Continuamos con el Sermón de la Montaña que a lo largo de estos domingos del año litúrgico venimos proclamando. Las enseñanzas que nos presenta Jesús en este sermón son también recogidas, desde una perspectiva diferente, por Lucas en el capítulo 6 de su Evangelio. Se tratan de las conocidas Bienaventuranzas seguidas de unos preceptos que parecen ir contra la lógica habitual de las relaciones humanas y de la Ley de Moisés.
En esto último, precisamente, es en lo que pone el acento Mateo hoy. Recordemos que Mateo dirige su Evangelio a cristianos mayoritariamente provenientes del judaísmo. De ahí su interés en demostrar que las enseñanzas de Jesús no están en contradicción con la Ley de Moisés y con las doctrinas de los Profetas. Los mandamientos del Antiguo Testamento -quiere dejar claro Mateo- no están siendo abolidos por Jesús, sino perfeccionados. Sus enseñanzas no olvidan las promesas del Antiguo Testamento, sino que las realizan. Algo que trasluce de manera muy clara la especial sensibilidad de Mateo hacia las tradiciones y costumbres judías es el repetido uso de la expresión “Reino de los Cielos”, en lugar de la expresión “Reino de Dios”. Para la mentalidad judía, referirse directamente a Dios resultaba irreverente.
El Espíritu (Santo) y la letra
La comparación entre la “ley antigua” y la “ley nueva” es una cuestión relevante en la Biblia. A Mateo le interesa por las razones señaladas. También San Pablo se ocupa de la cuestión, en su caso presentándolas en oposición, pero como un recurso para argumentar acerca de la novedad de Jesucristo.
“Habéis oído que se dijo a los antiguos… pero yo os digo”, repite Jesús. Su autoridad está por encima de la de Moisés, máxima autoridad para los judíos, el “amigo de Dios” (Ex 33, 11), de quien recibió las tablas de la Ley. Esta vez, Mateo no trata de amortiguar en modo alguno el mensaje: Cristo es la revelación definitiva del Dios del Sinaí.
En Santo Tomás de Aquino encontramos una explicación de la relación que existe entre la “ley antigua” y la “ley nueva” que arroja mucha luz. Según el Aquinate, ambas tienen como fin conducirnos al Reino de Dios, la diferencia estriba en que gracias a la ley nueva (que se realiza plenamente en Jesucristo) se nos introduce definitivamente en ese Reino que a los antiguos se les había prometido. La distinción, por tanto, no está tanto en la letra, sino en el Espíritu, en el Espíritu Santo que nos ayuda a descubrir el sentido último que debe inspirar toda norma moral. La ley nueva no consiste en cumplir unos preceptos, sino en obrar guiados por el amor.
La distinción entre ley antigua y ley nueva -advierte también Santo Tomás- tampoco es estrictamente cronológica, aunque la denominación pueda inducirnos a pensar así. Hubo personas en la época del Antiguo Testamento que quisieron vivieron desde el amor, como el mismo Moisés. “Amarás al prójimo como a ti mismo”, leemos ya en Lv 19, 18. Estas personas recibieron el don del Espíritu Santo también por mediación de Cristo. Esto supone, consecuentemente, que ha habido, hay y habrá personas que contribuyen a que el Reino de Dios continúe desarrollándose aun no siendo cristianas. La acción del Espíritu de Cristo no se da sólo en una época o en un grupo determinado. Puede estar presente implícitamente en la vida de muchas personas sin que ellas sean conscientes de ello
De la perfección del cumplimiento a la perfección de la caridad
Nadie podía ganar a los escribas y a los fariseos en el conocimiento y el cumplimiento de las normas recogidas en la “ley antigua”. Conocen hasta la “última letra o tilde de la Ley” y la siguen a rajatabla. ¿En qué consiste, entonces, tener una justicia mayor que la de los “expertos” de la Ley? En saber que entrar en el Reino de Dios no es cumplir normas y ritos, sino aceptar la gracia transformadora del amor de Dios. La nueva ley nos pide, antes que nada, pureza de corazón. Por eso, aunque es más liviana que la ley antigua en lo exterior, es más exigente en lo interior.
Es importante que no perder esto de vista. Los cristianos nos hemos liberado de la carga ritualista porque Jesús nos ha enseñado que eso es secundario, pero si olvidamos que el mandamiento principal es amar como Cristo amó, sólo podremos ser motivo de escándalo para los demás.
Gracia y libertad
¿Cómo alcanzar un ideal tan elevado? San Pablo nos avisa de que estamos hablando de una “sabiduría que no es de este mundo” que “Dios nos ha revelado por el Espíritu”. La pureza de corazón no se logra por la adecuación de nuestra voluntad a una norma, sino desde la aceptación de la gracia de Dios en nuestras vidas. Es un don que recibimos por la fe.
Las palabras de San Pablo están dirigidas a quienes en su época creían que los seres humanos podían llegar, por sí mismos, al conocimiento de lo divino y, de este modo, a la perfección. Eran los llamados “gnósticos”. Vana presunción, advierte San Pablo. Sólo quien acoge al Espíritu, que viene de Dios, podrá comprender y vivir según la “ley nueva”, que es Cristo mismo.
El libro del Eclesiástico, por su parte, parece invitarnos, a la luz del Evangelio, a no quedarnos en la ley antigua, sino aspirar a la nueva; a que nuestra voluntad se aúne y coopere con la gracia. Nos invita a pedirle a Dios que nos ayude a vivir como Jesús vivió.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Deja tu comentario