16 marzo 2023

IV Domingo Cuaresma: Homilías I

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(A)

El ciego de nacimiento es el hombre, todo hombre. Andamos muy ciegos por la vida. ¿De quién es la culpa? De nosotros y de nuestros padres.
De nuestros padres que nos enseñaron a mirar solamente la materialidad de las cosas y no nos enseñaron a mirar más allá de su superficie, penetrando en el misterio del ser y de la vida. Y así no hemos aprendido a tratarnos con profundidad, porque sólo vemos las apariencias.
La culpa es también nuestra, porque nos fascina lo externo y nos quedamos ahí, deslumbrados ante el brillo pasajero de las personas y las cosas. Nosotros miramos las apariencias y no miramos el corazón.
Vemos y valoramos a las personas por su tener, por su poder, por su saber, no por lo que verdaderamente son. No captamos su misterio, ni siquiera el nuestro propio.
Nuestra ceguera es grave. Tan grave que muchas veces sólo valoramos las cosas y sobre todo a las personas cuando las perdemos…
Pero en toda vida humana hay un momento en que damos la vuelta a los prismáticos: y todo lo que visto con cristales de aumento nos parecía enorme y cercano… se aleja de repente y se vuelve diminuto y distante.
Esa vuelta a los gemelos la damos cuando nos llega un gran dolor o se descubre un gran amor…
Recuerdo, la experiencia de una mujer que había vivido este cambio cuando su padre se puso seriamente enfermo y amor y dolor hicieron que todo su mundo cambiara de color. “¡Cuántas cosas –decía- por las que antes luchaba y me angustiaba se me han vuelto fútiles e innecesarias!¡Qué tontas me parecen algunas ilusiones sin las que antes me parecía imposible vivir! ¡Cómo se vuelve todo de repente secundario y ya sólo cuenta la lucha por la vida y la felicidad de los seres que amas!”.
Es cierto: la gran enfermedad de los hombres es la ceguera, esa ceguera que nos conduce cada día a equivocarnos de valores…
Yo me he preguntado muchas veces qué le pediría a Dios si él me concediera un día un milagro. Y creo que le suplicaría el VER, el ver las cosas como él las ve, desde la distancia de quien entiende todo, de quien conoce las auténticas dimensiones de las cosas.
Si tuviera ese don, ¡qué distinta sería mi vida! ¡Cuánto más amaría y cuánto menos me preocuparía por otras cosas!
Esa chica, seguía diciendo: “Ahora gano mis tardes haciendo crucigramas con mi padre. Soy feliz viéndole sonreír. A su lado no tengo prisas. Cada minuto de compañía se me vuelve sagrado. Y cuando por la noche regreso a mi casa sin haber “hecho nada”, nada más que amar, me siento llena y feliz.
Le veo feliz de tenerme a su lado. No hay premio mejor en este mundo. Sé que un día me arrepentiré de millones de cosas que he hecho en mi vida. Pero nunca de esas horas “perdidas” a su lado”.
Esta chica tiene razón. Ha vuelto sus prismáticos y de repente el cristal de aumento de su corazón le ha hecho descubrir lo que la mayoría de los seres humanos no llegamos ni siquiera a vislumbrar. Y todo lo demás se ha vuelto pequeñito y lejano: muy secundario.
Hoy Jesús, en el personaje del ciego, nos invita a dar la vuelta a los prismáticos.
Pidamos a aquel que dijo: “Yo soy la Luz del mundo”, que cure nuestra ceguera y nos enseñe a no fijarnos en las apariencias, sino a ver como Él , el corazón de las personas y de las cosas.

