EL AGUA Y EL ESPÍRITU
Por Antonio García-Moreno
1.- El profeta vislumbra los acontecimientos que habían de ocurrir en los tiempos mesiánicos, aquellos días en los que las promesas dejarían de serlo para convertirse en gozosa realidad. El Espíritu de Dios se derramará sobre toda carne, llegará hasta los hombres infundiéndoles el hálito vital que les transformará, inyectando en ellos una fuerza nueva que les haga ver plenamente la maravilla de ser hijos de Dios, un impulso interno que les empuje a cumplir la divina ley del amor.
Envía de nuevo, Señor, tu Espíritu para que renueve la faz de la tierra. Necesitamos que nos siga sosteniendo su fuerza, que nos siga encendiendo el fuego de su amor, a fin de ser brasas encendidas que iluminen y caldeen a este nuestro viejo mundo, tan frío y tan oscuro, tan muerto. Haz que cada uno de los que hemos sido bautizados seamos testigos del Evangelio, profetas que anuncian con su vida, más que con palabras, ese mensaje de fuego con el que Cristo quiso incendiar al mundo.
2.- Es posible estar metidos en el peligro, viendo que todo se hunde a nuestro alrededor, temiendo que llegue el momento en que todo se acabe, sintiendo un miedo indefinible a todo eso que está más allá, tan desconocido, tan cierto, tan tremendo, tan definitivo. Pero el Señor nos ha traído la salvación, liberación. Por ello hemos de vivir con una profunda sensación de libertad, seguros, siempre optimistas, persuadidos de que ningún mal ocurrirá, sin miedo a nada ni a nadie. Tranquilos también en los momentos difíciles, en las horas de lucha e incertidumbre. Salvados, alegres, contentos, felices.
Y esto, todo esto, lo lograremos invocando el nombre del Señor. Invocarlo, no sólo pronunciarlo, no sólo decir Señor Jesús. Se trata de algo más, de algo que sólo se puede conseguir bajo la moción del Espíritu Santo. Por eso te pedimos, Señor, que venga y llene los corazones de tus fieles con el fuego de tu amor, que nos ayude hasta conseguir ese invocar a Jesús que es creer en él, amarle sobre todas las cosas, esperar con toda confianza en su poderosa ayuda. Invocando el nombre del Señor, sólo así seremos salvados, en la vida y en la muerte.
3.- Como en otras ocasiones, san Juan nos habla de una fiesta. En ese marco festivo nos recuerda, una vez más, las palabras del Señor. Es un detalle que se repite, hasta el punto de que hay autores que dividen el texto evangélico de san Juan basándose en las diferentes fiestas judías que se van enumerando. Es como si el Discípulo amado quisiera recordarnos que toda la vida de Cristo fue, lo mismo que la nuestra debe ser, una gran fiesta. Sobre todo se fija en la fiesta de Pascua, hablando de ella por tres veces al menos, mientras que los Sinópticos sólo hablan de una fiesta pascual. La fiesta que se recoge en este pasaje es la de los Tabernáculos, caracterizada especialmente por los ritos del agua y las plegarias para pedirla a Dios.
El último día, el más solemne, Jesús exclama con fuerza: "El que tenga sed que venga a mí y beba...". Su clamor vuelve a resonar hoy por medio de la liturgia. Dios sabe cuánta sed padecemos con frecuencia, cuánta insatisfacción nos devora por dentro, cuánta frustración sentimos al vernos tan miserables. Jesús, lo mismo que la Sabiduría del Antiguo Testamento, nos invita a llegarnos hasta él, a creer en él. Si lo hacemos, el agua que brotará a borbotones de su costado herido, será un agua viva y clara que saciará nuestra sed permanente, y que calmará esas hondas ansias que tanto nos atormentan.
4.- Jesús al hablar de esa agua, se refería al Espíritu Santo que habrían de recibir después de su muerte y resurrección. Ya el profeta Ezequiel hablaba del agua y del Espíritu. Y también Jesús se refería a esto en el diálogo con Nicodemo, cuando le dijo que era preciso renacer del Espíritu y del agua.
En esta fiesta de Pentecostés que hoy celebra la Iglesia vuelve a correr el agua que lava y purifica, que fecunda e impulsa, que sostiene y da vida. Sólo es preciso abrir el alma, creer en Jesucristo y dejar que el Espíritu Santo inunde nuestros corazones.
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