27 abril 2023

La Misa del DOMINGO IV DE PASCUA

 

Pastor y rebaño son ya desde antiguo figuras que explicaban la relación de Dios con su pueblo Israel. El Salmo dice: «El Señor es mi pastor; nada me falta» (Sal 23,1). El Señor, el Pastor, es Dios. El libró a su pueblo de la opresión de Egipto, lo guió por el desierto a la tierra prometida, se reveló en el Monte Sinaí como el Dios de la Alianza: «Si de veras escucháis mi voz y guardáis mi Alianza, vosotros seréis mi propiedad personal entre todos los pueblos» (Ex 19, 5).

En el Antiguo Testamento pastores son llamados también aquellos que Dios elige para apacentar a su pueblo. La figura de los pésimos pastores es utilizada por el profeta Ezequiel (34,1-16): en nombre de Dios fustiga duramente a aquellos pastores que en vez de cumplir con su oficio descuidan sus funciones o se aprovechan de su autoridad para apacentarse a sí mismos, abusando, maltratando o dejando desorientadas a las ovejas que han sido confiadas a su custodia. También el profeta Jeremías presta su voz a Dios para denunciar la injusticia con esta misma comparación: «¡Ay de los pastores que dejan perderse y desparramarse las ovejas de mis pastos! (…) Vosotros habéis dispersado las ovejas mías, las empujasteis y no las atendisteis» (Jer 23, 1-2). Dios promete arrebatar las ovejas de sus manos y hacerse Él mismo cargo de ellas: «Aquí estoy yo; yo mismo cuidaré de mi rebaño y velaré por él. Como un pastor vela por su rebaño cuando se encuentra en medio de sus ovejas dispersas, así velaré yo por mis ovejas» (Ez 34, 11-12; ver Jer 23, 3).

En el Señor Jesús Dios cumple aquella antigua promesa: «Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia» (Jn 10, 10).

Recurriendo Él también a la comparación del pastor y sus ovejas, el Señor establece la diferencia entre quienes entran por la puerta del redil y quienes escalan por otro lado. Se compara a sí mismo con el pastor que entra y sale por la puerta, aunque no identifica a quienes se refiere cuando habla de aquellos “ladrones y bandidos” que saltan el muro.

Hay quienes piensan que estaría haciendo referencia a los falsos mesías que por aquél entonces clamaban haber sido enviados por Dios para liberar a Israel (ver Hech 5,36s). Otros piensan que se trataría más bien de los fariseos, aquellos que acababan de expulsar de la sinagoga al ciego de nacimiento curado por Jesús (ver Jn 9), porque no querían admitir que Él fuera un enviado de Dios. Serían ellos los “ladrones y bandidos” en la medida en que rechazan a Jesús como el Mesías enviado por Dios e impiden u obstaculizan la fe de Israel en Él, apartándolos de la vida abundante que Él ha venido a traer. En el caso precedente de la curación del ciego de nacimiento el contraste es claro: mientras que el Señor Jesús busca personalmente a sus ovejas, las cura y les da una vida nueva, los celosos fariseos insultan al ciego curado, lo condenan y excluyen de la sinagoga por reconocer al Señor Jesús como un enviado de Dios.

Para entender mejor la comparación usada por el Señor, conviene describir brevemente esta realidad pastoril. Luego de pastar durante el día las ovejas eran reunidas en el corral o redil para pasar la noche. Los rediles reunían ovejas de uno o más rebaños. El cerco de cada redil estaba hecho de piedras, y una puerta permitía el tránsito de las ovejas hacia su interior o exterior. La puerta era sumamente estrecha, de modo que se podía contar fácilmente en número de ovejas que entraban o salían del redil. Por la noche un solo pastor permanecía en vela para proteger a las ovejas de los depredadores y de los ladrones. Al llegar el nuevo día cada pastor venía por sus ovejas, abría la puerta y llamaba a sus ovejas. Éstas, al reconocer la voz de su propio pastor, se agolpaban en la puerta y salían de una en una mientras su pastor las iba contando. Las ovejas nunca acuden al llamado de otra persona que no sea su propio pastor, salvo que estén enfermas. A veces el pastor llamaba a cada una por el nombre que cariñosamente le había puesto, acudiendo cada cual al llamado de su nombre. Una vez reunidas todas las ovejas el pastor las llevaba a apacentar, marchando él por delante.

Los términos de la comparación eran familiares para aquellos que escuchaban al Señor. El mensaje era claro: quienes reconocían al Señor como Pastor supremo, no debían prestar sus oídos a los “ladrones y bandidos”. El Señor advierte a sus discípulos para que se guarden de todos aquellos que con discursos engañosos terminan apartándolos de la Vida verdadera.

