JESÚS, EL REY DE NUESTRAS VIDAS
Por Ángel Gómez Escorial
1.- La palabra rey está alojada muy dentro del alma humana. No es simplemente un título político o administrativo. Una madre, llena de gozo, va a zarandear cariñosamente a su hijo, diciéndole, casi a grito pelado, “¡Mi rey, mi rey!” No siempre, por tanto, indica poder o majestad. No hay nada más débil e inerme que un bebé que “se deja” zarandear, feliz, por su madre. Es posible que este ejemplo se ajuste mejor a la idea que, hoy, nosotros queremos dar en nuestro comentario sobre la realeza de Cristo. De todos modos, el grito de “¡Viva Cristo Rey!” era el de los mártires españoles de la guerra civil que proclamaban en el momento de morir ejecutados. No era ese grito –sin duda—político. Contenía un enorme sentido de paz, de amor. Recordaba, de manera total, aquello que Jesús le dijo el gobernador romano, Poncio Pilato, pocas horas antes de morir: “Mi Reino no de este mundo”. Reino de paz y de amor, no de poder y de riquezas. Fue el Papa Pío XI quien instituyó esta solemnidad el 11 de diciembre de 1925. A partir del Concilio Vaticano II fue situada como broche final del Tiempo Ordinario, cuando se abre el Adviento. Y así lo celebramos ahora.
2.- Pero no debemos creer que es, solamente, un eufemismo, o un piropo como el de la madre a su hijo pequeño, aunque como prueba de amor, nos resulte muy válido. Y es que si Jesús de Nazaret no es el Rey total de nuestras vidas, y si compartimos su poder amoroso sobre nosotros, con otros poderes “fuertes” que llenan nuestro mundo, es señal de que no vamos bien, de que no somos cristianos de verdad. Por eso es bueno que, al menos, una vez al año proclamemos a Jesús como Rey de todo y todos. Y debemos de hacerlo con entrega y alegría, calando hondo en nuestros corazones. Digamos, por otro lado, que la Solemnidad de Cristo Rey se ajusta a las características de su ciclo. Es decir, ahora que terminamos el ciclo “C” se ha proclamado el Evangelio de Lucas que describe la crucifixión con el relato del “Buen Ladrón”. En el “A” se lee el fragmento de Mateo en el que el Hijo del Hombre hace justicia y en el “B” se presenta el evangelio de Juan con la conversación entre Pilato y Jesús, en la que el Señor reconoce que es Rey, aunque no de este mundo.
3.- Entonces, bajo mi punto de vista, es este domingo último del Ciclo C donde se nos presenta el auténtico y único trono de Jesús de Nazaret, la Cruz y desde la que, ante los ruegos de un pecador arrepentido, el Buen Ladrón, se produce la primera beatificación de la historia. Sin duda, esa tarde, Jesús y el ladrón arrepentido mirarían desde la felicidad sabia de la Gloria todo lo que había ocurrido allí. Y San Pablo en el fragmento de la Carta a los Colosenses pronuncia unas palabras que son de las más bellas de todo el Nuevo Testamento y que demuestran cual es el Reino de Jesús y para que nos sirve. Esas palabras del Apóstol de los Gentiles forman parte de un himno litúrgico que la Iglesia, llena de gozo, repite muchas veces, casi todos los días. Y es que ha sido Dios Padre quien nos ha traslado al Reino de su Hijo querido… San Pablo además, nos ayuda, de manera magistral, a entender quien en Jesús y como se establece la relación entre Padre e Hijo, junto con el Espíritu Santo. Y, asimismo, en la primera lectura, del capítulo quinto del Libro Segundo de Samuel, hemos escuchado todo el rito del Ungido, del Cristo. Y eso es lo que significa Cristo, el ungido por Dios para ser Rey de Israel. David es pues ungido ante el pueblo y todos puestos en presencia de Dios.
4.- Dicen que ningún cristiano puede llegar a sentirse como tal, si no ha tenido su propia presencia de Cruz, si no se ha enfrentado con el hecho terrible y maravilloso de cómo y por qué Jesús murió por uno mismo –por ti y por mi-- y resucitó por cada uno, tambien. No es fácil, desde luego, mirar la Cruz de Jesús de frente. No es fácil. Y no lo es porque, a la postre, cuesta trabajo entender que el sacrificio de Jesús fuese necesario. Y sin embargo, la enorme grandeza de ese sacrificio, asumido desde la totalidad de la naturaleza divina, es lo que hace inconmensurable el perdón de Dios y nuestra salvación. No es suficiente recorrer, en los días de Semana Santa, ese camino del calvario. Hay que, un día, en la soledad absoluta de un momento de oración, enfrentarse al hecho de la Cruz y sentirlo en uno mismo. No se trata, en ninguno de los casos, de buscar el dolor. Se trata de asumir lo más posible el dolor de Jesús, porque el nuestro, si llegase, apenas tendría parangón posible con el sufrimiento de Jesús de Nazaret en la Cruz.
Y es lo que ha dado sentido a los mártires en su tránsito hacia la vida total. O fue la Cruz del Señor lo que ayudó a comprender a muchos, en momentos muy difíciles, aquel súmmum de la maldad humana que fue la atrocidad nazi o las purgas de Stalin. Pero la Cruz es esperanza, porque junto a ella está la Resurrección. Y después del Viernes Santo se llaga a la luz del Domingo, al amanecer de la Pascua. El trono del Rey que perdona desde la cruz se convierte en felicidad eterna desde el amanecer de la Resurrección. Todo ello es, pues, el contenido del Reino de Cristo. Y en el deberemos estar, según las palabras de San Pablo, “en el Reino de su Hijo querido”, al que nos ha traslado el Padre.
Merecerá, pues, la pena que nos ejercitemos hoy, tras la lectura repetida, en casa o en nuestro mejor momento de soledad bien asumida, del Evangelio de Lucas de hoy. Y sepamos ver en su texto la expresión más clara de la Majestad de Jesús de Nazaret. También podemos asumir el ruego del Buen Ladrón. Y ya, después, no esperar nada más.
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