(B)
Un joven vivió hace ya un tiempo, una tremenda enfermedad de los ojos que amenazaba con dejarle sin vista. Y contaba, en vísperas de su operación, que su madre no dejaba de rezar y rezar. “No sé para qué rezas tanto -le dijo el joven-. Tú sabes que las probabilidades de recuperación de la vista son mínimas”. Y le llegó, conmovida, la voz de su madre: “Hijo, es que no rezo sólo para que veas mejor, sino sobre todo para que veas más hondo”.
Seis meses después, tras una operación afortunada, el joven decía que ha recuperado bastante más que la vista, que su enfermedad le ha ayudado a entender mejor el mundo, a organizar mejor su vida, a revisar la escala de valores, poniendo en primer plano cosas antes olvidadas y haciendo regresar al papel de minucias muchas de las luchas que antes le obsesionaron como fundamentales.
Lo tremendo es que tengan que venir los grandes golpes de la vida para que empecemos a “ver” cosas elementales, que seamos todos “ciegos que ven” o que creen que ven, cuando tal vez se les está escapando el mismo jugo de la vida.
Efectivamente, ver bien es mucho más importante que ver, y la mayor parte de las cegueras es, con frecuencia, tener el alma amodorrada. Y así es como hay en el mundo millones de personas que creen ver el mundo que les rodea, cuando en realidad sólo se ven a sí mismos… Todos necesitamos ser curados de la vista para ver las cosas con mucha más claridad y sin deformaciones, para vernos y ver a los demás con más objetividad, sin aumentos ni reducciones, sin deformaciones ni daltonismos.
Escuché la confidencia de tres personas: Un religioso que estuvo a punto de ser asesinado, un sacerdote que iba a ser operado de corazón a vida o muerte, gravísimo, y un seglar al que se le declaró un cáncer fulminante. Los tres dijeron exactamente lo mismo: “En estos momentos se me han abierto los ojos y veo las cosas de distinta manera… Lo que antes me parecía muy importante, en estos momentos me hace reír”…
Lo Triste del caso es empezar a ver y valorar las cosas cuando ya casi no hay tiempo para actuar.
Nosotros mismos nos damos cuenta de cómo nuestra visión de la realidad se ha vuelto mucho más lúcida con el paso de los años. ¡Lo que hemos cambiado en la visión de las cosas desde nuestra adolescencia! Hoy nos reímos de aquella ingenuidad y simpleza con que veíamos la vida, el matrimonio, el trabajo, el amor.
A este respecto, hay que preguntarse: ¿Hemos cambiado en la misma media en la visión de las realidades trascendentes: el sentido de la vida, los valores esenciales, el amor, los bienes de este mundo, la fe o seguimos con la visión miope de un adolescente o de un niño?
¿Qué hemos de hacer para curar los ojos del espíritu?
Admitir que podemos estar medio ciegos, que tal vez vemos borrosa o deformadamente las cosas, las personas, a nosotros mismos, a los demás, a Dios, la vida, los valores verdaderos. Por eso, lo prudente es tener una sospecha saludable y, desde luego, estar seguros de que padecemos algún defecto de visión.
– Hacer como el ciego: acercarse a Jesús, pedirle a gritos la curación: “¡Señor, que vea!”. Es la oración del que sabe que necesita ser salvado.
Este acercarse a Jesús implica “escucharle” para asimilar su
pensamiento, criterios, valoraciones sobre las distintas realidades, para hacer nuestra su sensibilidad y poder ver las cosas como él las ve.
– Para ser curados por el Señor necesitamos, como el ciego, dejarnos tocar por él. Jesús le ungió los ojos con barro. El evangelista alude con este gesto a los signos sacramentales mediante los cuales Jesús actúa. Dejarse tocar por el Señor es recibir el gesto del perdón en el sacramento de la reconciliación, participar de su cuerpo en la Eucaristía.
– Para ser curados por el Señor de nuestras deficiencias en la visión necesitamos un ambiente comunitario. Compartiendo con los demás la visión que cada uno tiene de las cosas, del mundo, de la fe, de la vida…
Necesitamos vivir nuestra fe en comunidad. Con toda razón afirma el dicho castellano: “Ven más cuatro ojos que dos”.
Toda la vida del cristiano es tiempo de iluminación, pero especialmente la Cuaresma. Dejémonos curar por el Señor. Con una visión más clara de la realidad seremos más felices y nuestra felicidad rebosará hacia los demás.
¡Qué satisfechos y felices se sienten los operados de cataratas que han recobrado una visión clara! Más felices todavía se sienten los que, en el orden psicológico, empiezan a ver claro. El Señor Jesús se nos ofrece como médico y como luz. ¿Quién va a ser el insensato que no se deje curar por él?

