Como es bien sabido, la fiesta de Pentecostés cristiana tiene su germen en la fiesta de Pentecostés judía, con la que, al final de la temporada pascual, los judíos celebran el comienzo de la cosecha. También hacen memoria de un hecho histórico muy importante: la entrega de la Ley mosaica en el monte Horeb (o Sinaí). Pues bien, todo eso lo estaban celebrando los Apóstoles junto a María aquel día, cuando el Padre y el Hijo les enviaron desde el Cielo a su Santo Espíritu para que, desde entonces, uniera, guiara y fortaleciera a la Iglesia.
Decíamos que para los judíos Pentecostés es la fiesta del comienzo de la cosecha, la fiesta de las primicias, en la que ellos ofrecen a Dios una gavilla con los primeros granos de cereal recolectados. Sin embargo, en el caso del Pentecostés cristiano, hacemos memoria del comienzo de la «siembra» del Espíritu Santo en el corazón de su Iglesia. El final de la «cosecha» ya se celebrará en los últimos tiempos, en la Segunda Venida de Jesucristo, en la que Él instaurará definitivamente su Reino. Pero antes de eso, ahora el Espíritu Santo está llevando a cabo su labor, ayudando a que la Iglesia camine hacia ese feliz final de los tiempos.
En efecto, aunque en Pentecostés recordamos un hecho ocurrido hace casi 2.000 años, también estamos celebrando la presencia actual del Espíritu Santo en la Iglesia. Recordemos cómo alabábamos a Dios en el salmo 103 por su poderosa actuación en el mundo por medio de su divino Aliento, es decir, por medio de su Santo Espíritu. Porque Él habita en todos los seres dándoles su ser y su existencia. Él mora en el corazón de los bautizados, ayudándonos ‒en la medida en que somos dóciles a su acción‒ a vivir aquí el Reino de Dios. Y así, Él anida ahora en el corazón de la Iglesia, santificándola, fortaleciéndola y unificándola.
Por eso, en la fiesta de Pentecostés nos ponemos en manos del Espíritu Santo para que, a pesar de nuestros muchos defectos e imperfecciones, nos conduzca, unidos como comunidad eclesial, por el camino de la paz, el amor y la felicidad. Pero para ello es necesario que nosotros hagamos un gran esfuerzo por nuestra parte. Porque dejarse guiar ‒pasivamente‒ por el Espíritu Santo supone renunciar ‒activamente‒ a algunas cosas que, siendo muy atrayentes y placenteras, nos alejan del camino de la salvación. Pero para lograrlo el Espíritu Santo nos ofrece su gracia divina. Sin ella, a la Iglesia le sería imposible recorrer el camino de la salvación.
Hoy acaban los cincuenta días del Tiempo Pascual y mañana comienza el Tiempo Ordinario. Y precisamente ahí, en lo ordinario, en lo cotidiano, es donde actúa el Espíritu Santo con su gracia. Día a día, en los detalles más insignificantes de nuestra existencia, el Espíritu de Dios se hace presente en el corazón de los que formamos parte de la Iglesia, ayudándonos a vivir el Evangelio y a propagarlo en nuestro entorno, o, si así nos lo pide Cristo, en los confines del mundo.
Pensemos ahora en el otro motivo por el que los judíos celebran Pentecostés: la entrega de las tablas de la Ley en el monte Horeb. Fue entonces cuando Dios entabló con los israelitas la Antigua Alianza, según la cual, Él se comprometía a ser su Dios y ellos se comprometían a cumplir dicha Ley. Es así como ellos se constituyeron en el «pueblo de Dios». Sin embargo, los cristianos celebramos en Pentecostés cómo el Espíritu Santo ayuda a la Iglesia a vivir, no la Antigua Alianza, sino la Nueva, la establecida por Jesús con sus discípulos en la Última Cena y que nosotros actualizamos en cada Eucaristía.
Pues bien, el fruto de la Nueva Alianza es la Iglesia, el nuevo pueblo de Dios, la comunidad que Él guía por medio de su Espíritu hacia la salvación. Por ello san Pablo nos pide que nunca olvidemos que cada uno de nosotros debemos sentirnos miembros de un mismo cuerpo eclesial, pues «todos hemos bebido de un solo Espíritu» (1Cor 12,13). Pero este cuerpo está formado por muy diversos y diferentes miembros, y cada uno de ellos colabora, a su modo, por el bien común del cuerpo, es decir, de la Iglesia, cuya cabeza es Cristo.
Efectivamente, es curioso constatar cómo las cartas de san Pablo y los Hechos de los Apóstoles subrayan la importancia de vivir la unidad eclesial en un ámbito de gran pluralidad. San Lucas se esfuerza en detallar el variado origen de las personas que, tras la venida del Espíritu Santo, escucharon, cada una en su lengua, la predicación de san Pedro. Es una clara muestra de unidad espiritual vivida en pluralidad cultural. Y es que la diversidad enriquece enormemente a la Iglesia. En estos tiempos en los que cada vez más inmigrantes acuden a nuestras Eucaristías y se incorporan a nuestras comunidades y parroquias, debemos ser conscientes de lo bueno que es todo ello.
Algunos, equivocadamente, piensan que el fenómeno migratorio conduce al caos y la confusión. Pero piensan así porque se olvidan del Espíritu Santo. Él hace que lo diferente se conjugue y lo diverso se armonice. Gracias a Él, desde sus orígenes, la multitud de personas que ha formado la Iglesia ha tenido un solo corazón y una sola alma (cf. Hch 4,32). Desde aquellos heroicos tiempos, multitud de etnias y culturas se han unido para navegar todas juntas en la barca de la Iglesia, colaborando y trabajando armónicamente para llegar a buen puerto: el Reino de Dios.
En definitiva, hoy en Pentecostés celebramos una siembra, la del Espíritu Santo en el corazón de la Iglesia. Dios así la ayuda a ser fiel a la Nueva Alianza establecida con Jesucristo, con cuyo amor misericordioso derramado en la Cruz hemos sido librados del pecado y de la muerte. Por todo ello, unidos comunitariamente ‒en pluralidad y diversidad‒, en esta fiesta le damos gracias al Espíritu Santo.
¿Soy dócil a la acción del Espíritu Santo? ¿Me dejo guiar por Él?
¿Valoro la pluralidad de la Iglesia? ¿Dejo que el Espíritu Santo una mi corazón a los que son diferentes a mí?
¿Colaboro activamente por el bien de la Iglesia?
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