12 mayo 2023

 LA GRAN PROMESA DE CRISTO.

Por Antonio García-Moreno

1.- Nuevas fronteras.- Las fronteras estrechas del judaísmo se van rompiendo. El círculo iniciado por Cristo se va ensanchando de modo paulatino, pero inexorable. Ahora son los samaritanos quienes reciben el mensaje de Jesús de Nazaret, la Buena Nueva, el Evangelio del amor y de la alegría: "En aquellos días, Felipe bajó a la ciudad de Samaría y predicaba allí a Cristo" (Hch 8, 5). Aquello era inaudito para los judíos que jamás pudieron imaginar que los samaritanos recibieran la palabra salvadora del Mesías y mucho menos que habrían de responder con aquella generosidad, con aquella profunda fe en Cristo.

La ciudad se llenó de alegría, nos dice el texto sagrado. Era lógico llenarse de gozo al saber que Dios había bajado a la tierra para salvar a los hombres, y que los había salvado con su muerte y resurrección. Júbilo de saber que también ellos, tan despreciados por los judíos, tendrían parte en el Reino de los cielos.

Y es que Dios no tiene acepción de personas, no escoge a unos y rechaza a otros. Para Él sólo hay una raza, la de los hijos de Dios. Todos están llamados a la salvación, todos caben en su mansión de eterna felicidad. También los samaritanos, también los hombres que otros desprecian y olvidan.

NO obstante, Jerusalén sigue como el centro de la Iglesia. Allá están los Apóstoles velando por el rebaño de Dios, ese pueblo de creyentes que cada vez se hace más numeroso. Al oír lo ocurrido deciden ir a visitar a los nuevos hermanos para confirmarlos en la fe, para imponerles las manos, transmitiendo la fuerza del Espíritu Santo a través de esos ritos sacros que comienzan a perfilarse en la vida de la Iglesia.

Y allá van San Pedro y San Juan. Columnas de la Iglesia los llamará luego el Apóstol de los Gentiles. Cefas, Piedra, llamó Jesús a Simón, Roca sólida sobre la que descansaría inconmovible el edificio de la Iglesia. Paulatinamente, conforme van surgiendo las necesidades, se van fijando las normas que regularán la vida y la organización del Pueblo de Dios. Un derecho primitivo que se irá enriqueciendo con los siglos, unos canales justos y razonables por donde transcurra en paz el devenir de la Iglesia; unos cauces que garanticen la justicia y el amor mutuo; unos límites que hagan posible la libertad de todos los hijos de Dios y que eviten la anarquía y el confusionismo.

2.- Obras son amores.- Si me amáis guardaréis mis mandamientos. Esta frase del Señor en el evangelio de hoy, podría formularse también al revés y decir que el que guarda los mandamientos de la ley de Dios es quien le ama realmente. Esto es así porque obras son amores y no buenas razones. Afirmar que amamos a Dios y luego no cumplir con sus mandatos es un absurdo, algo que no tiene sentido, un contrasentido, una mentira. Lo enseña el Maestro en otra ocasión al decir que no el que dice "Señor, Señor" entrará en el reino de los cielos, sino aquel que cumple con la voluntad de Dios. Estemos, por tanto, muy alertas, pues resulta fácil que nuestra caridad se quede en palabras y promesas, sin pasar a la realidad de una entrega responsable y constante al querer divino.

Jesús nos promete en este pasaje evangélico que pedirá por nosotros al Padre, a fin de que nos envíe el Espíritu Santo y sea nuestro defensor para siempre. En Pentecostés se cumpliría plenamente la gran promesa de Cristo. Desde entonces el Espíritu de la Verdad está presente en la Iglesia, para asistirla e impulsarla, para hacer posible su pervivencia en medio de los avatares de la Historia. También está presente en el alma en gracia, llenándola con su luz y animándola con su fuego. Sí, el Espíritu sigue actuando, y si secundamos su acción en nosotros, será posible nuestra propia santificación.

"No os dejaré desamparados, volveré”. También estas son palabras textuales de Jesús en la última Cena, en aquella noche inolvidable de la Pascua. Hoy, después de tantos años, podemos comprobar que el Señor cumplió, y sigue cumpliendo, su palabra. Él está presente en medio de nosotros, nos perdona cuantas veces sean precisas, nos ayuda a olvidar nuestras penas, nos fortalece para no desalentarnos a pesar de los pesares. Nos favorece una y otra vez por medio de los sacramentos que la Iglesia administra con generosidad y constancia.

No estamos solos, aunque a veces así pueda parecerlo. Dios está muy cerca, a nuestro lado, dentro del alma. Es preciso recordarlo con frecuencia, descubrir su huella invisible en cuanto nos circunda, advertir sus mil detalles de cariño y desvelo. Y tratar de corresponder a su infinito amor, ya que el amor sólo con amor se paga.


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