Por Gabriel González del Estal
1. El texto de Pablo, en su Carta a los Romanos, lo dice muy claro: ¿O es que ignoráis que, cuando fuimos bautizados en Cristo Jesús, fuimos bautizados en su muerte? Fuimos, pues, con él sepultados por el bautismo en la muerte, a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos por medio de la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva. El rito del bautismo por inmersión, tal como se practicaba en los primeros siglos, en el río o en la piscina baptisterio, significaba mejor la realidad del sacramento. La persona, al sumergirse y quedar como sepultada en el agua, dejaba allí al hombre viejo y pecador, para salir del agua limpio y como convertido y resucitado en una persona nueva. El bautismo era así como un nuevo nacimiento. Moría en nosotros el pecado, la fuerza del hombre viejo, y nacía en nosotros la gracia, la fuerza del Espíritu, operando en nosotros como una anticipada resurrección. Antiguamente el que se bautizaba era una persona adulta que decidía, libre y responsablemente, morir al pecado y comenzar una nueva vida de gracia y santidad. Ahora, cuando nos bautizan casi al nacer, en la fe de nuestros padres o padrinos, la fuerza del sacramento es la misma, pero nuestro compromiso temporal de cambio de vida y nuevo nacimiento debe ser renovado una y más veces en la edad adulta. De lo contrario, la fuerza del sacramento, la fuerza del Espíritu, no podrá operar en nosotros sin nuestra cooperación.
2. Mirad a mi siervo, a quien sostengo, mi elegido, a quien prefiero, sobre él he puesto mi Espíritu. Es el primero de los conocidos cuatro cantos del siervo de Yahvé. La tradición cristiana ha querido ver en este siervo de Yahvé la imagen anticipada de Jesús de Nazaret. Es un siervo sufrido y doliente, manso y lleno de fortaleza que, con humildad y mansedumbre, no vacilará ni se quebrará hasta implantar el derecho en la tierra. Esta imagen de un Cristo que sufre y muere en una cruz, como cordero llevado al matadero, no será entendida ni aceptada por los apóstoles hasta después de la resurrección de Cristo. También nosotros sufrimos muchas veces la tentación de no creer en un Dios que permite tanto dolor y tanto sufrimiento en nuestro mundo y en nuestras vidas. Queremos llegar a la luz de la resurrección sin haber pasado previamente por la oscuridad de la cruz. Queremos que nazca y viva en nosotros el hombre nuevo sin haber dado muerte antes, previamente, al hombre viejo. Queremos renacer del agua, sin habernos sumergido y sepultado previamente en ella.
3. Me refiero a Jesús de Nazaret, ungido por Dios con la fuerza del Espíritu Santo, que pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos por el diablo. ¡Qué bonito resumen de la vida de Jesús: pasó haciendo el bien! Haciendo el bien a los demás, a los enfermos, a los pobres, a las personas marginadas, a los pecadores. No fue un camino de rosas este ir por la vida de Jesús de Nazaret haciendo el bien. Pudo hacerlo porque estaba poseído por el Espíritu, porque estaba ungido por Dios con la fuerza del Espíritu Santo. Él se dejó llevar por el Espíritu, fue dócil a su voz, a su mandamiento. Siempre entendió su vida como un regalo que le había hecho su Padre para que la regalara él a su vez en beneficio de los demás. No regateó esfuerzos, no se ahorró disgustos, no cedió ante los poderosos ni se ablandó ante la injusticia de los injustos. El alimento de su vida fue siempre hacer la voluntad del Padre que le envió.
4. Apenas se bautizó Jesús... vino una voz del cielo que decía: Este es mi Hijo, el amado, mi predilecto. También a nosotros el bautismo nos hizo hijos de Dios, amados suyos, sus predilectos. Es bueno que nosotros, como personas bautizadas, nos creamos hijos de Dios, sus predilectos. Y que actuemos en consecuencia: dando muerte en nosotros, cada día, al hombre viejo, al que quedó sepultado en el agua bautismal, y que sea el Espíritu de Jesús el que guíe nuestra vida. En este domingo, en el que celebramos la fiesta del Bautismo del Señor, es bueno que renovemos nuestras promesas bautismales, pidiéndole a nuestro buen Padre Dios que nunca nos falte su Espíritu para cumplirlas. Y que cada uno de nosotros, con la humildad y la fortaleza del siervo de Yahvé, seamos siempre dóciles a la voz y al mandamiento del Señor.
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