entonces (ver Mt 3,1-2; 4,17). Es un llamado a la conversión, a preparar los corazones para acoger al Mesías divino, su Evangelio y el don de la Reconciliación traído por Él. “Los doce” –cuyos nombres el Evangelista considera necesario consignar– son los primeros “obreros” –mas no los únicos– llamados a prolongar la misión del Señor Jesús en aquellos lugares no alcanzados aún por su predicación (ver Jn 20,21).
El Señor en aquella primera misión envía a “los doce” exclusivamente a las ovejas descarriadas de Israel porque a Israel había prometido Dios un Mesías, porque a Israel había prometido la buena nueva de la salvación por medio de los antiguos profetas. En Jesucristo Dios cumple aquella antigua promesa hecha a Israel. Plenamente consciente de su misión, el Señor Jesús dirá a sus discípulos, a propósito de una mujer gentil que le rogaba insistentemente que sanase a su hija moribunda: «No he sido enviado más que a las ovejas perdidas de la casa de Israel» (Mt 15,24). Debido a su gran fe no negaría finalmente el milagro a esta mujer, anticipando así que el don de Dios estaría también abierto a todos aquellos que creyesen en Él, aunque no fuesen miembros del pueblo de Israel. El envío, restringido en un principio a solo “las ovejas descarriadas de Israel”, lo extenderá el Señor a todos los hombres de todas las culturas y épocas antes de ascender glorioso a los Cielos: «Id y haced discípulos a todas las gentes» (Mt 28,19).
«Gratis lo recibisteis, dadlo gratis», dice el Señor. ¿Y qué hemos recibido gratis? ¡A Cristo! ¿Y qué hemos de dar gratis? ¡A Cristo! Quien se ha encontrado con Él, quien –como dice san Pablo– ha sido “alcanzado” por Él (Flp 3,12), ¡experimenta que no puede quedárselo para sí mismo, que no puede contener su anuncio! En efecto, el auténtico encuentro con el Señor Jesús llena de sentido y gozo la propia existencia y lleva a querer comunicar también a otros la inmensa alegría que experimenta en sí mismo.
Quien en cambio se repliega sobre sí mismo, quien no anuncia a Cristo con su palabra y sobre todo con una vida nueva, una vida que busca reflejar el Evangelio en sí misma, ¿puede decir que se ha encontrado verdaderamente con Cristo? ¿No le falta algo esencial?
El encuentro con el Señor Jesús transforma la propia existencia y enciende un intenso ardor en el corazón, ardor que se traduce en el deseo de comunicar a otros lo que ha encontrado, de encender otros corazones con el fuego que arde en el propio corazón. El fuego es dinámico, no puede quedarse quieto, irradia luz y calor, busca expandirse. Mientras más intenso sea, con más fuerza buscará avanzar, encendiendo todo lo que toca y encuentra a su paso. Así es el corazón del apóstol, el corazón enamorado del Señor.
Quien se ha encontrado con Cristo y tiene un mismo corazón con Él experimenta como Él una profunda compasión por quienes en el mundo andan como ovejas sin pastor. Y al ver ese enorme vacío interior de tantos, al verlos vivir tan agitadamente el día a día para no tener que pararse a preguntarse sobre el sentido profundo de sus vidas, al ver a tantos que aunque sedientos de felicidad no saben dónde encontrarla o cómo buscarla y sólo buscan saciar momentánea y superficialmente esa profundísima sed que quema sus entrañas, o que enfermos de escepticismo han renunciado a toda búsqueda, no puede permanecer impasible e indiferente. Tal compasión lo mueve a la acción decidida.
¡También hoy faltan tantos obreros en la mies del Señor! El mundo tiene gran necesidad de apóstoles que anuncien la buena nueva de Cristo a todos los hombres: reza todos los días para que Dios envíe más obreros a su mies. Reza también para que los llamados respondan con generosidad. Reza también para que los padres católicos no se conviertan en los principales opositores del llamado que Dios puede hacer a uno de sus hijos/as, sino que con toda generosidad e incluso con un heroico espíritu de sacrificio apoyen la vocación de sus hijos.
¡También debo rezar por mí mismo/a, para que con toda generosidad pueda decirle yo también al Señor, al ver el enorme vacío y la inmensa necesidad que tantos tienen de encontrarse con Dios: “¡Aquí me tienes Señor! ¡Yo sé que Tú me necesitas para trabajar en tu viña, para dar gratis todo lo que Tú me has dado, para compartir con otros la felicidad, la dicha, el sentido profundo que he encontrado en Ti! Dime Tú: ¿qué debo hacer? ¡Aquí me tienes!” Sí, Cristo no sólo necesita “a otros”, te necesita A TI, para que en Su Nombre y como su apóstol hagas llegar su luz y salvación a muchos que en el mundo también hoy andan como ovejas sin pastor, que sin sentido vagan en sus vidas. Pregúntate en oración ante el Señor: ¿Cuál puede ser hoy y cada día mi aporte en la gran misión que Cristo ha confiado a su Iglesia? ¿De qué maneras puedo llevar a Cristo a quienes andan como ovejas sin pastor?
Finalmente, ten en cuenta que “nadie da lo que no tiene”: ¿cómo “dar a Cristo” si no nos hemos encontrado con Él, si no nos preocupamos de “recibirlo” todos los días en nuestra propia casa, si no lo llevamos dentro? ¡No descuides tu vida espiritual! ¡Persevera en la oración diaria, en las visitas al Señor en el Santísimo, en la Eucaristía dominical, en la diaria lectura y reflexión de la Sagrada Escritura!
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