(C)
La oscuridad siempre es triste. Sólo la buscamos para dormir o para esconder aquello que no queremos que los otros vean.
Una planta sin luz se muere. Una habitación oscura nos da miedo. Un ciego privado de la luz del día, nos da lástima.
El evangelio de este domingo nos habla de la curación de un ciego de nacimiento. Jesús le devuelve la vista corporal y con ella ilumina también su interior.
San Pablo nos recuerda que “en otro tiempo éramos tinieblas, pero que ahora somos luz en el Señor”. Ya nos lo había dicho Jesús: “Yo soy la luz del mundo. Quien me siga no andará en tinieblas”. Y nos pedía a sus discípulos que seamos también luz del mundo.
Ser luz significa mucho más que vivir en la luz. Cuando hay luz en el interior, todo aquello que no está limpio y transparente aparece y pide ser limpiado. Por eso Pablo continúa diciendo: “Caminad como hijos de la luz (toda bondad, justicia y verdad son fruto de la luz), buscando lo que agrada al Señor, sin tomar parte en las obras de las tinieblas, sino más bien poniéndolas en evidencia”.
En la oscuridad no se ve ni el polvo ni la suciedad. En cambio, cuando la luz es intensa, el polvo y las manchas aparecen y nos molestan. Sentimos la necesidad de quitarlas inmediatamente.
La luz que viene de Jesús ponen en evidencia nuestro polvo, nuestra suciedad… y han de suscitar en nosotros el deseo de limpiarlo.
El ciego de nacimiento nos representa a todos. Nuestra ceguera es importante. Vemos escasamente la superficie de las personas, de las cosas y de los acontecimientos, pero no vemos su verdadera y profunda realidad… O dicho bíblicamente: “El hombre mira las apariencias, pero el Señor mira el corazón”.
Cristo es la luz, porque nos descubre el misterio de Dios y nos habla del Padre. Cristo es la luz, porque nos revela el misterio del hombre y nos enseña lo que es y lo que está llamado a ser. Cristo es luz, porque nos hace ver el valor de los pequeños, de los pobres y de los que sufren. Cristo es luz, porque conoce lo que hay en el corazón de cada hombre y no se fija sólo en las apariencias. Cristo es luz, porque clarifica los valores, poniendo como centro y fundamento de todo al amor. Cristo es luz, porque nos señala el camino de la felicidad, recitándonos las Bienaventuranzas.
En Cristo todo es luz: su persona, su vida, su muerte, su Resurrección, sus palabras, su enseñanza, todos sus gestos de servicio, de ayuda, de perdón. Su luz se encuentra sobre todo en su potente corazón…
Y cuando esta luz se acerca a nosotros pone de manifiesto nuestra oscuridad, nuestra suciedad, nuestro polvo…
Esta página evangélica constituye una llamada enérgica a la CONVERSIÓN, para vivir una vida mejor y más auténticamente humana, para eliminar de nosotros todo aquello que sea oscuridad.
La Cuaresma es buen momento para dejar entrar la luz y poner orden en nuestro interior. Si nos hemos acostumbrado a la oscuridad, es posible que estemos demasiado abúlicos y adormecidos para sentir la necesidad de la luz. Tendremos que escuchar la frase con que san Pablo acaba la lectura de hoy: “Despierta tú que duermes, levántate de entre los muertos y Cristo será tu luz”…
La escucha asidua y atenta de la Palabra de Dios durante este tiempo de Cuaresma y la oración, es decir, el diálogo amigable y frecuente con el Señor nos ayudarán a descubrir y a acoger la LUZ que nos vienen de Dios.
Como al ciego del evangelio, Jesús probablemente nos pedirá que vayamos a lavarnos a la piscina de Siloé, que para nosotros quiere decir, que nos acerquemos al Sacramento de la Misericordia y pongamos en orden nuestro interior. Que dejemos que la luz de Cristo ilumine todos los rincones de nuestra vida y cure nuestra ceguera, y que al mismo tiempo, seamos con nuestra claridad, luz para cuantos nos rodean.

(D)
Siempre que hablamos de ciegos, de ceguera, pensamos en la gente que no ve, pero casi nunca nos paramos a pensar que –aunque veamos- podemos estar ciegos para ver las cosas, para profundizar en las cosas.
Casi siempre vemos, solamente, la superficie de las cosas, de los acontecimientos, de las personas, pero no vemos su verdadera y profunda realidad.
O dicho con palabras de la Biblia: “El hombre mira las apariencias, pero el Señor mira el corazón”.

Los acontecimientos:
– Los contemplamos como algo rutinario; nos hemos acostumbrado a ellos. Quizás nos admiramos y sorprendemos por los acontecimientos, pero superficialmente, sin que nos dejen huella. A lo más, hacemos un leve comentario.
– ¿Quién se deja interpelar por los acontecimientos de cada día?. A diario estamos viendo: “Violencia, terrorismo, hambre, pobreza, paro, explotación, dolor…etc.
¿Cómo me interpelan estas situaciones?
¿Cómo me impactan estos acontecimientos?
¿Qué veo detrás de cada lágrima?

Las personas:
– A veces las vemos, las contemplamos, las tratamos tan superficialmente que las convertimos en cosas,
¿Qué valor tienen para mí las personas?
¿Cuál es mi actitud hacia los demás: respeto, cariño, ayuda, indiferencia, desprecio?
“Quien no ama a su hermano, permanece en la muerte”, nos ha dicho Cristo.

Nosotros mismos:
– A veces estamos también ciegos para vernos a “nosotros mismos”. Nos cuesta vernos y reconocernos tal como somos: con nuestros aciertos, pero sobre todo con nuestros fallos y defectos, que enseguida disculpamos y justificamos.