En un segundo momento el Señor pasa a compararse a sí mismo con la puerta del redil: «Yo soy la puerta: quien entra por mí se salvará y podrá entrar y salir, y encontrará pastos». Las ovejas no pueden formar parte del redil más que pasando por esta puerta. Al identificarse a sí mismo con la puerta el Señor Jesús da a entender su función mediadora única: sólo Él abre el acceso a la participación en la vida divina.

Entra por esta “puerta”  y «se salva» quien cree en Él, que Él es el enviado del Padre. La salvación que Él ofrece consiste en que en Él el creyente «tiene vida eterna y no es llamado a juicio» (Jn 5, 24-29; ver Jn 3,17; 12,47). La expresión “entrar y salir” es un semitismo que expresa el ir y venir en la vida cotidiana, asociado al buen suceso o éxito en una empresa (ver Núm 27,17; Dt 28,6; 1 Sam 29,6, etc.; Hech 1,21). En Cristo el creyente tiene garantizada la vida verdadera, puede confiar en que “encontrará pasto”. El pasto para las ovejas es una metáfora que simboliza, en el caso del creyente, una vida abundante y plena (ver Is 49,9ss; Ez 34,14; Sal 23,2). En efecto, el Señor Jesús ha venido, como dice Él mismo, para que aquellos que lo escuchan y lo siguen «tengan vida y la tengan en abundancia». Se trata de la vida eterna, que el Señor de la Vida comunica a los creyentes (ver Jn 3,16.36; 5,40; 6,33.35.38; etc.).

«Esta es la puerta del Señor, los justos entrarán por ella» (Sal 118,20).  Jesucristo es la puerta de acceso a la casa del Padre. Esta entrada ha sido abierta para todo ser humano mediante su sacrificio en la Cruz: «Cargado con nuestros pecados subió al leño, para que, muertos al pecado, vivamos para la justicia. Sus heridas los han curado» (2ª. lectura). De este modo Dios ha hecho volver a las ovejas descarriadas «al pastor y guardián de sus vidas».

Mas no bastaba su muerte en Cruz: si Cristo no hubiera resucitado, tampoco habríamos sido rescatados. Es por su muerte y resurrección que el Señor Jesús trae la vida nueva a sus ovejas. En esta vida divina es introducido el creyente por el Bautismo (1ª. lectura). Al recibir este sacramento el creyente pasa por la puerta, que es Cristo, para formar parte del rebaño de Cristo, que es su Iglesia. El don de la vida nueva recibida por el Bautismo implica, por parte de las ovejas de Cristo, vivir no ya para el pecado sino para la justicia, siguiendo las huellas y el ejemplo de Aquél que es su supremo Pastor.

La lectura del Evangelio de este Domingo trae los versículos iniciales del capítulo diez de San Juan, que contiene la parábola llamada “del Buen Pastor” debido a que el Señor Jesús se compara a sí mismo con un pastor bueno que da la vida por sus ovejas. El pasaje completo se lee consecutivamente a lo largo de tres años, cada cuarto Domingo de Pascua. Por esta razón a este Domingo se le conoce también como el Domingo del Buen Pastor.

Debido al profundo vínculo existente entre Jesucristo, el Buen Pastor, y todo sacerdote suyo, el Papa Pablo VI decretó que en este mismo Domingo se llevara a cabo una jornada mundial de oración por las vocaciones al sacerdocio. Así pues, este Domingo toda la Iglesia se une en una jornada de oración por las vocaciones al sacerdocio, extendiendo la oración también a todos aquellos que están llamados a la vida consagrada.

Hoy se habla muchas veces de crisis de vocaciones en la Iglesia aunque más propiamente habría que hablar de una crisis de respuesta. Son muchos los llamados, pocos los que responden. El Señor Jesús, que conoce a cada una de sus ovejas, no deja de pronunciar hoy el nombre de aquellos que están llamados, no deja de convocarlos a su seguimiento con aquel radical “sígueme” con el que invitó a sus Apóstoles a dejarlo todo (ver Mt 8,22; 9,9; 19,21; Lc 9,59; Jn 1,43; 21,19) para estar con Él y enviarlos al mundo entero a anunciar su Evangelio y ser ministros de la reconciliación (ver 2 Cor 5,18-19).

