1. Toda la liturgia de este domingo de cuaresma (lecturas, oraciones y cantos) es bautismal y, además, penitencial porque, no lo olvidemos, el bautismo, como todavía proclamamos en el credo de nuestra fe, era «para el perdón de los pecados».
Como Jesús, y como Samuel en la primera lectura de hoy, no debemos fijarnos, al elegir para el bautismo, en lo exterior de los candidatos, en la apariencia, sino en lo único que Dios ve: En el corazón. Es Dios quien, en último término, ha elegido al candidato para que forme parte del Cuerpo de Cristo, y ha sido Dios quien lo ha ungido con su Espíritu. Sobre esa unción es de lo que nos habla también el salmo responsorial. Dios no se fija en la presencia, en la apariencia, sino en el corazón. Y Dios prefiere lo pequeño, lo olvidado, lo que no cuenta. “La mirada de Dios no es como la mirada del hombre”.
2. La segunda lectura, en perfecta concordancia con el relato del ciego que nos trae el Evangelio, nos habla de la época en que, todavía sin bautizarnos, éramos tinieblas. Jesús devuelve la vista, la luz, a ese ciego de nacimiento; en la segunda lectura se dice que nosotros, si estamos bautizados, debemos caminar como hijos de la luz. Pablo nos dice que despertemos, que resucitemos, que permitamos a Jesucristo que llene de su luz nuestra vida. “En otro tiempo”, antes del bautismo, “erais tinieblas”, pero el bautismo nos ha llenado de luz. Ser bautizados es nacer a la Luz.
En la misma línea que el relato de la samaritana, que comentábamos el domingo pasado, este domingo se nos dice que Jesús es no sólo el agua de la vida, sino que, además, es la luz de la vida. Por eso, el bautismo se llama también “iluminación”. Hemos sido iluminados, somos hijos ya de la luz: Practiquemos las obras de la luz.
Todo bautizado-confirmado, nos dice esta catequesis bautismal, ha pasado de la ceguera a la luz, ha sido alguien cuya vida ha quedado iluminada por Cristo. Todo bautizado debe pasar del barro sobre los ojos a las aguas de Cristo, que es el enviado («Siloé», en hebreo). Una vez bautizado-confirmado, es miembro del cuerpo de Cristo., y tan hijo de Dios como Jesús.
Igual que la samaritana, este ciego-bautizado va proclamando todo lo que Jesús ha llegado a ser para él: El enviado por Dios, un profeta, el ungido o Mesías, el maestro al que debemos oír en vez de Moisés, es alguien a quien Dios oye, que viene de Dios, es el Señor, es la luz del mundo.
3. A los recién bautizados, en la Iglesia de los primeros siglos, se les llamaba los «fotitzómenoi», los iluminados; en eso debiéramos quedar convertidos nosotros, en eso debiera quedar convertida nuestra vida, en una vida iluminada por Cristo, en una vida cuyo sentido hubiera cambiado totalmente gracias a Jesucristo, gracias a su luz. ¿De verdad, ha quedado nuestra vida completamente cambiada gracias al conocimiento que hemos ido adquiriendo de Jesús?
«Da gloria a Dios», dicen los fariseos que interrogan al ciego recién curado por Jesús. Una fórmula tan usada ahora, era, en esa época, la fórmula oficial para exigirle a alguien que dijera la verdad y reparara la ofensa hecha a Dios.
En su afán de que, una vez puesto a Jesús en el lugar que le corresponde, todo quede en su lugar, Juan nos dice que los fariseos, los defensores de la Ley, no son ciegos (porque si lo fueran no serían culpables), sino que no quieren ver. Recordemos que el evangelio según san Juan, se escribió después de la destrucción de Jerusalén y el templo, justamente cuando los fariseos estaban tomando, quizá para siempre, el control sobre el pueblo judío y sobre su mentalidad religiosa. El Evangelio llegó a llamarlos ciegos y guías de ciegos. Los suyos, dice san Juan, sus compatriotas y correligionarios, no recibieron a Jesús, ni siquiera los que decían ser los guías del pueblo de Dios.
El Señor no sólo quiere que veamos, sino que seamos luz; quiere que podamos iluminar las tinieblas del mundo. La fe es una sobredosis de luz. La fe nos aclara el sentido de la vida, nos hace ver con profundidad el misterio de la vida, nos hace ver y comprender el misterio de Dios en todas las cosas.
“El que ama a su hermano permanece en la luz… pero el que aborrece a su hermano está en tinieblas… y no sabe a donde va, porque las tinieblas han cegado sus ojos”. Ser luz equivale a vivir en el amor.
Antonio Díaz Tortajada
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