Vosotros seréis mis testigos hasta el confín de la tierra (Hch 1,8). Y mientras los bendecía, se separó y fue llevado al cielo (Lc 24,51)
“¿Y dejas, pastor santo,
tu grey en este valle hondo, oscuro,
en soledad y llanto;
y tú, rompiendo el puro
aire, te vas al inmortal seguro?”
He ahí la primera estrofa de su “canto a la Ascensión”, en el que uno de nuestros grandes poetas, el agustino fray Luis de León, al contemplarlo alejándose, camino del cielo, en este día de fiesta, le llevó a formularle la pregunta inicial, expresándole el hondo sentimiento que le embargaba, aunque bien sabía el poeta que Cristo ya había dicho a sus Apóstoles y, en ellos, a cada uno de nosotros: yo estoy con vosotros todos los días hasta el final de los tiempos (Mt 28, 21).
Pues bien, en el pasaje evangélico de hoy San Lucas nos cuenta cómo Jesús adoctrinó, una vez más, a sus discípulos sobre el camino que el Mesías, es decir, Él mismo, había seguido para salvar al mundo, a través de su Muerte y su Resurrección. Pero es que, a continuación, les nombra “testigos de esto”, y les encomienda que continúen su misma misión. Misión esta que, para llevarla a cabo, les promete, de parte del Padre, “la fuerza de lo alto”, es decir, el Espíritu Santo. Y mientras los bendice, se eleva al cielo y, tras desaparecer ocultado por las nubes, ellos vuelven gozosos a Jerusalén, para comenzar la misión que les ha encomendado, cuyos inicios nos los contará el mismo evangelista en su otra obra, los Hechos de los Apóstoles.
Hoy la Comunidad Cristiana, en esta solemne celebración, se alegra con el triunfo de su Señor. Cristo Jesús es glorificado. Ha cumplido su misión y ahora ha alcanzado la plenitud, también en cuanto Hombre, junto al Padre y al Espíritu Santo. El Catecismo de la Iglesia Católica describe así el misterio que estamos celebrando: “la Ascensión de Cristo al cielo significa su participación en su humanidad, en el poder y en la autoridad de Dios mismo. Jesucristo es Señor: posee todo poder en los cielos y en la tierra” (CCE 668). Su contemplación en la fe ha de llevarnos a un desprendimiento de tantas cosas que muchas veces nos impiden caminar.
En estos momentos podemos hacer muy nuestras las expresiones de entusiasmo del Prefacio de la misa que recitará el celebrante después del ofertorio: en esa oración de alabanza daremos gracias a Dios “porque Jesús, el Señor, el rey de la gloria, vencedor del pecado y de la muerte, ha ascendido hoy ante el asombro de los ángeles a lo más alto del cielo, como mediador entre Dios y los hombres, como juez de vivos y muertos”. “Él ha querido precedernos, como cabeza nuestra, para que nosotros, miembros de su cuerpo, vivamos con la ardiente esperanza de seguirlo en su reino”.
Fijemos ahora nuestra atención en la escena de la Ascensión, para darnos cuenta plenamente de lo presenciaron los que acompañaron al Señor; dice así San Lucas: Cuando miraban fijos al cielo, mientras Él se iba marchando se les presentaron dos hombres, vestidos de blanco, que les dijeron: Galileos, ¿qué hacéis ahí plantados mirando al cielo? (Hch 1, 11). Era esta la llamada a iniciar lo que ya les había dicho con antelación: Id al mundo entero y predicad el Evangelio a toda la creación (Mc 16, 15). Era el encargo que les hacía, como discípulos depositarios y testigos de lo que habían visto y oído; testigos muy concretamente de la Resurrección de Jesús, como iba a ser la condición que pondrá el apóstol Pedro en la elección de Matías. Las palabras testigo y testimonio priman por su uso, aunque con harta frecuencia terminan despojadas de su auténtico contenido en la sociedad; puede que también algunas veces dentro de la propia Iglesia.
Dar testimonio con la propia vida es la consigna de los que toman la vida en serio. Dar testimonio del Evangelio es haber tomado en serio su doctrina. Todo apóstol (que significa enviado) debe dar testimonio en fuerza de su misma misión. No solo porque hace profesión de seguidor de Cristo, hombre de su confianza, su “hombre” en el sentido fuerte de la palabra, sino porque todo cristiano debe ser una presencia viva de Cristo, continuada en medio de los hombres y a través del mundo. La causa de Cristo es su propia causa. Sin esto no hay verdadero compromiso cristiano. El cristiano es un testigo, término este que, desde sus orígenes semánticos griegos, significa sencillamente mártir, que es quien ratifica heroicamente su fe cristiana.
Así lo entendieron los primeros discípulos y los primeros cristianos. Y lo cumplieron. Otros posteriormente también. Aquellas generaciones ganadas para la causa de Cristo entre los más desheredados de la fortuna, sin cultura, sin formación ni prestigio. Sin dinero, hacían presente a Cristo en medio del mundo a través de sus propias vidas. Como un fuego que todo lo invade. Aquellos cristianos eran indistintamente obispos, sacerdotes, fieles fervorosos que llevaban en carne viva la responsabilidad de anunciar a Cristo: ser sus testigos. Condenados a las minas, sacaban de las entrañas de la tierra el oro con que se iban a enriquecer a otros. Eso importaba muy poco. Lo interesante es que esta coyuntura los ponía en contacto con el mundo pagano donde actuaban como fermento. Así se evangelizó parte de Europa. Esta es la tarea y la gloria del cristiano: cantar la vida de Cristo.
San Lucas resume la actitud del grupo que había acompañado al Señor y había presenciado su Ascensión con una expresión que podría parecer paradójica en un momento de despedida: ellos se volvieron a Jerusalén con gran alegría (Lc 24. 52). Pues, no, ya que la ascensión de Jesucristo significaba para ellos la consumación de su victoria y la certeza de que espera nuestra llegada adonde Él ya está. Hoy. también para nosotros, el día de la Ascensión es la fiesta de la esperanza y la alegría. Es verdad que el compromiso de ser testigos de Cristo en el mundo es exigente y muchas veces comporta dificultades; es más cómodo seguir las propuestas de este mundo, pero debe prevalecer claramente la opción de la esperanza. Todos estamos incluidos en el triunfo de Cristo, aunque todavía nos quede el camino por recorrer.
Ahí está, como paradigma, la Santísima Virgen que ya terminó su camino y fue la llevada, ascendida en cuerpo y alma, tras su muerte, al triunfo final de su Hijo, triunfo pleno al que también estamos llamados todos nosotros. Que así sea.
Teófilo Viñas, O.S.A.
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