La vocación no es algo que aparece en el transcurso de la vida. Está grabada en la estructura de la persona desde su concepción. Amado y pensado por Dios para ser sacerdote, para ser profeta, para ser apóstol del Señor, lo ha formado así desde el seno materno (ver Jer 1,5). El llamado lleva en su interior un como sello de fuego, que le reclama llegar a ser lo que está llamado a ser. Por ello cada joven tiene la imperiosa necesidad de preguntarse seriamente sobre su vocación y la misión que Dios le ha confiado en el mundo, aquello para lo que ha nacido. El Señor, quien nos conoce hasta lo más profundo, quien nos ama entrañablemente, es quien nos mostrará también nuestra particular vocación y misión en el mundo, que es el camino de nuestra propia realización humana. Por ello en todo proceso de discernimiento vocacional es al Señor a quien hay que acudir: Señor, ¿cuál es mi vocación? ¿Cuál es mi misión en el mundo? ¿Me llamas a la vida matrimonial, o me pides una especial consagración a ti? ¿Me llamas al sacerdocio? «¡Habla, Señor, que tu siervo escucha» (ver 1Sam 3,10). De la respuesta acertada al Plan de Dios depende la propia felicidad y la de muchas otras personas, y por eso en este asunto de tanta trascendencia es tan importante que todo joven encuentro el aliento, el apoyo y la ayuda de sus mismos padres, así como de sacerdotes y personas consagradas que lo puedan guiar y orientar rectamente.

Lamentablemente, hoy como ayer, hay muchos jóvenes que por diversas razones permanecen sordos al llamado del Señor. Hay también quienes apenas ven signos de vocación o escuchan fuerte el llamado experimentan tanto miedo que huyen del Señor a como dé lugar, y antes que confiar en Dios prefieren aferrarse a sus ‘riquezas’, a todo aquello que les ofrece alguna humana seguridad, aunque sólo sea pasajera (ver Mc 10,21-22).

No es fácil escuchar la voz del Señor y menos decirle ‘sí’, pues ese ‘sí’ conlleva un cambio radical de los propios planes en la vida. Decirle al Señor «te seguiré adondequiera que vayas» (Lc 9,57) se asemeja a dar un salto al vacío. Implica renunciar a todo, ir contra corriente, afrontar a veces la incomprensión y oposición de los propios amigos, parientes y padres. ¡Cuántas vocaciones se pierden por la oposición de los padres que ven en la vocación a la vida sacerdotal o consagrada de uno de sus hijos no un signo de una singular predilección divina, sino un “desperdicio” o incluso una maldición para toda la familia! En una sociedad que se descristianiza cada vez más, quienes experimentan y quieren responder al llamado del Señor serán ciertamente incomprendidos y sometidos a duras pruebas.

Pero hay también de aquellos que escuchando y descubriendo el llamado del Señor, con valor y decisión, sobreponiéndose a todo temor, renunciando generosamente a sus propios planes, saben decirle “aquí me tienes, Señor, hágase en mí según tu palabra” (ver Is 6,8; Lc 1,38). Hoy hay también jóvenes audaces y heroicos que encontrando su fuerza en el Señor perseveran a pesar de múltiples pruebas, obstáculos, tentaciones y dificultades en el camino. Así como hay también padres generosos que abriéndose al llamado de alguno de sus hijos lo alientan y apoyan a ponerse a la escucha del Señor y responderle con generosidad. ¡También éstos recibirán del Señor el ciento por uno, por la inmensa generosidad, sacrificio y renuncia que implica entregar un hijo al Señor!

La vocación es un misterio, un asunto entre Dios y la persona llamada. Quienes creemos en el Señor, creemos que también hoy Él elige y llama a algunos a dejarlo todo para seguirlo muy de cerca invitándolos a participar de su intimidad, destinándolos desde toda la eternidad por un amor de predilección (ver Jer 31,3) para que vayan por el mundo entero anunciando el Evangelio y de ese modo den fruto y su fruto permanezca (ver Jn 15,16).

Rezar por las vocaciones al sacerdocio y a la vida consagrada en general, es una necesidad, y apoyarlas es un deber que experimenta todo católico coherente, todo aquel que verdaderamente escucha la voz del Pastor y lo sigue. ¡Este Domingo especialmente, pero también todos los días, recemos intensamente a Dios para que envíe más obreros a su mies (ver Mt 9,38) y también para que respondan todos aquellos que han sido llamados! Pero ciertamente no basta rezar por las vocaciones; en la medida que podamos, alentemos y apoyemos incondicionalmente a quienes están en el proceso de discernimiento vocacional o ya le han dicho “sí” al Señor.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Deja tu comentario