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04 noviembre 2022

Reflexión domingo 6 noviembre: LA VIDA ETERNA

 LA VIDA ETERNA

Por Antonio García Moreno

1.- "¿Qué pretendes sacar de nosotros? Estamos dispuestos a morir antes que quebrantar la ley de nuestros padres" (2 M 7, 2) Dios, a través de la liturgia, nos trae a la memoria el heroísmo de los siete hermanos que, con su madre al frente, entregaron sus cuerpos jóvenes al tormento y la muerte, antes que dejar de cumplir la ley divina. Ejemplo heroico que se ha repetido después en muchas ocasiones, que se repite hoy también en mil rincones de la tierra.

Hombres que dan su vida por ser fieles a la voluntad de Dios. Fidelidad heroica de los que caminan al martirio con los ojos iluminados y una canción a flor de labios. Heroica fidelidad de los que dijeron que sí a la llamada de Dios y siguen caminando por el mismo itinerario de siempre a pesar de las dificultades, a pesar de los años, a pesar de los pesares, siempre fieles.

Dispuestos a morir antes que quebrantar la ley de nuestros padres... Ayúdanos, Señor, fortalece nuestra debilidad, haznos resistir a la tentación, hasta llegar a la sangre si fuera preciso. Somos débiles, cobardes, nos desalentamos, rompemos nuestros compromisos. Ayúdanos, Señor, haznos fieles hasta la muerte, pues sólo así mereceremos la corona de la vida.

"Vale la pena morir a manos de los hombres cuando se espera que Dios mismo nos resucitará" (2 M 7, 14) Ellos veían cómo sus hermanos, uno a uno, se iban retorciendo de dolor en la cruel tortura, cómo sus ojos se nublaban, cómo sus cabezas quedaban dobladas cual flores marchitas. Y era tan fácil evitar todo aquello... Bastaba con una palabra, con un gesto. Y hubieran vivido, hubieran disfrutado de la lozanía de los años mozos.

El rey, el tirano cruel, sus esbirros, su corte de aduladores, todos se asombraban de aquel valor supremo, todos estaban desconcertados ante la fidelidad de aquellos muchachos, de aquella mujer que animaba a sus hijos para que fueran serenos y alegres al tormento. Ellos esperaban la resurrección, estaban íntimamente persuadidos de que detrás de todo aquello les esperaba la vida eterna. Por eso no temían a nada ni a nadie... Recuérdalo, vale la pena. No tienen comparación los sufrimientos que podamos tener en esta vida con la dicha que nos espera en la otra, y acá abajo también. El ciento por uno en la tierra y la vida eterna en el cielo. Sí, vale la pena.

2.-"Señor, escucha mi apelación, atiende a mis clamores, presta oído a mi súplica...” (Sal 16, 1) En ocasiones la oración del salmista se hace casi atrevida. Hoy pide en tono de apelación, levanta la voz para reclamar atención a sus palabras de súplica. Nos recuerdan estas frases aquellas otras que Jeremías dirigía a Yahvé diciéndole que era un seductor, y preguntando por qué no le había hecho morir en el seno de su madre.

Es como si la oración, en determinadas circunstancias, se crispase, como si las penas fueran tan profundas que sólo a gritos se pudiera rezar. Oraciones, por otra parte, que se contienen en los libros sagrados, plegarias que fueron gratas al Señor. Con ello se nos enseña que también nuestra oración puede, y debe quizás, tener esos tonos de intensidad y de urgencia.

Dios nos atiende siempre. También cuando parece que no quiere enterarse de nuestro dolor y sufrimiento. Dios calla, es verdad, pero su silencio tiene un valor; es una ocasión para probar nuestra confianza y nuestra fe. Por eso, como el salmista, siempre podremos decir que nos refugiaremos seguros y tranquilos a la sombra de sus alas.

"Yo te invoco porque tú me respondes, Dios mío" (Sal 16, 6) Esos clamores, con ese atrevimiento casi insolente del salmista, no son otra cosa que la manifestación viva de una fe profunda en Dios, de una confianza filial llena de ternura y de piedad. Son palabras que suponen la bondad sin límites del Señor, la sabiduría suprema de su Providencia. Frases que aceptan, además, los planes divinos por penosos que parezcan.

Tú me respondes, dice el salmista con sencillez. También nosotros lo podemos decir, porque también a nosotros nos atiende y nos responde cada vez que acudimos confiados a él, pidiendo a voces si es preciso, que tenga compasión y nos ayude en la prueba y en el sufrimiento.

Por todo ello la oración ha de ser algo muy personal, una conversación en que las palabras las pongamos nosotros y no las tomemos prestadas. Ha de ocurrir lo mismo que entre los enamorados o en los que sufren, que no necesitan que nadie les sugiera al oído lo que tienen que decir, eso que llevan muy dentro y les quema en su corazón.

