La Pasión de Nuestro Señor Jesucristo centra la celebración del segundo día del Triduo pascual. Adoramos y veneramos especialmente en este día la entrega hasta la muerte en de la cruz del Señor, “porque gracias al árbol de la Cruz el gozo llegó al mundo entero” (Antífona de la adoración de la Cruz). Cruz que nos redime de nuestros pecados.
La cruz de Jesús nos hace tomar consciencia de cómo estamos involucrados todos, de una manera u otra, en las cruces de los demás. Creemos que Cristo murió por nuestros pecados. La cruz de Jesús desenmascara nuestra participación en el dolor de otros, cuando anteponemos la violencia y la guerra en lugar del diálogo y la paz en los conflictos, al ser insolidarios ante la desesperación de quienes tienen que abandonar su país porque no tienen futuro y les cerramos las puertas, en la crueldad de la violencia de género o del abuso sexual infantil que destruye una vida, en la inconciencia por un consumismo que implica deteriorar más el planeta y hundir en la miseria a poblaciones enteras, cuando giramos el rostro para no mirar al necesitado que podríamos ayudar, en la insensibilidad ante la soledad de quien está a nuestro lado, o al negar el perdón a quien nos ofende. Cruces que nosotros mismos fabricamos y cuyo número, entre todos, hemos hecho infinito. Cruces que podríamos haber evitado o aliviado y, por el contrario, pasamos de largo indiferentes o las hacemos más dolorosas. Sucede siempre que el egoísmo lo convertimos en el referente último desde el que manejamos nuestra vida.
En la cruz de Jesús está también nuestra propia cruz. La de nuestro pecado personal y la de la vulnerabilidad humana que nos expone a tantas formas de sufrimiento, como el que provoca a diario la pandemia u otras enfermedades, el horror de la guerra, la pérdida de un ser querido o el temor a la propia muerte, la angustia de no tener trabajo, la denigración de verse abocado a condiciones de vida indigna, la frustración de expectativas que no se cumplen, la ruptura de un vínculo que garantizaba que nos sintiéramos amados, el vacío de caer en un pozo depresivo del que no se puede salir, o la fuerza de la adicción que nos impide ser libres. Heridas que nos duelen y no encontramos consuelo, fragilidades propias y ajenas que no podemos integrar y nos desencajan interiormente. El dolor en sus múltiples rostros que nos desfigura. Cruces insoportables que nos ponen al límite de nuestras fuerzas y que hacen de la vida un auténtico calvario desde el que gritamos a Dios, como Jesús, con súplicas y lágrimas que nos libre de tanto dolor.
Todo nos invita a fijar nuestra mirada en el crucificado. Nos exhorta la Carta a los Hebreos que “permanezcamos firmes en la confesión de nuestra fe”. Creemos que fuimos salvados por la obediencia de Jesús al proyecto salvador de Dios: “Padre en tus manos encomiendo mi espíritu”. Al no rehuir la pasión y la muerte en cruz, todo sufrimiento es asumido por el Hijo de Dios para que el dolor y la muerte no tuvieran la última palabra. Pone su vida y la de toda la humanidad en manos del Padre que lo acoge y resucita. Su dolor se hace solidario del nuestro, se identifica con nuestro sufrimiento más íntimo y lo redime de la soledad y la posibilidad de que se haga eterno. “De este modo, Él alcanzó la perfección y llegó a ser causa de salvación eterna para todos los que le obedecen”. Obedecer es escuchar al Hijo que desde la cruz nos invita a poner nuestra vida rota y desfigurada por la desobediencia del pecado en manos del Padre que la recibe y redime.
Hoy, Viernes Santo, celebramos que Jesucristo “nos amó hasta dar su vida por nosotros”. La pasión y la cruz de Jesús nos enseña que Dios no quiere el dolor ni la muerte de su Hijo –ni de nadie–, sino la vida. En toda cruz hay responsabilidades humanas que no podemos eludir, entremezcladas con otras más misteriosas de dilucidar, a la vez que pone en evidencia los valores y sentimientos que sostienen a una persona. Para Jesús su entrega hasta la muerte en la cruz tiene un profundo sentido, arraigado en su amor y confianza en el Padre y en su proyecto salvador por la humanidad. Son los momentos límites de la vida los que ponen a prueba nuestras creencias y afectos profundos. En quien confiamos verdaderamente y hasta dónde somos capaces de llegar en nuestros sacrificios por los demás. En la cruz es juzgado el amor de Dios. Jesús tampoco elude esta cruz. La de ser juzgado en sus creencias y sentimientos más íntimos. Por su misma condición de Hijo de Dios, sufre escarnio y humillación. Es juzgado por ofrecer una Buena Nueva que transforma el mundo en un reino de paz y fraternidad, por revelarnos el amor incondicional suyo y del Padre por la humanidad. Al juzgar a Jesús, Dios mismo es juzgado por su amor. Y no hay dolor más grande que ser juzgados injustamente por aquellos que amamos y entregamos la vida. La cruz se hace aún más dolorosa y la entrega más generosa.
Cuando el otro entra en el horizonte de nuestro dolor, como destinatario de nuestra entrega y sacrificio por amor, la cruz encuentra un sentido para quien la asume y se transforma en causa de redención para quien se beneficia. Y es ese amor que duele, como el de Jesús, el que nos salva. Descubrirlo, agradecerlo y reproducirlo, es como los creyentes podemos unirnos a Dios en la redención del mundo. Nos quedan los símbolos que brotan del costado atravesado de Jesús por la lanza del soldado, sangre y agua –eucaristía y bautismo–, los sacramentos que perpetúan y actualizan la entrega salvadora del Hijo de Dios por nosotros y por toda la humanidad.
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