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INSCRIPCIONES CATEQUESIS CONFIRMACIÓN Y POSCOMUNIÓN 2024-2025

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03 noviembre 2022

La Misa del domingo 6 de noviembre: DOMINGO XXXII ORDINARIO

 El Señor se encuentra en Jerusalén. En el Templo enseña y anuncia la Buena Nueva al pueblo (ver Lc 20,1). En esas circunstancias un grupo de saduceos se acerca para preguntarle acerca de la resurrección de los muertos.

En aquella época los saduceos y los fariseos eran los dos principales grupos religiosos dentro del pueblo judío. Ambos habían surgido a partir de los macabeos (167 a.C.), adoptando distintas posiciones ante el helenismo.

Los saduceos se llamaban así porque se consideraban seguidores de Sadoc, sacerdote ungido por el rey Salomón, cabeza de una antigua e insigne familia sacerdotal. Estaban a cargo del Templo de Jerusalén y controlaban el Sumo Sacerdocio. Sus miembros eran ricos, poderosos y amigos de los gobernantes de turno.

Para los saduceos el estatuto supremo y único que debía regir al pueblo de Israel era la Tora, es decir, la “Ley escrita” de Moisés que está conformada por los cinco primeros libros del Antiguo Testamento. Esta Ley era para ellos la única autoridad admisible, y el modo como la interpretaban era literal y riguroso. Los fariseos, en cambio, consideraban que, además de la “Ley escrita”, la “Ley oral” era tan o más importante que aquella. Esta “Ley oral” estaba constituida por innumerables preceptos acumulados en el transcurso del tiempo por la tradición rabínica. La legislación farisaica se fundaba principalmente en esta Ley oral. Por estas y otras diferencias se entiende que entre fariseos y saduceos existiese una fuerte rivalidad.

Volvamos a la escena del Evangelio: un grupo de saduceos se acerca al Señor Jesús para plantearle un problema doctrinal, que era además uno de los puntos de fuerte discusión con los fariseos. Los fariseos afirmaban la resurrección de los muertos mientras que los saduceos la negaban tajantemente, argumentando que en la Tora no había enseñanza positiva alguna sobre ella. Los saduceos sostenían que la retribución divina no sería ni futura ni ultraterrena, sino que era inmediata y material. En consecuencia, Dios bendecía en esta vida con la fecundidad, el bienestar y las riquezas a quien observaba fielmente la Ley.

Como nota aparte vemos como San Pablo, educado en la escuela farisaica de Gamaliel (ver Hech 5,34; 22,3), supo aprovecharse de esta diferencia doctrinal entre fariseos y saduceos cuando ante el Sanedrín afirmó que se le juzgaba por su esperanza en la resurrección de los muertos. En ese momento los fariseos se olvidaron de su animadversión a Pablo y se unieron para defenderlo: «se produjo un altercado entre fariseos y saduceos y la asamblea se dividió» (Hech 23,6-7).

¿Cuál era la posición de Jesús ante este tema que enfrentaba a saduceos y fariseos? Para averiguarlo los saduceos se acercan a Él y le exponen lo que Moisés había escrito sobre el caso de un hombre casado que muriese sin dejar descendencia: la “ley del levirato” (Dt 25,5-10) estipulaba que en estos casos el hermano del difunto debía casarse con la viuda (su cuñada) para dar descendencia a su hermano. El primer hijo varón de esta unión tomaría el lugar y el nombre del muerto, y de este modo su nombre no se borraría de Israel.

Luego de exponer esta ley proponen un caso que, según los saduceos, planteaba una dificultad insuperable en caso de asumirse como verdadera la doctrina de la resurrección de los muertos: si en obediencia a esta ley sucesivamente se casan los seis hermanos del primer marido con la misma mujer, ¿de cuál de los siete maridos sería mujer en la futura resurrección?

El razonamiento suponía comprender la resurrección como un volver a la misma vida, concepto aparentemente predominante entre los fariseos. La resurrección así entendida sería como el despertar de un durmiente, que se halla nuevamente en la misma condición previa al sueño, con las mismas necesidades de comer, de beber, de dormir y con la misma facultad de engendrar.

