Jesús nos asegura su cercanía incondicional en toda circunstancia y coyuntura. Sin embargo, nos cuesta reconocerla. Las experiencias límites, la injusticia, el sufrimiento, la violencia, pueden velarnos su presencia. Por eso en tiempos como en los que vivimos, nuestra fe siempre está amenazada por dos desenfoques que terminan haciendo de ella una perversión que atenta contra lo más radical de la experiencia cristiana: Dios es amor y vida donada en gratuidad y abundancia.
El primer desenfoque es atribuir al misterio que llamamos Dios, la capacidad de intervenir directamente en la historia, tanto para causar el mal como para evitarlo. Muchas de las conversaciones que escuchamos estos días en torno a la crisis del covid 19 van en esta línea. Un ejemplo paradigmático pueden ser las oraciones o rituales virtuales convocados por las redes sociales para que Dios ponga fin a la pandemia. La imagen de Dios que hay detrás de este desenfoque nada tiene que ver con el Dios cristiano, que en Jesús se encarna como solidaridad amorosa hasta el extremo, asumiendo desde ahí las consecuencias de la dejación o de la responsabilidad humana. Este Dios que nunca se impone al ser humano, que se expone a su libertad, a su acogida o a su rechazo. El segundo desenfoque es de tipo moralizante y es una consecuencia del anterior: creer que el mal, en este caso la pandemia y la crisis económica que conlleva, son un castigo ejemplarizante a la humanidad por sobrepasar los límites naturales y expoliar la tierra y a las criaturas. Como si Dios fuera un pedagogo cruel y sádico y no el Dios todo-misericordia, el Abba (Dios-papaito) de Jesús.
Por eso en medio de la incertidumbre y el sufrimiento que nos atraviesa, los tiempos que vivimos son una oportunidad para desnudar nuestra fe de desenfoques idolátricos. El Dios de Jesús no es un Dios mágico, soluciona-problemas, ni tampoco castigador ni sádico. No es un Dios que actúa saltándose las mediaciones humanas, sino un Dios compañero. Un Dios que se hace condición humana y desde lo hondo nos sostiene y nos ayuda a encarar preguntas para las que no tenemos respuestas. Un Dios que no nos arregla nada, pero que nos sostiene en todo y cuya experiencia amorosa de cuidado y sustento, en medio de la densidad de los acontecimientos, nos lleva a no querer ni poder apropiárnosla. Un Dios que se queda mudo, pero no ausente, ante los cadáveres de las calles en Quito o en el sufrimiento de los ancianos, sanitarios o cuidadoras muertas no solo por el covid 19, sino por la irresponsabilidad y los intereses económicos que han desmantelado los sistemas públicos de salud en nuestro país. Un Dios que en Jesús nos recuerda que su decir es hacer, que, en ocasiones como éstas, predicar es actuar y lo que toca es ponerse codo a codo, con otros y otras, para acompañar duelos, silencios, preguntas aun sin respuestas. Lo que toca no son discursos sino hacer posible la multiplicación de los panes y los peces en las colas del hambre en nuestros barrios, como tantas iniciativas vecinales, grupos de cuidados y comunidades cristianas están haciendo. Si estamos atentos, entre ellos y ellas podemos reconocer hoy el Espíritu del Viviente que nos urge a anunciarlo con la fuerza de las obras y el poder y la resiliencia de las iniciativas comunitarias.
Pepa Torres Pérez
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