1. El pueblo de Israel nació en la Cuaresma del desierto. En atención a esto, la tradición religiosa de Israel había consagrado la Cuaresma, el desierto para la oración y la penitencia, y qué mayor penitencia que la soledad, observada por hombres creados para vivir en sociedad: «No es bueno que el hombre esté solo» (Gn 2,18), que ya había vivido el pueblo de Israel al salir de Egipto, durante cuarenta años caminando hacia la tierra prometida, por el trayecto más largo. El camino más corto y normal era subir desde Egipto hasta la tierra prometida, Palestina, sin dejar la tierra firme y sin tener que atravesar el mar Rojo. Pero Dios quiso preservarle, probarle y educarle, para demostrarle su cariño y hablarle al corazón. ¿Qué hubiera sido del pueblo si entra en seguida en Palestina, y se junta con los amorreos, cananeos, hititas, los jebuseos, amonitas, filisteos, pueblos todos paganos e idólatras? ¿En qué habría quedado la promesa? El designio de Dios era crear su pueblo, germen de vida, donde pudiera él, llegada la plenitud de los tiempos, culminar la obra de la redención por Jesucristo, nacido de ese pueblo.
2. Moisés ha vivido también su desierto. Como Elías camino del Horeb, y como Jesús, después de haber sido bautizado por Juan. Ahora lo tiene que vivir la Iglesia, durante cuarenta días dedicada a la conversión, a la oración, renuncia, y caridad. Cuando el Señor hace dar rodeos incomprensibles a una persona, o a una familia, o a una institución, hay que saber leer en clave de fe y de predilección, el rodeo, el obstáculo, la persecución del Faraón, o de los varios faraones al servicio del amor.
3. «La soledad es la muralla y el antemuro de las virtudes… Creed en mi experiencia, aprenderéis más en las selvas que en los libros; los bosques y las peñas os instruirán, os enseñarán lo que no pueden enseñaros vuestros maestros» (San Bernardo). Todos los grandes santos a ejemplo de Cristo, se han formado en la escuela de la soledad, del desierto. Y salían de él como llamas. Nosotros no podemos resistir la soledad. Apenas nos quedamos solos, conectamos el transistor, la televisión, el Internet, nos vamos al café, al bar, al pub, al cine, no somos capaces de permanecer un rato con nosotros mismos, escuchando a nuestra conciencia, examinando nuestras acciones, nuestros planes, por eso nuestra vida es tan frívola, vacía y sin peso. El valor de las palabras no lo da el sonido, el grito, sino el contenido… ¡Cuántas palabras insustanciales al final de una vida moderna! Busquemos el recogimiento donde oigamos a Dios, aislémonos de las compañías de frivolidad y de pasatiempo, busquemos amigos que nos hagan mejores, cercenemos diversiones, seamos más personas, más hombres y menos masa. Al menos, en la Cuaresma.
4. Lo esencial de la Cuaresma es que el pueblo cristiano, se disponga a escuchar la Palabra, para convertirse. Convertirse es volverse a Dios. «Dejaos reconciliar con Dios» 2 Corintios, 5,20. San Pablo emplea el verbo griego «katallasso», «reconciliarse», característico del derecho matrimonial, que designa la reconciliación de los esposos cuando retornan a la vida íntima conyugal que habían roto. El Apóstol, por tanto, está exhortando a los cristianos a volver a la unión con Dios, rota por el pecado, y a recuperar la intimidad del que «prepara para todos los pueblos el banquete nupcial de manjares exquisitos» (Is 25,6). «Convertíos a mí de todo corazón». Es el corazón lo que nos pide el Señor, nuestra intimidad mejor, la más profunda, que pongamos nuestro pensamiento y cariño en él. Eso es lo único que le agrada a Dios. Los gestos y los sacrificios sólo le gustan si proceden del amor, porque sólo quiere el amor de los hombres, pues, quiere hacer tan grandes como El es, y tan dichosos y perfectos, y eso sólo lo hace el amor que iguala entre sí a los amantes. Bien motiva San Pablo la petición de la reconciliación por el amor de Jesucristo: «Pues Dios por nosotros hizo pecado al que no conocía el pecado, para que por él llegáramos a ser santidad de Dios». La gratitud a tanto amor es lo que nos tiene que mover al encuentro del Padre.
5. Convertirse es también volver el rostro, dirigirse a Alguien que llama, porque es compasivo, y nos está invitando a recorrer un camino de penitencia y purificación interior para renovar nuestra fe y vivir de acuerdo con ella. No se cansa Dios de llamarnos, todas y cada una de las veces que experimentamos la derrota del pecado, para que volvamos a casa como el hijo pródigo, y podernos abrazar, vestirnos de nuevo y ofrecernos el banquete de su perdón y de su eucaristía. «Antes me cansé yo de ofenderle, que él de llamarme… Castigabais, Señor, mis muchas maldades con nuevas mercedes» (Santa Teresa).
