Por Gabriel González del Estal
1.- Cristianismo es comunidad: este es, creo yo, el principal mensaje pastoral de esta fiesta. El misterio de la Santísima Trinidad nos habla de un Dios Trino, de un Dios familia y comunidad. Es cierto que la vivencia religiosa siempre se vive a solas, en el interior de uno mismo, pero no es menos cierto que la expresión comunitaria de nuestra fe se consolida y se acrecienta en una comunidad que se reúne en nombre de Cristo. Donde dos o más se reúnen en mi nombre, nos dice Jesús, allí estoy yo. Cuando expresamos comunitariamente nuestra fe en Dios Padre, es seguro que el Espíritu de Jesús está con nosotros. El cristianismo es fundamentalmente amor: amor a Dios y amor al prójimo. No podemos querer amar y adorar a nuestro Dios, olvidándonos de los hermanos. El cristianismo no es solipsismo, ni relación exclusiva de mi yo con el Dios tres veces santo. La religión necesita, evidentemente, una vivencia y una experiencia interior y privada, pero la expresión y la celebración religiosa cristiana necesita, al mismo tiempo, una comunidad orante y participativa. Cristo le pedía al Padre que como Tú, Padre, estás en mí y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros. Es la conocida doctrina del cuerpo místico: todos los cristianos formamos una unidad con Cristo y, a través de Cristo, queremos vivir todos en comunión con el Padre. En esta fiesta de la Santísima Trinidad vamos a pedirle a Dios, nuestro Padre, que, a través de su Hijo, nos envíe siempre su Espíritu, para que vivamos nuestra religión con auténtico espíritu de amor y de comunidad.
2.- Dios no mandó su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por él. La vida y la muerte de Cristo son producto y expresión de su amor a Dios y al prójimo. Cristo no murió para salvarse a sí mismo, sino para que nosotros fuéramos salvados por él. Dios Padre no envió su Hijo al mundo para condenarnos por nuestros pecados, sino para salvarnos de nuestros pecados. La vida de Cristo es un regalo de amor que nos hace nuestro Padre, Dios, para enseñarnos el verdadero Camino para llegar hasta Él, la verdadera Verdad que nos haga libres y la verdadera Vida que sacie nuestras ansias de felicidad e inmortalidad. Así nuestra vida, la vida de cada uno de nosotros, debe ser un regalo de amor que nosotros hagamos a los demás, no, principalmente, para denunciar y condenar sus pecados, sino para ayudarles a librarse del pecado y a encontrar la salvación.
3.- Que mi Señor vaya con nosotros, aunque éste es un pueblo de dura cerviz. Esta súplica que, prosternado en tierra, hizo Moisés a Dios, deberíamos hacerla nosotros todos los días. Somos personas de cerviz dura, que rompemos una y otra vez las tablas de la ley del amor a Dios y al prójimo. Sabemos que nuestro Dios es un Dios compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia y lealtad. Pero no pretendamos abusar egoístamente de la clemencia de Dios, porque Dios, además de ser clemente, es justo. Es seguro que él nos va a perdonar siempre que nosotros, con verdadero arrepentimiento, le pidamos perdón, pero también es cierto que él nos va a juzgar con justicia si nosotros no queremos doblegar nuestra cerviz dura y orgullosa, para arrepentirnos y pedirle perdón.
4.- La gracia de nuestro Señor Jesucristo, el amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo estén siempre con todos vosotros. Estas palabras de San Pablo, en su segunda carta a los Corintios, las seguimos diciendo nosotros muchos días al comenzar nuestra celebraciones eucarísticas. Son palabras bellas y profundas, que no deberíamos limitarnos a escucharlas al comienzo de la misa, sino que cada uno de nosotros deberíamos decirlas y rezarlas individualmente muchas veces a lo largo del día. Son palabras que expresan maravillosamente el misterio trinitario. ¡La gracia de Cristo, el amor de Dios, la comunión del Espíritu! ¡Qué felices seríamos si viviéramos siempre habitados por estas tres divinas Personas!
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