Camino a Jerusalén el Señor Jesús les habla a sus discípulos de aquel día en que “el Hijo del hombre” habrá de manifestarse (ver Lc 17,22-37). El título lo usaba para hablar de sí mismo y hacía explícita referencia a la visión del profeta Daniel: «He aquí que en las nubes del cielo venía uno como Hijo de hombre... se le dio imperio, honor y reino... su imperio es un imperio eterno que nunca pasará y su reino no será destruido jamás» (Dan 7,13-14). Aquel “día” al que se refiere el Señor es el momento histórico en que Él volverá glorioso al final de los tiempos, el día en que se llevará a cabo el juicio final (ver Mt 25,31ss).
La parábola del juez inicuo y la viuda importuna se enmarcan en este contexto. La intención del Señor es explicarles «a sus discípulos cómo tenían que orar siempre sin desanimarse».
En primer lugar, el creyente ha de orar siempre. En el texto griego el adverbio “pantote” se traduce literalmente por “en todo momento”. La oración ha de ser ininterrumpida. Esto implica rezar todos los días, tener momentos fuertes de diálogo con Dios, pero también implica de alguna manera lograr que la misma acción se convierta en oración. En este sentido, no deja de rezar quien vive en presencia de Dios, y quien inmerso en esa presencia, busca dar gloria a Dios con sus acciones.
En segundo lugar, el creyente ha de orar sin desanimarse, sin desfallecer, sin perder la constancia en la prueba, o en el “desierto”, cuando rezar se vuelve tedioso, aburrido, cansino, cuando parece que Dios no escucha o no responde, cuando parece que la oración no es más que un monólogo. El discípulo ha de perseverar en la oración aún cuando su oración parezca no tener el resultado esperado, a pesar de las dificultades y obstáculos que puedan aparecer en el camino y que suelen desanimar y desalentar a tantos.
Luego de afirmar la necesidad de la oración continua y de la perseverancia en la misma, y en vistas a “aquel día”, el Señor ofrece una parábola para salir al paso de aquellos que piensan que Dios no hace justicia a pesar de sus súplicas. Quien así piensa, corre el peligro de abandonar la oración y, como consecuencia, perder la fe.
La comparación es una estampa de la vida cotidiana. En la antigua sociedad judía las mujeres solían desposarse a los trece o catorce años de edad y muchas quedaban viudas muy jóvenes. Las viudas, junto con los huérfanos y los pobres, eran las personas más desprotegidas de la sociedad. La viuda de la parábola no tenía cómo “comprar” al juez corrupto, un hombre cínico que no temía a Dios ni respetaba a los hombres. Por más que la causa de esta viuda fuera justa, al juez no le interesaba perder el tiempo con ella. Con un juez así ninguna viuda tenía las de ganar. Sin embargo, ante una situación tan desalentadora, ella persevera en su súplica día tras día hasta que el juez decide hacerle justicia para liberarse de la continua molestia. Es así como por su insistencia y persistente súplica la viuda obtuvo justicia.
De esta parábola el Señor Jesús saca la siguiente conclusión: si aquel juez inicuo le hizo justicia a la viuda por su terca e insistente súplica, «Dios, ¿no hará justicia a sus elegidos que le gritan día y noche?». Ante la tentación del desfallecimiento por una larga espera, ante las duras pruebas e injusticias sufridas día a día, los discípulos deben perseverar en la oración y en la súplica, con la certeza de que Dios «les hará justicia sin tardar» y les dará lo que en justicia les pertenece (ver Lc 16,12).
El Señor Jesús da a entender que la fidelidad de Dios y el cumplimiento de sus promesas están garantizados. La gran pregunta más bien es si los discípulos mantendrán la fe durante la espera y las pruebas que puedan sobrevenirles: «Cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará esa fe sobre la tierra?»
La necesidad y eficacia de la oración quedan de manifiesto en la batalla de Israel contra los amalecitas (ver 1ª. lectura): Mientras Moisés tenía elevadas las manos al Cielo, como símbolo elocuente de la oración que se eleva a Dios, Israel prevalecía contra sus enemigos. Pero cuando sus brazos se hacían demasiado pesados, cuando el cansancio y la fatiga hacían que la oración de Moisés se debilitara, prevalecía el enemigo. Es por la oración perseverante de Moisés, que encontró apoyo en Aarón y Jur, como Israel pudo finalmente vencer a sus enemigos. Del mismo modo, el triunfo final en el combate de la fe depende más de la oración perseverante que de la sola lucha espiritual. La lucha es necesaria, pero sin la oración perseverante no se sostiene. Las solas fuerzas humanas son absolutamente insuficientes en el combate contra las fuerzas del mal. Aunque Dios llama a la cooperación humana, a la lucha decidida, sólo vence quien ora siempre y sin desfallecer. El triunfo final llegará no por las solas fuerzas, sino por la fuerza de Dios que hace fecundo el esfuerzo humano.
