Epifanía se traduce literalmente por “manifestación”.
En el griego antiguo epifaneia y los términos afines significaban, en su sentido religioso, la aparición visible o manifestación de una divinidad que traía la salud para el pueblo. Los cristianos aplicaron este término a la manifestación salvadora del Hijo de Dios.
En Jesucristo Dios se ha manifestado al mundo para salvar a su pueblo y a la humanidad entera. Su venida había sido anunciada desde antiguo en las Sagradas Escrituras. Su nacimiento sería “proclamado” por una estrella, y Él sería Rey de Israel: «de Jacob avanza una estrella, un cetro surge de Israel» (Núm 24, 17).
La luz que brillaría sobre Israel alcanzaría con su resplandor al orbe entero (1ª. lectura: Is 60, 1-6): al tiempo que reunirá a los hijos de Israel, atraerá también a quienes no pertenecen a este pueblo: «sobre ti amanecerá el Señor, su gloria aparecerá sobre ti. Y caminarán los pueblos a tu luz, los reyes al resplandor de tu aurora». Este Rey traerá la salvación no sólo al pueblo de Israel, sino también al orbe entero, a toda la humanidad sumergida en tinieblas. La salvación que traerá será universal.
Isaías anuncia también que los pueblos le traerán riquezas y tesoros, tributándole honor y gloria: «vienen todos de Saba, trayendo incienso y oro, y proclamando las alabanzas del Señor».
También en el Salmo responsorial encontramos el anuncio de aquél gran día de la manifestación salvadora de Dios, día en que florecerá la justicia y la paz, día en que Él ejercerá el dominio sobre toda la tierra. Entonces «los reyes de Tarsis y de las islas» le pagarán tributo, «los reyes de Saba y de Arabia» le ofrecerán sus dones, se postrarán «ante Él todos los reyes» y «todos los pueblos» le servirán. Entonces Dios librará al afligido, se apiadará del indigente, y salvará la vida de los pobres.
El lugar de su nacimiento estaba también profetizado: «En Belén de Judea, porque así lo ha escrito el profeta: “Y tú, Belén, tierra de Judea, no eres ni mucho menos la última de las ciudades de Judea, pues de ti saldrá un jefe que será el pastor de mi pueblo Israel”» (Evangelio).
Los antiguos oráculos encontraron su realización en Jesús, nacido de María en Belén. Él es la epifanía de Dios, su manifestación visible, salvadora.
Una brillante estrella anunció y señaló el lugar del nacimiento del Rey-Salvador. Entonces «unos magos de oriente», al ver su brillo intenso, se pusieron en marcha cargados de riquezas para ofrecerlos a este Rey. Ellos representan a los pueblos del orbe entero, son los que “inundan” la ciudad santa con «una multitud de camellos, de dromedarios de Madián y de Efá. Vienen todos de Saba, trayendo incienso y oro, y proclamando las alabanzas del Señor» (Primera lectura).
La palabra griega “magoi” parece derivarse de la forma persa “maga”. «Los magos fueron originariamente una tribu de la Media, que en la religión persa estaba revestida de funciones sacerdotales; de allí que se aplicara el nombre de magos a los que poseían o ejercían una ciencia o un poder secreto. El origen y etimología de la palabra son inciertos. Como los sacerdotes persas se ocupaban de astronomía y astrología y eran considerados como poseedores de una ciencia oculta, en la literatura astrológica de los griegos el nombre de mago se vino a identificar con hechicero. En este sentido emplea la palabra mago Hech 8, 9-11; 13, 6-8. En Mateo se llaman magoi los sabios venidos de oriente para adorar a Jesús niño» (Haag, Diccionario de la Biblia).
En una primera época los magos, considerados sabios y doctores, aparecen como una casta sacerdotal de Media y Persia. Es sólo en una época posterior a la conquista de Babilonia cuando el término “mago” pasa a designar a nigromantes y astrólogos, en sentido peyorativo.
Los magos que presenta el Evangelio aparecen como personajes importantes, hombres sabios, dedicados al estudio de los astros, y no según «la costumbre y lenguaje popular [que] toma los magos por gente maléfica» (San Jerónimo). Para estos sabios de su tiempo la gran estrella era signo inequívoco del nacimiento «del Rey de los judíos». Pero para ellos no se trata de un rey cualquiera. En el antiguo oriente la estrella anunciaba el nacimiento de un rey divinizado, y por ello dicen a Herodes y a su cohorte: «venimos a adorarlo».
Los cristianos han representado a los magos de oriente como reyes, probablemente por influencia de la profecía de Isaías. Que sean “tres reyes magos” se debe al mismo número de regalos que le ofrecen al Niño: oro, incienso y mirra. Muchos Padres de la Iglesia han querido descubrir un valor simbólico en los regalos. En el ofrecimiento del oro se suele ver el reconocimiento a la dignidad de su realeza; en el incienso, por su carácter sutil, un reconocimiento de la divinidad de Jesús; y en el ofrecimiento de la mirra un reconocimiento de la humanidad de Cristo. Los nombres atribuidos a los tres Reyes-Magos, de Melchor, Gaspar y Baltasar, aparecen recién en el siglo VIII.
