San Juan Bautista es el personaje central en el Evangelio de este Domingo. El profeta que aparece en el desierto proclamando el ya próximo advenimiento del Reino de Dios e invitando a todos a recibir un bautismo para el perdón de los pecados era el hijo de Isabel, parienta de Santa María. Él es aquel que en el seno materno saltó de gozo en el encuentro de las dos madres (ver Lc 1,44).
Este niño milagrosamente concebido (ver Lc 1,5-7) estaba llamado a cumplir una singular misión: «a muchos de los hijos de Israel, les convertirá al Señor su Dios, e irá delante de él con el espíritu y el poder de Elías, para hacer volver los corazones de los padres a los hijos, y a los rebeldes a la prudencia de los justos, para preparar al Señor un pueblo bien dispuesto» (Lc 1,15-17). Zacarías, su padre, inspirado por el Espíritu Santo anunció: «serás llamado profeta del Altísimo, pues irás delante del Señor para preparar sus caminos» (Lc 1,76).
Con el tiempo «el niño crecía y su espíritu se fortalecía». Vivió en el desierto hasta que llegó «el día de su manifestación a Israel» (Lc 1,80). «En el año quince del imperio de Tiberio César... fue dirigida la palabra de Dios a Juan, hijo de Zacarías, en el desierto. Y se fue por toda la región del Jordán proclamando un bautismo de conversión para perdón de los pecados» (Lc 3,1ss). Es así como lo vemos en el Evangelio de este Domingo, proclamando a viva voz: «Conviértanse, porque está cerca el Reino de los cielos».
Del mismo modo que se nivelaban los caminos cuando llegaba el rey a visitar una ciudad, hay que nivelar y preparar ahora el camino al Señor que viene. Es abandonando toda senda torcida y enmendando las conductas equivocadas como se hace transitable el camino del Señor al corazón del hombre. El Bautista llama a la conversión, a un cambio de vida radical, a abandonar el mal y asumir la Ley divina como norma última de la propia conducta.
Para hacer este fuerte llamado a la conversión, el Bautista usa algunas imágenes familiares en el lenguaje sapiencial del Antiguo Testamento. Primero compara al hombre que obra el mal con el árbol que da fruto malo. Usando esta figura Juan exhorta y advierte: «Den los frutos que pide una sincera conversión». Da buen fruto el hombre que se aparta del mal y se vuelve a Dios, se “arraiga” en Él, hace de sus mandamientos la luz de sus pasos. Todo aquel que confía en Dios y vive de acuerdo a sus enseñanzas es como «un árbol plantado junto a las aguas y que extiende sus raíces a la corriente... no temerá cuando venga el calor, sus hojas se mantendrán verdes. En el año de sequía no se inquietará, ni dejará de dar fruto» (Jer 17,8). Quien en cambio se separa de Dios por sus malas obras se condena él mismo a la esterilidad, a la sequedad y a la muerte (ver Jn 15,1ss).
Una segunda imagen la toma el Bautista de la habitual tarea campesina de separar el trigo de la paja: «Él tiene la horquilla en la mano: separará el trigo de la paja, reunirá su trigo en el granero y quemará la paja en una hoguera que no se apaga», dice el precursor.
Esta imagen es también muy usada en la Escritura. Cuando llegaba la recolección de las mieses, segado el trigo se llevaba en gavillas a una explanada donde se la trituraba para desgranar el trigo. Una vez trillado el trigo el labrador tomaba la horquilla y lanzaba al aire la paja revuelta con el trigo. El viento suave se llevaba la paja junto con una nube de polvo mientras el grano, por su peso, caía a los pies del labrador formando poco a poco un cúmulo de trigo limpio. La paja en la Escritura viene a ser símbolo de inconsistencia, de sequedad y esterilidad. No sirve más que para ser arrojada al fuego. El grano en cambio es símbolo de consistencia y de fecundidad.
El hombre que sigue el camino del mal y del pecado se asemeja a la paja: su vida se vuelve inconsistente, se seca, se marchita, se vuelve estéril. Finalmente, el que obstinadamente sigue el mal camino se condena a sí mismo a una muerte eterna. Pero quien humildemente toma conciencia que va rumbo al abismo, está a tiempo de evitar el dramático desenlace de su vida dando frutos de conversión, preparando el camino al Señor.
Adviento es un tiempo en el que la Iglesia nos invita a una mayor conversión. A través de aquel que es la “voz que clama en el desierto” nos urge a preparar el camino del Señor, enderezar las sendas y permitir así que Él venga y permanezca en nosotros.
El Señor no viene ni permanece en un corazón que se aferra al pecado. ¿Cuántas veces nos quejamos porque “no sentimos la presencia del Señor”? Lo experimentamos tan lejano, distante, ausente, que llegamos a dudar de su cercanía, de su preocupación y amor por nosotros, o de su existencia incluso. ¿Dónde está Dios? El Señor no está lejos, Él se ha hecho uno como nosotros y ha habitado en nuestro suelo. Él viene cada día a nosotros en su Iglesia, en los sacramentos. Él nos ha dicho: «yo estoy con ustedes todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28,20). No es Dios quien está lejos, sino que somos nosotros quienes le cerramos el corazón, quienes huimos de su presencia y lo mantenemos a la distancia. No es el Señor quien no nos escucha o no nos habla, somos nosotros quienes no escuchamos al Señor cuando nos habla, quienes somos sordos a sus constantes llamadas, ciegos e insensibles a las continuas manifestaciones de su amor para con nosotros. Él no deja de estar allí, tocando y tocando insistentemente a la puerta de tu corazón para que le abras, para poder entrar en tu casa y permanecer contigo (ver Ap 3,20).
No te sorprendas, pues, si no experimentas la presencia suave del Señor en tu interior, si te sientes lejos de Él, insensible a sus llamadas. Tu corazón se ha endurecido. Por ello, antes de acusar al Señor por su aparente ausencia, pregúntate humildemente: ¿Qué obstáculo le pongo yo en el camino? ¿A qué pecado o vicio me aferro?
Una vez descubierto el obstáculo, trabaja seriamente por quitarlo de en medio. ¡Endereza el mal camino! ¡Renuncia al pecado! ¡Rechaza con firmeza toda tentación! Si implorando continuamente la gracia del Señor te esfuerzas en purificar tu corazón, si te esfuerzas en amar más al Señor que a tu propio pecado, ten la certeza de que el Señor no tardará en visitar tu humilde morada con su amorosa presencia: «Si alguno me ama, guardará mi Palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada en él» (Jn 14,23).
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