De todas estas cegueras nos quiere curar Jesús.
No olvidemos nunca sus palabras:
– “Yo soy la luz del mundo”
– “El que me sigue no anda en tinieblas”
– “El que cree en mí, se convierte en luz para los demás”.

(E)
¿Mejor que sigan ciegos?
El relato del ciego de nacimiento al que Jesús devuelve la vista se presta a muchas lecturas. Y lo primero que me viene a la mente es ¿de cuántos ciegos se habla aquí?
Está el ciego de nacimiento.
Están los fariseos que tampoco quieren a ver el milagro.
Están los mismos padres que no quieren meterse en líos.

Y está otra realidad bien importante:
Todos le reconocen mientras está ciego.
Nadie quiere reconocerle cuando recobra la vista.

Ciego no es solo aquel que en su vida ha visto los colores.
Ciegos somos cuantos no vemos lo que tendríamos que ver:
Ciego es el que no acierta a ver a los demás como hermanos y sólo los ve como “compradores”, “vendedores”, “consumidores”.
Ciego es el que no quiere ver las necesidades de los hermanos, y sólo ve la propia billetera, su chequera o su granero.
Ciego es el que sólo ve con los ojos de la cara, pero su corazón y su espíritu carecen de ojos.
Ciego es el que no acierta a ver la acción de Dios en la historia o en nuestra vida.

Por eso me encanta la reflexión que hace Mariola López cuando escribe: necesitamos cristianos capaces de “descubrir puertas donde antes veíamos muros”. “Hoy nos tientan muchas ceguras: no se ven los que no cuentan económicamente y hay millones de personas consideras invisibles. Estamos amenazados por la ceguera de la seguridad, y los diferentes nos resultan extraños.
Vivimos cegados por la prisa y la auto concentración; y las fracturas humanas, las divisiones de cualquier rango, embotan nuestros sentidos y nos ciegan sobre nuestra unidad esencial”.

Tal vez nosotros mismo podamos tener buena vista, pero pareciera nos encanta ver ciegos a los demás. Todo el mundo conocía el ciego mientras era ciego. Nadie dudaba de su identidad. El problema surgió cuando el ciego recobró la vista. Ahora nadie quiere reconocerle. Para unos es él mismo. Para otros simplemente se parece. Para otros no es él.
¿No nos estará sucediendo algo parecido a nosotros?
Preferimos que la gente siga ciega-ignorante porque es más fácil de manejar.
Preferimos que la gente siga ciega, y no reconozca sus derechos, porque así nos complica menos nuestra vida.
Preferimos que la gente siga ciega, y no sea consciente de las injusticias que sufre, porque así no reclama sino que se resigna.
Preferimos que los mismos creyentes no conozcan la verdad de la Iglesia, porque así se sienten menos incómodos.
Preferimos que los mismos creyentes no conozcan los defectos que se esconden en la Iglesia tapados con demasiadas prohibiciones y condenas, así guardamos más el silencio.

El problema está cuando la gente comienza a ver porque alguien le ha abierto los ojos. Entonces ese “no es profeta”, sino es un revoltoso social.
Entonces ese “no es profeta”, sino alguien que se mete en política.
Cuando la Iglesia se pone a favor de los marginados y les habla de sus legítimos derechos ya se está metiendo en líos, como Jesús, porque pone en riesgo y peligro la estabilidad y las ansias y egoísmos de los poderosos.

¿No ha sido, en parte, éste el problema de los indígenas de nuestras selvas peruanas?
Cuando algún misionero les abrió los ojos, se revelaron y reclamaron sus derechos.
Fe entonces que muchos se enteraron de que nuestros indígenas y ribereños existían.
Y recién se enteraron que abnegados misioneros les abrieron los ojos sobre sus legítimos derechos a sus tierras, a sus ríos y a su salud.
Cuando al Premio Nobel A. Muhammad Yunus, conocido como el “banquero de los pobres se le preguntó: ¿Cuál era la mejor lección que aprendió de los pobres? su respuesta fue clara: “Lo más grande que he aprendido es que cada ser humano posee un potencial ilimitado; la lástima es que nos conformamos con arañar la superficie”.

El diálogo del ciego, que ahora ve, con los fariseos ¡cuánto se parece a los reclamos sociales de los que hasta ahora estaban ciegos de sus derechos! “Nosotros sabemos que ese es un pecador”. “Empecatado naciste tú de pies a cabeza, ¿y nos vas a dar lecciones a nosotros? Y lo expulsaron”.
También hoy se expulsa a los que comienzan ver.
Y también se quiere expulsar y aún sacar del país a quien se atreve a abrir los ojos de los que no veían.

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