«Cuando el Hijo del hombre venga, ¿encontrará la fe sobre la tierra?». La pregunta que lanza el Señor a sus Apóstoles es un cuestionamiento dirigido hoy a cada uno de nosotros. Por ello, no puedo menos que preguntarme: si el Señor viniera en este momento, ¿encontraría fe en mi corazón? ¿Cómo es mi fe? ¿Es firme o es débil? ¿Se manifiesta mi fe en mi conducta cotidiana, o es que acaso digo que creo en el Señor, pero me comporto y actúo muchas veces como quien no cree? Recordemos que la fe es creer en Dios y creerle a Él, es adherirme a todo lo que Él me revela (ver Catecismo de la Iglesia Católica, 142-143; 176), una adhesión de mente y de corazón que se vuelca en la acción.
También nosotros, al reconocer que nuestra fe es pequeña, frágil, débil, al ver cómo tantas veces desconfiamos del Señor y del amor que nos tiene, al ver cuántas veces dudamos o prescindimos de Dios en nuestras opciones cotidianas, podemos decir: «Señor, ¡aumenta mi fe!». Sí, también nosotros como los Apóstoles hemos de suplicar al Señor la gracia de crecer cada día más en la fe que Él mismo nos ha regalado el día de nuestro Bautismo.
Pero si bien el nos da el don de poder creer en Él y la gracia para poder crecer en esa fe, el Señor también nos enseña que para que esa fe se sostenga, crezca, madure y se fortalezca es preciso que oremos siempre, sin desfallecer: «La fe produce la oración y la oración produce a su vez la firmeza de la fe», decía San Agustín. Quien cree, reza, busca dialogar con Dios. Al mismo tiempo, su fe se alimenta de la oración constante, perseverante. La fe crece en el encuentro diario con el Señor, en la escucha y meditación de su palabra, y se hace firme y se consolida cuando se traduce en obras concretas. En cambio, la fe se torna inconsistente, se marchita y muere en aquel o aquella que reza poco, mal o nunca.
Orar siempre implica, por un lado, tener momentos fuertes de oración a lo largo del día, y todos los días. Esto implica separar un tiempo adecuado para el diálogo interior con Dios, así como para la meditación, profundización y asimilación de las lecciones que el Señor Jesús nos da en los Evangelios, ya sea con sus enseñanzas o con el ejemplo de su Vida.
Orar siempre implica asimismo rezar sin interrupción, es decir, no dejar de rezar en ningún momento. ¿Pero es esto posible? Obviamente esto es imposible: nadie puede dedicarse únicamente a la oración, y no hacer otra cosa más que rezar. Pero orar siempre sí es posible si logramos hacer de nuestras mismas actividades una oración continua. ¿Cómo puede la acción convertirse en oración? ¿No se oponen acaso oración y acción? Pues no. La oración y la acción están llamadas a integrarse y fecundarse mutuamente en un dinamismo mediante el cual la oración nutre la vida y la acción mientras que la acción y la vida cotidiana se hacen oración: «Todo lo que el justo hace o dice en conformidad con el Señor, debe considerarse como oración», decía San Beda. Toda actividad se convierte en oración cuando con ella buscamos cumplir el Plan de Dios, cuando buscamos hacer todas nuestras actividades —desde las más sencillas y ordinarias hasta las más exigentes y delicadas— para el Señor y por el Señor. Si hago eso, estaré rezando siempre.
Orar sin desfalleceres una invitación del Señor a no abandonar jamás los momentos fuertes de oración, bajo ninguna circunstancia o pretexto. Y es que para la oración perseverante encontraremos muchos obstáculos que nos desalientan o se convierten en “buena excusa” para abandonar la oración, primero un día, luego dos, luego definitivamente. Orar sin desfallecer implica no dejarse vencer por falsas auto-justificaciones como pueden ser: “no tengo tiempo para rezar porque tengo tantas cosas que hacer”, “no siento nada”, “me da pereza”, “Dios no me escucha”, “rezo al final del día”, etc., etc. Ninguna excusa es válida para relegar el encuentro cotidiano con el Señor. Organízate bien, dedícale un tiempo a la oración, no te dejes vencer por la pereza, no la dejes para el final del día cuando ya estás fatigado y lleno de bulla, busca el momento más adecuado para orar y de ser posible, que sea lo primero que hagas al empezar tu jornada. ¡Verás cuánto te ayuda una oración bien hecha al inicio de cada día!
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