3.- "Que Jesucristo nuestro Señor y Dios nuestro Padre, que nos ha amado tanto..." (2 Ts 2, 15) Cuántas veces el corazón y la mente de Pablo se elevan a Dios para dirigirle una ferviente plegaria. Sus cartas están llenas de oraciones, de súplicas que salen espontáneas de su pluma, y que manifiestan el alto grado de unión íntima con Dios que él vivía. Y junto a esas plegarias sencillas, brotan unas ideas luminosas que revelan más y más el amor inmenso de Dios. Ese Dios, nuestro Padre, que tanto nos ha amado y nos proporciona un consuelo permanente y suscita en nosotros una gran esperanza.

Que Dios nos consuele internamente -roguemos con el Apóstol- y nos dé luces y fuerzas para toda clase de palabras y de obras buenas. Sí, que el Señor alivie nuestras penas, las que son reales y las que son imaginarias, las que nos vienen sin culpa nuestra y las que provocamos con nuestra conducta negligente. Y que también nos dé el Señor su gracia para hablar de tal modo, que quienes nos escuchen se sientan siempre con deseos de mejorar su vida, para que no nos conformemos con no ser malos o con ser simplemente buenos, sino que mantengamos siempre viva la ilusión de ser santos.

"Por lo demás, hermanos, rogad por nosotros... “(2 Ts 3, 1) Sí, vosotros rezad por nosotros, que nosotros ya lo hacemos por vosotros, los que creéis en Cristo; vosotros los que estáis bautizados y participáis en el sacerdocio común de Cristo. Rezad por quienes hemos recibido el sacramento del Orden, los que hemos tenido el atrevimiento y la generosidad de aceptar la llamada de Dios para ser sus ministros, los continuadotes de la misión santificadora y salvífica de Jesucristo.

Rezad por nosotros los sacerdotes. Nos hace tanta falta... Pedid no que triunfemos humanamente, pedid para que seamos fieles hasta el heroísmo a la misión encomendada. Pedid para que la palabra de Dios siga el avance glorioso que comenzó en vosotros y para que nos libre de nuestros enemigos. El Señor que es fiel os compensará y os librará de todo mal. Si os apoyáis en Dios, estad seguros de que ya cumplís y seguiréis cumpliendo todo lo que os hemos enseñado. Que el Señor -os digo también con san Pablo- dirija vuestros corazones, para que améis a Dios y esperéis en Cristo.

4.- "En aquel tiempo, se acercaron unos saduceos, que niegan la resurrección..." (Lc 20, 27) En Jesucristo se cumplió con plenitud el salmo segundo. No sólo en cuanto que él es el Rey mesiánico que se anuncia en dicho salmo, el Hijo engendrado en la eternidad que en él se canta, sino en cuanto que también en él se cumple ese amotinamiento de mucha gente contra el Señor, ese ponerse de acuerdo en contra suya de los grandes de la tierra. En efecto, en el evangelio de hoy vemos cómo los caduceos, que eran enemigos de los fariseos, se ponen de acuerdo con éstos para atacar a Jesús. Así en este pasaje intentan poner en ridículo al Maestro y defender al mismo tiempo su propia postura ante la eternidad que, en realidad, negaban al no admitir la resurrección de la carne.

El ejemplo que aducen es extraño, pero no inverosímil: una mujer que, según la Ley del Levirato, viene a ser viuda y esposa sucesivamente de siete hermanos. ¿Quién se quedará con ella al final, en la otra vida? El Maestro contesta que después de la muerte, los que sean dignos de la vida futura y de la resurrección no se casarán, pues ya no podrán morir y serán como Ángeles, participan como hijos de Dios en la Resurrección. Es un pasaje muy adecuado para el mes de ánimas en que leemos este pasaje. La liturgia nos recuerda al principio de este mes la existencia de ese otro mundo en el que moran los muertos. Esos que ya se fueron para no volver, aquellos que nosotros volveremos a encontrar después de nuestra propia muerte. Esos que nos fueron tan queridos, y a quienes seguimos queriendo y ayudando con nuestras oraciones y sufragios por sus almas.

Esta actitud terrena y temporalista de los caduceos podemos decir que todavía sigue vigente en la doctrina de algunos. Otros quizás digan creer en esa vida del más allá, pero en realidad su conducta prescinde por completo de esa realidad. Viven como si todo se terminara aquí abajo; como si sólo importase el dinero o los valores meramente materiales. Olvidan que todo lo terreno es relativo y pasajero, que sólo se tendrá en cuenta la vida santamente vivida, sólo nos servirá el bien que hayamos hecho por amor a Dios. No podemos, por tanto, vivir como si todo se redujera a los cuatro días que en esta tierra pasamos. Hay que tener visión sobrenatural, visión de fe que extiende la mirada a los horizontes que hay más allá de la muerte.

Sí, es una verdad de fe que los muertos resucitan. Es precisamente la verdad que cierra nuestro Credo. Así el alma, una vez que el cuerpo muere, comparece ante el tribunal de Dios para rendir cuentas de sus actos. Recibe la sentencia y comienza de inmediato a cumplirla, aunque en espera de que el cuerpo se le una para sufrir o para gozar, según haya sido la sentencia divina. Cuando llegue el día del Juicio universal, entonces también los cuerpos volverán a la vida, se unirán para siempre con la propia alma. Desde ese momento se iniciará la historia que ya nunca acabará.

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