En su respuesta el Señor afirma que habrá una resurrección de los muertos y expone algunas de las características de la vida resucitada. En primer lugar revela que sólo participarán «de la vida futura y de la resurrección de entre los muertos» quienes sean hallados dignos. Añade luego que los resucitados no se casarán, y que en consecuencia, de ninguno de los siete será esposa aquella mujer. Además el Señor revela que la resurrección traerá consigo una transformación: los resucitados «ya no pueden morir, son como ángeles». La muerte habrá sido derrotada para siempre. Y añade: «son hijos de Dios, porque participan en la resurrección». No dice: serán ellos mismos Dios, o dioses, o parte de un dios etéreo, sino hijos de Dios, y como tales vivirán una relación filial con Dios Padre al participar por la resurrección de la misma comunión de amor que el Hijo unigénito vive con su Padre desde toda la eternidad.

El Señor, para dar a los saduceos una base legal a su enseñanza sobre la resurrección de los muertos recurre a un texto de la Ley de Moisés: «Y que resucitan los muertos, el mismo Moisés lo indica en el episodio de la zarza, cuando llama al Señor “el Dios de Abraham, el Dios de Isaac, el Dios de Jacob”. No es un Dios de muertos, sino de vivos; porque para Él todos están vivos».

Nos asusta y angustia tanto pensar que un día moriremos y pensar en lo que viene después de la muerte, que preferimos evadir ese tema a como dé lugar, “vivir” el momento presente, “no pensar” en la muerte, creer que “es para otros” pero no para mí. Pero, aunque hagamos lo imposible por olvidarla o evadirla, mi muerte llegará inevitablemente.

Experimentamos este “despertar”, chocamos con la realidad con especial dureza cuando muere un ser querido, cuando nos toca enterrar a la persona que amamos, cuando debemos afrontar la realidad de que “ya no está más” con nosotros. Sentimos un vacío inmenso, nos duele pensar que “ya no volverá más”, lo o la extrañamos tanto y nos negamos a pensar que ha desaparecido definitivamente, que se ha disuelto en la nada. ¡Deseamos tanto que esté en paz y se encuentre en algún lugar donde no haya más sufrimiento!

Los materialistas que niegan la posibilidad de un más allá, que rechazan la existencia de Dios y creen en un evolucionismo ciego producto del azar, que creen que todo el universo, la naturaleza, las plantas, los animales y los seres humanos son fruto de la sola casualidad, carecen de toda esperanza: más allá de esta vida no esperan nada. A ellos no les queda sino creer que los que murieron ya no existen más, y que una vez muertos ellos mismos, se disolverán en la nada para no volver a existir nunca jamás.

Quien se resiste a aceptar la disolución definitiva de sus seres queridos o de sí mismo, quien se aferra a la esperanza de una vida que se prolonga más allá de la muerte, cree que aunque el cuerpo físico se disuelva luego de la muerte subsistirá una parte espiritual que no muere. Sin embargo, persiste también en ellos esta pregunta: ¿cómo será la vida luego de la muerte?

El cristianismo, aleccionado por el Señor Jesús, fundado en su propia Resurrección, enseña que luego de la muerte habrá un juicio (ver Mt 25, 31ss) y que quien sea hallado digno, participará de una resurrección para la vida eterna, en la plena comunión con Dios.

La fe en la resurrección choca frontalmente con la creencia en la reencarnación, hoy cada vez más de moda. Los creyentes poco instruidos se engañan cuando piensan que esta creencia en la reencarnación es perfectamente compatible con las enseñanzas de Cristo. El Señor Jesús no enseñé que tendremos vidas sucesivas, sino que enseñó claramente que moriremos una sola vez y resucitaremos una sola vez. Cristo jamás habló de un “karma” que cada cual tiene que expiar en vidas sucesivas, sino del perdón de los pecados y de la reconciliación que Él ha venido a realizar mediante su Muerte en Cruz. Cristo jamás enseñó que cada cual “se salva” por sí mismo y que Él sólo era un “gurú”, sino que Él es el Camino que conduce al Padre, el Salvador y Reconciliador del mundo.

En resumen, no puede ser verdaderamente cristiano quien acepta la doctrina de la reencarnación (ver Catecismo de la Iglesia Católica, números: 988-1014).

Ante el hecho de nuestra propia muerte o de la muerte de nuestros seres queridos no hay que temer. La muerte para el creyente es un paso: detrás de la muerte está Cristo. Él es la Resurrección y la Vida, y Él promete la resurrección y la vida eterna, plena y feliz, a quien crea en Él (ver Jn 11,25-26).

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