Reflexión del Evangelio de hoy
¿Qué esperanza es hoy posible?
Corren malos tiempos para la esperanza. La pandemia, las guerras, las crisis de la energía, el alza del coste de la vida, han influido mucho y siguen influyendo más y más en nuestro estado de ánimo, en nuestra capacidad de resistencia, en nuestro valor para afrontar los retos. Sentimos que los problemas son nuestros, pero las soluciones escapan de nuestras manos.
La esperanza vive del deseo de un bien que será futuro y difícil, sí, pero que es posible alcanzar y disfrutar. Pero, ¿qué futuro plantearse cuando tantas expectativas de seguridad, paz, progreso, desarrollo, justicia han caído? En nuestro hoy, la persona esperanzada y que es capaz de presentarse así ante los demás, es considerada, con cierta lástima o burla, un iluso.
Pero el ser humano es alguien que necesita constitutivamente vivir esperanzado. Como su vida no está hecha al nacer, ni determinada por el instinto, tendrá que plantearse seriamente y realizar esforzadamente su proyecto vital: aquel que está llamado a ser, el desarrollo de sus potencialidades, ocupar su sitio en la vida, establecer y mantener fielmente los vínculos afectivos que darán valor, color y alegría a su existencia. Sin horizonte de esperanza, vivimos vagabundos, oprimidos por lo circunstancial. No vivo mi vida; es “lo que pasa” lo que determina mi vida. No soy protagonista, sino marioneta.
Las lecturas de la liturgia de este domingo nos muestran la meta de nuestra esperanza, sus caminos, sus criterios de garantía.
Por lo pronto, Jesús, en el evangelio, nos asegura que es posible la esperanza porque tenemos garantizada la meta, no por nuestros méritos o esfuerzo, sino por puro amor de Dios por nosotros: “No temas, pequeño rebaño; porque vuestro Padre ha tenido a bien daros su Reino”. Un Reino que es Él mismo, con todo lo que conlleva de plenitud y felicidad personal y universal. Un Reino que nos hace reconocer el tesoro que son nuestros hermanos, y procurar su bien, compartiendo lo que somos y tenemos: “Dad limosna, haceos talegas que no se echan a perder”. Ahí, en Dios y en los que sufren, hemos de colocar nuestro corazón, nuestros deseos, nuestros anhelos, para que esa meta dinamice nuestra afectividad y nuestra acción: “Porque donde está vuestro tesoro, allí estará también vuestro corazón”.
Cuando perdemos la esperanza, es decir, la meta, perdemos también el camino. No sé que pensador dijo que “si tenemos un “para qué”, encontraremos un “cómo” para alcanzarlo”. Más aún, el “cómo”, el camino, se convierte en parte de la meta, que comenzamos a disfrutar conforme nos acercamos a ella. Comprobamos que la meta, en este caso el Padre y la comunión con los hermanos, no son algo meramente a esperar, sino Alguien y algunos que nos hacen partícipes ya de sus riquezas y compañía.
¿Cómo es ese camino? No se trata de un esperar perezoso, con los brazos cruzados. No se trata de aislarse en un paraíso artificial de fantasías piadosas. Jesús lo sigue diciendo: “Vosotros estad como los que aguardan a que su señor vuelva de la boda, para abrirle apenas venga y llame. Dichosos los criados a quienes su señor, al llegar, los encuentre en vela: os aseguro que se ceñirá, los hará sentar a la mesa y los irá sirviendo”. Vivir en la ilusión de un encuentro con el Señor cada vez más pleno hasta que llegue el definitivo.
Y, a la vez, ir atendiendo a los demás, como el Señor nos atiende a nosotros. Hoy se está hablando cada vez más del “cuidado”. La pandemia y sus secuelas nos están haciendo mucho más conscientes de que lo que nos define a los seres humanos es la vulnerabilidad, la capacidad de ser heridos física, psicológica, espiritual, socialmente… Por desgracia, también tenemos y ejercitamos la capacidad de herir a los otros para sentirnos más fuertes, más poderosos, más seguros. La alternativa, que es la única que asegura nuestra pervivencia como especie y nuestra dignidad de personas, es dedicarse al cuidado recíproco: desde la empatía por el otro, a la escucha de su ser, caminar juntos atendiéndonos, como tienen que ir juntos un ciego y un cojo: el ciego presta el sostén de sus piernas, y el cojo la luz de su visión. “Caminar juntos” es lo que significa la palabra “sinodalidad” que el Papa y la Iglesia nos presentan como urgente camino y necesario modo de ser para los cristianos y cristianas. O según dice el evangelio de hoy: “¿Quién es el administrador fiel y solícito a quien el amo ha puesto al frente de su servidumbre para que les reparta la ración a sus horas?” Cada uno de nosotros somos ese administrador encargado de cuidar al otro, según sus necesidades, y no según nuestro capricho o ganas.
Este es el criterio de que nuestra esperanza es realista y cristiana: vamos haciendo camino al andar con el Señor, como el Señor, hasta alcanzar plenamente al Señor y disfrutarlo sin fin.
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