6. Para acoger un mensaje hay que elevar los ojos al mensajero. Una mirada de fe es la que puede salvar al pecador. Para convertirse lo primero es volver los ojos al rostro de Dios, que «se compadece de todos y cierra los ojos a los pecados de los hombres para que se arrepientan» Sabiduría 11, 24.
Después, y con la luz y la fuerza que emana de la Palabra, poder desprenderse del egoísmo y optar por una nueva concepción de la vida. San Agustín en sus Confesiones, nos ha dejado un precioso testimonio de las luchas que tuvo que sostener, con todo lo inteligente que era, hasta poder decidirse a vivir lo que tan claro veía, pero lo que tanto le costaba: «A mí, cautivo, me atormentaba mucho y con vehemencia la costumbre de saciar aquella mi insaciable concupiscencia» (VI, 13). Escuchaba a sus pasiones, sus antiguas amigas, que le decían: «¿Nos dejas? ¿Y ya no estaremos contigo nunca? ¿Y ya no te será lícito esto y aquello? ¡Y qué cosas, Dios mío, me sugerían con las palabras esto y aquello!» (VIII, 11, 26). Pero hasta que no comenzó a fulgurar en el corazón de Agustín la luz de la Hermosura Nueva, no se rindió el buscador. «Tarde te amé, Hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé… Pero llamaste y clamaste, y rompiste mi sordera; brillaste y resplandeciste, y curaste mi ceguera; exhalaste tu perfume y respiré, y suspiro por ti; gusté de ti, y siento hambre y sed; me tocaste y me abrasé en tu paz» (X, 27, 38). Por muchos esfuerzos que haga el hombre, si Dios no le rinde con su Belleza, no cae de bruces su alma. Por eso es necesario que con David, le grite al Señor: «Misericordia, Señor, hemos pecado. Tengo siempre presente mi pecado. Crea en mí un corazón puro. Renuévame por dentro don espíritu firme. Devuélveme la alegría de tu salvación. No me arrojes lejos de tu rostro. Lávame más y más de mi iniquidad». Salmo 50. Pero reconozcamos que estas voces no nacen desde la rutina, la pasividad y el culto vacío. Interiorizados estos actos individuales y personales, hay que confesar los pecados, haciendo de ese momento un encuentro con Dios Padre por el Espíritu y la Sangre de su Hijo, que obra en nosotros la salvación. Es verdad que el confesionario hoy ha sido sustituido por el diván del psicoanalista o del psiquiatra, o, lo que es más novedoso y curioso, por el plató de la televisión, lo que demuestra la necesidad que tiene la persona de comunicar sus pecados, frustraciones, y depresiones, y que al debilitarse o perderse la fe, se agarra a estos medios científicos, laicos y hasta públicos, como medio de liberación, lo que los cristianos encontramos por la fe en el sacramento de la reconciliación.
7.- «No vayas tocando la trompeta por delante para ser considerado por los hombres» Mateo 6,1. El que hace las buenas obras, comunicación de bienes, oración, penitencia, o sacrificio, por miras humanas, ya ha recibido su recompensa. Quien las hace por Dios, con sinceridad y desinterés, como expresión de la fe y del amor, recibirá la paga de Dios. No encaja tampoco mucho hoy esta prohibición de Cristo, cuando de lo que alardea es de todo lo contrario, según las revistas del corazón y determinados espacios televisivos airean: profesión de agnosticismo, y cambios de parejas seguidos. Ahora las recompensas humanas se ofrecen al vicio y no a la virtud y los hay que no viven de otras rentas. «Corrijamos lo que por ignorancia hemos cometido, no nos sorprenda la muerte sin haber hecho penitencia» Baruc 3, 2.
8. «Con el ayuno corporal refrenas nuestras pasiones, elevas nuestro espíritu, nos das fuerza y recompensa» Prefacio. Y si Dios nos prepara el banquete escatológico, cuya esperanza nos da fuerza para superar las carencias y tribulaciones de este destierro, los cristianos, «, debemos practicar la caridad, concretada en las obras de misericordia tanto corporales como espirituales, sobre todo en favor de aquellos hermanos nuestros que viven extrarradio del banquete de la vida. «Hay muchos Lázaros que están llamando a las puertas de la sociedad, que viven excluidos de los beneficios de la prosperidad y del progreso» (Juan Pablo II). Hagamos entre todos que todos puedan participar del banquete preparado por el Señor para todos los pueblos en esta tierra y en el cielo. Sólo así podremos todos escuchar confiados y esperanzados en la Misa de la Cena del Señor y en la Noche de la Pascua, las palabras del Apocalipsis: «Dichosos los llamados al banquete de las bodas del Cordero» (19,9). A la vez que habremos ofrecido al mundo el testimonio de que nos amamos porque el Señor ha Resucitado.
Jesús Martí Ballester
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