Es por medio de los apóstoles que la reconciliación y salvación anunciada por el brillo de aquella singular estrella y traída por el Niño Jesús será llevada hasta los confines de la tierra. San Pablo comprende esta gran novedad: que también los gentiles, es decir, todos aquellos que no participan de la Alianza primera sellada por Dios con Abraham, «comparten la misma herencia, son miembros del mismo cuerpo y partícipes de la promesa en Jesucristo, por medio del Evangelio» (2ª. lectura). Los Magos de Oriente representan a los pueblos de toda la tierra que, al adorar a Jesús, acogen el don de la salvación traído por el Hijo de Dios.
Creemos firmemente con la fe de la Iglesia que Santa María, por ser la madre de Cristo-Cabeza, lo es también de cada uno de los miembros de Su Cuerpo místico, que es la Iglesia. Por tanto, María en el orden espiritual es madre de todos los que por la fe se acercan a Cristo, es Madre nuestra.
Esta maternidad espiritual, cuyo principio se remonta al momento de la concepción virginal, fue hecha explícita por Cristo mismo al pronunciar su testamento espiritual desde la Cruz, en el momento en que refiriéndose a Juan dijo a su Madre: “Mujer, he allí a tu hijo”. Y a Juan: “he allí a tu madre” (ver Jn 19, 25-27). La Iglesia ha afirmado siempre que las palabras de Cristo trascienden a la persona misma de Juan, y que en él estábamos representados todos los discípulos.
Esta maternidad espiritual la ejerce ya María cuando presenta a Cristo a unos humildes pastores, quienes avisados por un ángel se acercan con prontitud al portal a adorar al Niño que ha nacido. Posteriormente la ejerce también con la llegada de unos misteriosos personajes que atraídos por una singular estrella vienen desde muy lejos a adorar al Rey de Israel que ha nacido. Con la sorpresiva aparición de estos sabios de Oriente la reflexiva María, considerando todo a la luz de los designios divinos, comprende que su maternidad espiritual no se limita a los hijos e hijas de Israel, sino que se abre a todos los hombres y mujeres que con fe se acercan a su Hijo, así como a toda la humanidad se abre el Don de la Salvación que el Hijo de Dios ha venido a traer al mundo: es universal.
Hoy como ayer, María sigue ejerciendo activamente su maternidad espiritual sobre todos los que nos acercamos a su Hijo con fe. Madre que da a luz al Niño-Dios, Ella nos lo presenta y hace cercano también a nosotros, procurando por su intercesión y cuidado maternal que en nosotros la vida divina que hemos recibido el día de nuestro Bautismo crezca y se fortalezca cada vez más, hasta que también nosotros, cooperando activamente con el don y la gracia recibidas, alcancemos “la madurez de la plenitud de Cristo” (Ef 4, 13; ver Gál 2, 20).
Por ello acudamos confiadamente a nuestra Madre. Miremos sin cesar el brillo de esta Estrella y poniéndonos en marcha cada día dejémonos guiar por Ella al encuentro pleno con su Hijo, el Señor Jesús, para adorarlo también nosotros y entregarle toda nuestra vida y corazón.
528: La Epifanía es la manifestación de Jesús como Mesías de Israel, Hijo de Dios y Salvador del mundo. Con el bautismo de Jesús en el Jordán y las bodas de Caná, la Epifanía celebra la adoración de Jesús por unos «magos» venidos de Oriente. En estos «magos», representantes de religiones paganas de pueblos vecinos, el Evangelio ve las primicias de las naciones que acogen, por la Encarnación, la Buena Nueva de la salvación. La llegada de los magos a Jerusalén para «rendir homenaje al rey de los judíos» (Mt 2, 2) muestra que buscan en Israel, a la luz mesiánica de la estrella de David, al que será el rey de las naciones. Su venida significa que los gentiles no pueden descubrir a Jesús y adorarle como Hijo de Dios y Salvador del mundo sino volviéndose hacia los judíos y recibiendo de ellos su promesa mesiánica tal como está contenida en el Antiguo Testamento. La Epifanía manifiesta que «la multitud de los gentiles entra en la familia de los patriarcas» y adquiere la «israelitica dignitas» (la dignidad israelítica).
1171: El año litúrgico es el desarrollo de los diversos aspectos del único misterio pascual. Esto vale muy particularmente para el ciclo de las fiestas en torno al Misterio de la Encarnación (Anunciación, Navidad, Epifanía) que conmemoran el comienzo de nuestra salvación y nos comunican las primicias del misterio de Pascua.
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