Viendo Jesús que su muerte estaba próxima, quiso que sus discípulos continuaran viviendo y proclamando su proyecto. Iban a sufrir dura prueba viendo al Maestro condenado por blasfemo y como rebelde político. Por eso Jesús quiere afianzarles. Varias veces les había dicho: “donde estéis dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo!”. “estaré con vosotros hasta el fin de los tiempos”. Y ya en vísperas de su muerte, ratifica esta promesa manifestando al mismo tiempo la conducta que deben seguir los discípulos. Es el mensaje de dos gestos proféticos: una comida de despedida –última cena- y lavatorio de los pies. En ese contexto hay que meditar las tres lecturas en la celebración litúrgica del jueves santo.
La primera lectura cuenta la liberación del pueblo hebreo esclavizado en Egipto gracias a la intervención gratuita de Dios compasivo; cada año los judíos hacían memoria, actualizaban simbólicamente aquella gesta de liberación en la pascua o paso de Dios salvando al pueblo. Celebrando la pascua judía con sus discípulos, Jesús, en el simbolismo la comida, les ofrece el significado liberador de su vida y de su muerte.
La segunda lectura es de San Pablo escribiendo a los fieles de Corinto sobre qué significa celebrar en verdad la Cena del Señor.
El evangelio completa ese significando narrando dos gestos de Jesús en esa Cena: compartió la mesa con sus discípulos y los lavó los pies. Los dos gestos resumen de algún modo el espíritu y el estilo que animaron la conducta de Jesús ratificada con su muerte aceptada por y con amor: ser el hombre totalmente para los demás, compartiendo cuanto era y tenía; no para dominar a los demás, ni para conseguir prestigio social, sino para servir por amor hasta entregar la propia vida, sufriendo el desprecio y destino de las víctimas.
El significado de estos dos gestos proféticos ha sido muy analizado por los biblistas cuyas aportaciones son muy valiosas como aproximación a la experiencia o conducta de Jesús. Los predicadores no debemos ignorar esos conocimientos. Pero al hacer esos gestos, Jesús no intentó darnos una lección teórica sobre lo maravilloso de su conducta, sino que manifestó su deseo de que sus seguidores re-creemos el espíritu de su conducta en la nuestra: “Haced esto en memoria mía”; “os he dado ejemplo para que vosotros hagáis lo mismo”.
Jesús fue un profeta itinerante que compartió con todos. Comía con los pobres, se le acercaban los pecadores socialmente discriminados, admitía entre sus seguidores a mujeres, valoraba el buen corazón de los samaritanos, y sus acciones de sanación beneficiaban también a los extranjeros. Compartía con los ricos liberándolos de su codicia y arrogancia. Su invitación era clara: “vende todo lo que tienes y dalo de limosna a los pobres”. Pero los soberbios arrogantes quedaban desconcertados al ver a Jesús compartiendo con los pobres y pecadores legal y religiosamente indeseables. En la última cena expresó su voluntad, lo que daba sentido a su vida y a su muerte, con el gesto simbólico de compartir el pan y el vino, “mi carne y mi sangre”, su estilo de conducta. Tras la muerte de Jesús y acompañadas de su Espíritu, las primeras comunidades cristianas entendieron que Jesucristo derribó los muros de separación entre los pueblos, y en la nueva comunidad ya no hay “judío y gentil, hombre y mujer, amo y siervo”. Como discípulos de Jesús todos los bautizados participan el único Espíritu y cada uno debe ser totalmente para los demás. Así lo actualizaban aquellas primeras comunidades en “la fracción del pan”.
En la primera comunidad cristiana que narran los Hechos de los Apóstoles se mantenía viva esa “memoria” de Jesús; todos compartían con todos y los pobres eran atendidos con especial cuidado. Un ideal sin embargo nada fácil de practicar porque, ya en esa misma comunidad, alguno en vez de compartir, se guardaba su renta. La tentación de caer en el ritualismo saltó desde el principio. San Pablo en su primera carta a la comunidad de Corinto denuncia la deformación: todos hacen el rito de la comida, pero mientras unos se hartan otros pasan hambre; ahí no se celebra de verdad la Cena del Señor.
El entrar el movimiento cristiano en la cultura griega y romana, sobre todo cuando llegó cristianismo llegó a ser religión oficial del imperio, hubo peligro de catalogar este movimiento como una religión más ofreciendo un culto a la divinidad imaginada como poder absoluto, celosa de su honor y amenazante si no recibe sacrificios y sumisión de los mortales. Un peligro que se hace triste realidad cuando reducimos la misa a un acto de culto en honor de la divinidad y vemos como precepto inviolable la asistencia dominical. Pero ante todo debemos celebrar la eucaristía como “memorial” de la vida, muerte y resurrección de Jesús. Se celebra no solo para evocar el pasado sino para actualizarlo en nuestra propia conducta. Solo en la medida en que se actualiza la conducta de Jesús en nuestra propia vida, la celebración eucarística es centro y cumbre de la comunidad cristiana.
La Iglesia debe ser signo de comunión no solo de la humanidad con Dios sino entre todos los seres humanos originados y afirmados por esa Presencia de amor. Pero la Iglesia es signo que ilumina “en Jesucristo”. Es como la luna que solo refleja la luz que viene del sol. Por eso la buena salud de la Iglesia es volver continuamente a Jesucristo. En una sociedad mundial y en nuestra propia sociedad española la injusticia y la pobreza escandalosa, el maltrato de los inocentes y la discriminación sufrida por los indefensos, va directamente contra la fraternidad universal que apuntan la conducta y las parábolas de Jesús. Una propuesta que con su práctica de vida y en la “fracción del pan”, actualizando la memoria de Jesús, nos transmitieron las primeras comunidades cristianas. Una llamada urgente hoy para la Iglesia o comunidad cristiana en nuestra sociedad desfigurada por la fiebre posesiva y por la ambición de poder. Es muy significativo que el jueves santo sea también el día de la caridad. Será lamentable que cuando nuestra sociedad urgentemente necesita caminar hacia la convivencia fraterna, los cristianos buscando solo nuestra salvación fuera de este mundo, celebremos la misa como un rito religioso más, olvidando la recomendación de Jesús en la última cena: “Haced esto en memoria mía” .
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